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Paddy Griffith - Los vikingos

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Paddy Griffith Los vikingos
  • Libro:
    Los vikingos
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1995
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Los vikingos: resumen, descripción y anotación

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Este libro está dedicado con profunda tristeza a la memoria de Paul Morris - photo 1

Este libro está dedicado, con profunda tristeza,

a la memoria de Paul Morris

CONCLUSIÓN:

EL LUGAR DE LOS VIKINGOS EN LA EVOLUCIÓN DEL «ARTE DE LA GUERRA»

«Quiero expresaros mi gratitud, amigos que habéis escuchado esta historia y gozado con ella; y a los que en su corazón no se han sentido alcanzados, esto es lo que les digo: jamás estaréis satisfechos, así que seguid deleitándoos en vuestra propia miseria. Amén».

The Saga of Göngu-Hrolf, p. 125

Si podemos hablar con alguna propiedad de la evolución del «arte de la guerra» veremos cómo seguramente progresa a trancas y barrancas, algunas veces avanzando a saltos, a la carrera; y en otras, retrocediendo, también, varios pasos a la vez. En el caso de los vikingos podemos acordar que no hicieron descender tal oficio muchos o incluso ningún escalón, si nos situamos en el contexto de la involución general causada por otros y más importantes imperios post-romanos. Es igualmente posible que, en realidad, aportasen elementos novedosos y bastante significativos en sus estrategias o en sus habilidades operativas y tácticas, puesto que hermanaron conocimientos que ya existían a unas dosis excepcionales de entusiasmo y energía. Con ello brindaron un renovado y poderoso sentido al concepto perenne y familiar de «bárbaros llegados del mar». En especial, dedicaron su atención a una de las facetas más lucrativas de los negocios de armas: esto es, la obtención de tributos sin librar durísimos combates, y, ni mucho menos, conseguir la victoria.

Los vikingos no eran mejores en el campo de batalla que sus contemporáneos y fueron derrotados casi tan a menudo como obtuvieron victorias. Sin duda organizaron un gran número de razzias contra objetivos débiles y mal defendidos, y sacaron grandes provechos de ellas; pero cada vez que hubieron de disputar una línea y enfrentar sus murallas de escudos contra unos antagonistas bien equipados sintieron que pisaban un terreno mucho menos firme. A menudo trataron de engañar a sus adversarios con argucias para salir del paso o —y asumiremos que no se trata de lo mismo— se contentaron con entablar negociaciones diplomáticas que podían finalizar o no con el pago de un geld. La mayoría de las veces se limitaron a efectuar maniobras intimidatorias seguidas de un distante y relativamente poco peligroso intercambio de proyectiles e invectivas. Y cuando se decidieron a arriesgar grandes envites cuerpo a cuerpo su balance fue, en el mejor de los casos, equilibrado, ya que en términos generales su armamento y sus métodos no se distinguían demasiado de aquellos de sus oponentes.

Se admite comúnmente que los vikingos usaron su movilidad estratégica para concentrar fuerzas experimentadas y curtidas contra contingentes locales de tropas inexpertas, reclutadas aprisa y a regañadientes. Uno de sus méritos más universalmente reconocidos fue la gran maestría demostrada en el uso de las artes de la impostura, la sorpresa y los ataques inesperados. El éxito de sus «apariciones de entre la nada» fue notorio y temido en toda Europa, y debió causar una profunda frustración entre sus víctimas, ya que luchaban normalmente muy lejos de sus hogares y ello hacía imposible lanzar contraincursiones efectivas sobre Trondheim, Roskilde o Birka. Los wends y los francos del norte de Alemania les pagaron con la misma moneda; pero los ingleses, los irlandeses, los franceses y los bizantinos se encontraban inhabilitados para tales operaciones, aparte de la posibilidad, menos satisfactoria, de atacar los asentamientos vikingos locales, los danelaws, en Normandía, Dublín, la costa este de Inglaterra o el bajo Dnieper.

Con todo, ante la aparente superioridad vikinga en este terreno, un defensor bien organizado pudo responder extremando sus propios recursos y efectuando una adecuada concentración de tropas de calidad. En muchos casos esta maniobra bastó para atajar con facilidad la amenaza escandinava. El contraataque devastador que los bizantinos lanzaron en el año 971 contra la insolente invasión de Bulgaria por Vladimir fue un modelo de este tipo de operación; y hubo otras, equivalentes, en Francia, Irlanda e Inglaterra. Los activos de la defensa, si disponían del tiempo y los recursos suficientes, podían multiplicarse mediante una red de fortalezas diseñadas para impedir el dominio de cualquier porción de su territorio. Los escandinavos hallaron soluciones imaginativas en algunas áreas de la ingeniería como la mejora de las fortificaciones o el traslado de barcos por tierra, pero no destacaron precisamente por su dominio de las técnicas de asedio, al menos del ofensivo. Según las fuentes, sus métodos en este campo eran bastante pobres y no iban más allá de la diplomacia, el golpe de mano o el intento de acabar por inanición con los asediados. Ninguno de ellos era garantía de éxito; y mucho menos en el limitado lapso de tiempo del que disponían, ante la necesidad de mantener el impulso y la sorpresa propios de una campaña basada en la movilidad. En tales circunstancias los escandinavos fracasaron casi siempre: siguieron avanzando, pero con escasa profundidad. Solo cuando el enemigo estaba poco avezado a la guerra o se hallaba muy dividido por disensiones y luchas intestinas pusieron en marcha campañas de ocupación. Es remarcable que, a pesar de jactarse de su fuerza militar, borraron únicamente del mapa, de modo irreversible, a un pueblo europeo, los pictos; e incluso en este caso no es probable que siguiesen una política genocida deliberada.

En cuanto a sus cualidades marineras, parece exagerado calificarlas de revolucionarias. Sin duda efectuaron algunas mejoras en la construcción naval ya existente, pero no grandes innovaciones. Sus épicos viajes a través del Atlántico norte tuvieron siempre un pronóstico muy incierto, y fueron obra de un reducido puñado de bravos capitanes. La inmensa mayoría se ciñeron a pequeños saltos entre puntos mutuamente avistables y en días de buen tiempo, varando las naves al anochecer y a lo largo de todo el invierno. Las pérdidas por naufragios eran habituales y quizá, irónicamente, también las debidas a la piratería, aunque las batallas navales casi siempre se concibieron como operaciones «antipersonas» más que «antiembarcaciones». La principal infractora de esta última regla fue la armada del Imperio bizantino, que trataba de quemar a sus oponentes mediante el «fuego griego»; pero en las aguas del norte esta arma no existía, y las embestidas no parecen haber sido puestas en práctica de modo habitual.

En el agua, como en tierra, solo las estrategias centradas en la sorpresa táctica dieron sus frutos de un modo regular, ya que ni la intercepción de flotas en alta mar ni los bloqueos portuarios eran técnicamente posibles salvo en contadas situaciones excepcionales. Una escuadra podía ser desarmada mediante un ataque directo cuando estaba varada en una playa o en aquellos casos en que, por azar o por acuerdo previo, se entablaba una batalla en aguas tranquilas. Pero de otro modo predominaban las maniobras elusivas: ambos contendientes rehuían un encuentro definitivo, se evitaban deliberadamente, y preferirían lanzar incursiones a discreción sobre el territorio enemigo. En el ínterin, se ensañaban con los civiles desarmados o los monjes que tenían la mala fortuna de ponerse al alcance de sus barcos.

Vistos en conjunto, los logros vikingos en el mar parecen haber sido más un asunto de cantidad que de calidad: ganaron su plaza en los anales de la guerra —en oposición a la conseguida como exploradores— principalmente por su persistencia y por la escala de sus operaciones. Crearon la mayor y más experimentada masa crítica de naves, navegantes y «marines» que se hubiese conocido hasta aquel momento en las aguas del norte, y con ellos lograron dominar un conjunto de desafíos climáticos (y mareomotrices) que los navíos del Mediterráneo, mayores pero expuestos a un entorno mucho más benévolo, nunca hubieron de afrontar. En este sentido los escandinavos ampliaron las fronteras de su arte adaptando la tecnología existente a un conjunto nuevo de circunstancias; pero no necesariamente ensayando nada que fuese conceptualmente nuevo. Ni tampoco creando una brecha sustancial con sus vecinos, que en pocas décadas igualaron sus prácticas náuticas. Hacia el año 890 Alfred estaba ya construyendo barcos mejores que los suyos, y los puertos de Holanda y del norte de Alemania continuaron floreciendo, aunque intermitentemente, a través del periodo. La erupción vikinga proporcionó un estímulo, un nuevo patrón a mejorar, aunque solo fue relativamente transitorio.

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