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Miguel A. Delgado - Las calculadoras de estrellas

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Para Gabriela porque estás hecha de futuro Prólogo Universidad de - photo 1

Para Gabriela,

porque estás hecha de futuro

Prólogo

Universidad de Harvard

Cambridge, Massachusetts

1899

Gabriella Phillips entró en el recinto universitario de Harvard como había hecho cada día de la última década: siguiendo una rutina perfecta. Se había levantado, le había preparado el desayuno a su hijo y le había visto irse a trabajar, con ese algo extrañamente tímido en aquel niño larguirucho que, sin que ella lo hubiera advertido, se había convertido en un adulto. No le vería hasta la noche, cuando él volviese de sus clases nocturnas en la Northeastern University, con la misma tranquila seriedad y una determinación serena fijada en su mirada. No sabía muy bien decir de dónde provenía, si de su padre o de ella.

No importaba. Lo único importante era, después de todo lo que había pasado, que ahora estaba allí, que los años difíciles habían servido, al menos, para eso. Y sin embargo no dejaba de ser paradójico que fuera ella la que había pasado su infancia en La Casa de Poughkeepsie, la que estuviera en ese momento entrando en las instalaciones del Departamento de Astronomía de la Universidad de Harvard, donde una vez más se dirigió hacia la sala que albergaba al grupo de calculadoras.

En los años que habían pasado desde que, temblorosa y llena de dudas, había puesto por primera vez el pie allí, aquel grupo de mujeres, que la saludó como cada mañana, se había convertido en la referencia más estable desde que había dejado la protección de Maria Mitchell. La astrónoma de Nantucket, la profesora de Vassar College, era hoy conocida por todos en América y había hasta un observatorio que llevaba su nombre pero, cuando Gabriella era una niña, para ella fue sólo alguien capaz de ver a través suyo y de encontrar en su interior algo que podía merecer la pena.

Saludó con la cabeza a la señora Fleming, Mina para los más íntimos, quien se encargaba de repartir las placas fotográficas entre las mesas. Con una grata sorpresa, vio que Henrietta volvía a sentarse ante la suya. Últimamente, su presencia era intermitente y nadie sabía muy bien qué cuestiones familiares la obligaban a ausentarse. Pensó que, cuando tuviera oportunidad, le preguntaría, pero ahora mismo la veía ensimismada ante su placa, pasando el dedo a través de las líneas del espectro estelar, mientras movía levemente los labios, como si recitara algo para sí. Ésa era la estampa habitual en ella, sobre todo desde que su sordera había ido a más y la había convertido en una persona amablemente silenciosa, ensimismada en sus cefeidas, un tipo de estrellas de brillo variable que, por alguna razón, parecían obsesionarla de manera especial.

Lejos de sentirla distante, Gabriella se sentía próxima a ella, siempre medio ausente tras su leve sonrisa y sus breves intervenciones, como si no quisiera molestar, como si no quisiera destacar para que nadie se diera cuenta de la anomalía que suponía estar ahí. Como todas las demás. Eran la excepción a la regla por la que Harvard no aceptaba la entrada de mujeres en su campus para la realización de actividades académicas.

Gabriella se sentó en su mesa, junto a la ventana. Allí le esperaban ya sus útiles: su cuaderno, su pluma, su tintero... y su lupa, sin la que le sería imposible pasar la mirada sobre aquella superficie llena de manchas más o menos alargadas que asemejaban borrones de tinta. Ella sabía, como lo sabían todos los astrónomos, que lo que allí yacía era, en cierta forma, las almas de las estrellas, capturadas por el telescopio de Harvard o el más lejano de Arequipa, en Perú. Si para William Herschel las estrellas que brillan en la noche no son apenas otra cosa que fantasmas, porque muchas de ellas ya han muerto cuando su luz llega hasta nosotros, lo que había en esas placas equivalía a atrapar la huella de sus espíritus. Pero también sabía, como lo sabían todas las calculadoras, que en realidad se trataba de letras sueltas que tejían un inmenso libro, el libro del cielo.

A ellas las habían contratado sólo para transcribir esas letras. Pero, contra todo pronóstico, estaban yendo más allá, construyendo palabras, combinándolas en frases y, en cierta forma, empezando a leer ese texto que, supuestamente, estaba reservado para los astrónomos barbudos de los púlpitos académicos de Harvard, de Yale, de Princeton, de tantos lugares donde las mujeres como ellas estaban excluidas. Muchas veces, no se le escapaba la ironía de que ella misma había comenzado a leer las historias y leyendas de los dioses griegos que habitaban el firmamento y que ahora, cuando enfilaba el tramo descendente de su vida, volvía en cierta forma a hacer lo mismo.

Como era costumbre en ella, miró por la ventana. Vio que los árboles de Harvard comenzaban a estallar en colorido, vio los grupos de estudiantes que corrían a sus clases al toque de la campana, y a los profesores con sus birretes y sus togas. Luego su vista fue más allá, hacia el cielo radiante que se recortaba tras los elegantes edificios y, de nuevo, su mente volvió a la mujer que le hizo levantar la vista para descubrir las estrellas y todo lo que significaban de liberación.

Y, como siempre, sonrió al darse cuenta de en qué se había convertido aquella niña triste que pasaba horas mirando hacia abajo, aquella pequeña taciturna de dedos doloridos.

Poughkeepsie, Nueva York

1865

—Ojalá alguien abriera una ventana.

—Pero entraría el frío... —replicó Gabriella con su habitual voz temblorosa.

—Mejor, ¡me estoy asando! —contestó su amiga Candace.

Gabriella no se atrevió a replicar. En realidad, en ese momento del día ya no le importaba demasiado la temperatura. Las horas de trabajo rutinario y repetitivo le habían entumecido los dedos, y tener que forzar la vista para ver bien las hebras de paja a la escasa luz de las velas y los quinqués la tenía sumida en un estado de latencia en el que la reflexión apenas tenía cabida. Y ése, dado el trabajo que tenían que hacer, no era un mal estado. Además, la espalda se resentía de tanto tiempo manteniendo una postura inclinada, mirando hacia abajo.

Pero Candace era diferente. Siempre estaba dispuesta a quejarse, por más que estuviera demostrado que no servía de nada.

—¡Por favor! Dan ganas de quitarse la toca.

—Chss, te van a oír.

Las dos niñas levantaron la mirada. Afortunadamente, la señora Barry estaba en el otro extremo de la sala; unos diez niños las separaban de ella. Además, en ese momento estaba más ocupada recriminándole algo a un crío. La labor que estaba haciendo, evidentemente, no alcanzaba los estándares de calidad exigidos en Ferro’s.

—¿Qué crees que harán con esto?

—¿Con qué?

—Con toda esa paja.

Candace señaló con la barbilla el montón que ya habían preparado y que tenían ante ellas. En cualquier momento, uno de los mozos pasaría con la carretilla y se llevaría su labor. Lo malo era que, a continuación, ése u otro mozo arrojarían a sus pies otra buena cantidad de paja en bruto y tendrían que comenzar de nuevo. Como Sísifo, el griego que había sido condenado a sufrir un tormento eterno en el infierno: debía subir una y otra vez una gran piedra por una empinada cuesta. Cuando llegaba a la cima, descubría que, por alguna extraña razón, la piedra volvía a aparecer abajo y él tenía que empezar su trabajo de nuevo. Gabriella le había contado a Candace esa historia muchísimas veces.

—Y tú, ¿cómo sabes esas historias tan raras?

—Las leo en un libro.

—Debe de ser un libro muy raro.

Para ella no lo era, pero eso no sabía cómo explicárselo a Candace. Sospechaba que, para ella, cualquier libro sería raro.

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