Basada en casos reales, la primera obra literaria del jurista alemán Ferdinand von Schirach, «Crímenes», fascinó y conmovió a los lectores por la honestidad y lucidez con que planteaba el espinoso tema de la búsqueda de la verdad en los procesos criminales. Además de obtener el prestigioso Premio Kleist y merecer un torrente de elogiosos comentarios de la crítica, el libro se convirtió en uno de los mayores éxitos de los últimos años en Alemania, ocupando durante casi un año las listas de los más vendidos. Ahora, en esta nueva obra, el autor ha volcado quince relatos espigados de los más de 700 casos en los que ha participado a lo largo de su carrera.
Con una sensibilidad especial para incidir en los detalles reveladores y una prosa depurada y precisa, von Schirach vuelve a presentarnos una colección de punzantes miniaturas sobre el insondable comportamiento humano. En unas, constatamos con angustia que quienes han perpetrado un crimen no son declarados culpables; en otras, que el sentimiento de culpa actúa con mayor celeridad que la ley; pero en todas ellas el lector hallará los destellos de una honda inteligencia moral y un sigiloso, pero devastador, sentido del humor.
Ferdinand von Schirach
Culpa
ePub r1.0
Rob_Cole 09.11.2015
Título original: Schuld
Ferdinand von Schirach, 2010
Traducción: María José Díez Pérez
Retoque de cubierta: Rob_Cole
Editor digital: Rob_Cole
Aportado por Dr.Doa
ePub base r1.2
Las cosas son como son.
ARISTÓTELES
Fiestas
El 1 de agosto hacía demasiado calor incluso para esa época del año. La localidad conmemoraba sus seiscientos años de existencia, olía a almendras garrapiñadas y algodón dulce, y el humo de la carne asada impregnaba los cabellos. Habían instalado todas las atracciones típicas de las ferias: tiovivo, autos de choque, tiro con escopetas de aire comprimido. Los ancianos hablaban de «un sol de justicia» y de «canícula», y llevaban pantalones claros y la camisa desabrochada.
Había personas decentes con trabajos decentes: corredores de seguros, propietarios de concesionarios, obreros. Gente respetable. Casi todos estaban casados, tenían hijos, pagaban sus impuestos e hipotecas y veían el telediario de la noche. Eran hombres normales y corrientes, y nadie habría pensado que pasaría algo así.
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Tocaban en una banda. Nada emocionante ni especial: la reina de la vendimia, el club de tiro, el cuerpo de bomberos. Una vez habían estado en casa del presidente de la República; tocaron en el jardín y después les sirvieron cerveza fría y salchichas. La foto colgaba en el local donde se reunían, al jefe de Estado no se lo veía, pero alguien había pegado al lado el artículo de periódico que acreditaba que aquello era cierto.
Estaban sentados en el escenario con sus pelucas y sus barbas postizas. Sus esposas los habían maquillado con polvos blancos y carmín. Ese día todo debía ser solemne, «en honor de la ciudad», había dicho el alcalde. Sin embargo, aquello no tenía nada de solemne. Los hombres sudaban ante el telón negro y habían bebido demasiado. La camisa se les pegaba al cuerpo, olía a sudor y alcohol, entre los pies se acumulaban los vasos vacíos. A pesar de todo, tocaban. Y si se equivocaban, daba igual, ya que el público también había bebido lo suyo. Entre pieza y pieza había aplausos y cerveza fría. Cuando descansaban, un locutor de radio ponía discos. Del entarimado frente al escenario se elevaba el polvo, porque la gente, a pesar del calor, bailaba. En esos casos, los músicos iban a beber tras el telón.
La chica tenía diecisiete años y aún debía avisar en casa si alguna vez quería quedarse a dormir con su novio. El año siguiente terminaría el bachillerato y después estudiaría Medicina en Berlín o Múnich, se moría de ganas. Era guapa, de rostro franco y ojos azules, daba gusto verla, y se mostraba risueña mientras desempeñaba su trabajo de camarera. Las propinas eran buenas, en las vacaciones de verano quería viajar por Europa con su novio.
Hacía tanto calor que sólo llevaba una camiseta blanca y unos vaqueros, gafas de sol y el pelo sujeto con una cinta verde. Uno de los músicos apareció por detrás del telón, llamó su atención y señaló el vaso que sostenía. Ella atravesó la pista de baile y subió los cuatro peldaños del escenario con la bandeja, que en realidad pesaba demasiado para sus pequeñas manos. Pensó que el hombre estaba gracioso con la peluca y las mejillas empolvadas. Que había sonreído, recordó la chica, había sonreído y los dientes parecían amarillos en contraste con la cara blanca. El hombre apartó el telón para que la joven pasara adonde estaban los demás, sentados en dos bancos, sedientos. Por un instante la camiseta blanca resultó especialmente luminosa con el sol, a su novio le gustaba que la llevara. Entonces resbaló. Cayó de espaldas, no se hizo daño pero se le derramó la cerveza encima. La camiseta transparentó, ella no llevaba sujetador. Como la situación era embarazosa, se echó a reír y después miró a los hombres, que de pronto callaron y la miraron fijamente. El primero le tendió una mano, y así empezó todo. El telón había vuelto a cerrarse, por los altavoces se oía una canción de Michael Jackson a todo volumen, y el ritmo de la pista pasó a ser el ritmo de los hombres, y más tarde nadie podría explicar nada.
La policía llegó demasiado tarde. No creyeron al hombre que les telefoneó desde una cabina. Dijo que pertenecía a la banda, no mencionó su nombre. El agente que atendió la llamada informó a sus compañeros, pero todos se lo tomaron a broma. Sólo el más joven contestó que iría a echar un vistazo, y cruzó la calle en dirección a la plaza.
Bajo el escenario estaba oscuro y húmedo. Allí encontraron a la chica, desnuda, en el barro, embadurnada de esperma, embadurnada de orina, embadurnada de sangre. No podía hablar, y no se movía. Tenía dos costillas, el brazo izquierdo y la nariz rotos, los cristales de los vasos y botellines de cerveza le habían hecho cortes en la espalda y los brazos. Al acabar, los hombres habían levantado un tablón y la habían tirado bajo el escenario. Le habían orinado encima cuando estaba tendida en el suelo. Después habían vuelto a salir a escena. Tocaban una polca cuando la policía sacó a la muchacha del barrizal.
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«La defensa es una lucha, una lucha por los derechos de los inculpados». Esta frase figuraba en el librito con cubierta de plástico rojo que antes solía llevar conmigo. Era el Manual del abogado defensor. Acababa de presentarme a las oposiciones, y desde hacía unas semanas podía ejercer la abogacía. Creía en esa frase. Creía que sabía lo que significaba.
Un amigo de la facultad me llamó y me preguntó si quería tomar parte en una defensa, se necesitaban dos abogados más. Claro que quería, era un primer gran caso, los periódicos no hablaban de otra cosa, y yo creía que ésa era mi nueva vida.
En un procedimiento penal nadie tiene que demostrar su inocencia. Nadie tiene que hablar para defenderse, tan sólo la acusación ha de presentar pruebas. Y ésa fue también nuestra estrategia: que nadie hablara. No tuvimos que hacer nada más.
La prueba de ADN podía presentarse ante los tribunales desde hacía relativamente poco tiempo. En el hospital, los policías cogieron la ropa de la chica y la metieron en una bolsa de la basura azul. Dejaron la bolsa en el maletero del coche patrulla, pues había que llevarla al Instituto Anatómico Forense. Creían que obraban bien. El coche estuvo al sol durante horas, y con el calor los hongos y bacterias que surgieron bajo el plástico modificaron el ADN , de manera que ya no pudo utilizarse.