Cliff Seymour - Los secretos del viejo Horace
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- Libro:Los secretos del viejo Horace
- Autor:
- Editor:Penguin Random House Grupo Editorial España
- Genre:
- Año:2015
- Índice:4 / 5
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Los secretos del viejo Horace: resumen, descripción y anotación
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Hay tantas puertas en el mundo
que todavía no hemos tocado
y estamos llamados a atravesar
que eso que denominamos oscuridad
es solo tener los ojos cerrados.
S. A. K OHAN
Las ventanas de la vida
Cuando Scott abrió los ojos, sintió que la luz mortecina de la mañana le caía encima como una losa. Desde que había perdido su último empleo, podían pasar horas entre que despertaba hasta que se animaba a salir de la cama.
Aquel lunes, sin embargo, el teléfono fijo del salón le obligó a abandonar su mortaja y atravesar descalzo el pasillo. El frío de noviembre se había apoderado ya de la ciudad, del apartamento que compartía con su tío y, lo que era peor, de su propia alma.
Llegó al teléfono un segundo demasiado tarde, y al otro lado solo encontró el sonido continuo de la línea. Sin preocuparse siquiera de averiguar quién había llamado, se enfundó un jersey que había dejado la noche anterior encima del sofá y se acercó al balcón.
Observó cómo transcurría la vida en el bloque de enfrente, una finca ennegrecida de cuatro plantas. La primera albergaba unas oficinas de seguros y hacía rato que desfilaban los empleados, trajinando papeles de un lado a otro cuando no se dirigían a la máquina de café para hacer una pausa.
El segundo piso, frente al suyo, estaba abandonado desde hacía meses, cuando se habían marchado los últimos inquilinos, porque ya nadie quería vivir en aquella zona de la ciudad. Estaba demasiado lejos de todo y en el centro había alquileres cada vez más económicos.
Un piso más arriba, contempló como una chica regaba las plantas mientras un gato negro de pelo largo se enroscaba entre sus piernas. No debía de ser mucho mayor que él, tendría treinta años a lo sumo, y Scott hacía tiempo que se preguntaba a qué se dedicaba. Siempre estaba en casa, con un batín de estilo japonés que le daba un toque sofisticado. Nunca había visto entrar a ningún hombre allí, como mucho a alguna amiga que charlaba un rato con ella en el balcón, mientras fumaba, y luego desaparecía.
Hacía ya varias noches que la vecina del tercero ocupaba sus fantasías, sobre todo desde que Carol, su novia, le había pedido una pausa para «aclarar sus ideas». Aquella expresión, que era un puro tópico, le resultaba de lo más amenazadora, ya que la última vez que la había oído acabó con un whatsapp que conservaba como una reliquia absurda: «Lo siento, pero he llegado a la conclusión de que lo nuestro no funciona. Creo que nunca ha funcionado. Siento haberte hecho perder el tiempo. Te quiero y te deseo lo mejor. Por eso tenemos que dejarlo, pero seremos los mejores amigos del mundo. Siento hacerte daño justo ahora».
Los «mejores amigos del mundo» no se habían visto más desde entonces, y Scott empezaba a temer que la «pausa» con Carol terminara igual. Angustiado con ese pensamiento, miró el viejo reloj del salón: las nueve y media. Si se daba prisa, podía dejarse caer por la peluquería donde ella trabajaba durante su turno para el desayuno.
Pondría como excusa que tenía una entrevista de trabajo cerca de allí y que pasaba a saludarla para que le deseara suerte.
Antes de correr a la ducha, echó un vistazo a la cuarta planta. Sabía que allí vivía un hombre solo, pero nunca había logrado verlo con claridad. A ciertas horas del día, tras el ventanal, aparecía la sombra de alguien sentado con el sombrero puesto, lo cual no dejaba de ser insólito dentro de una casa.
¿Tal vez tenía hipersensibilidad a la luz y lo usaba para ver la calle sin herirse los ojos? Siempre se encontraba en la misma posición, inmóvil delante del ventanal, por lo que Scott había llegado a la conclusión de que estaba postrado en una silla de ruedas.
Aquella mañana, la silueta volvía a estar allí y se movía ligeramente, como si el vecino tratara de ver algo que sucedía en la calle.
Tras su dosis de curiosidad diaria, Scott se duchó en diez minutos y tardó el mismo tiempo en vestirse con la ropa del día anterior y salir por la puerta.
Mientras bajaba los escalones con paso cansino, oyó que sonaba de nuevo el teléfono fijo. Dudó un momento entre subir o no a contestar, pero estaba ya en el primer piso y decidió seguir escaleras abajo.
Al salir al exterior, un aire frío y húmedo le anunció que la tormenta estaba al acecho. Y no sería la única tempestad que se cernía sobre su horizonte.
«Oh, Carol!»
Mientras caminaba con el viento en contra, Scott calculó que pronto haría un año que se conocían. Había sido en la misma peluquería donde aún trabajaba. A diferencia de él, que perdía cada trabajo que encontraba, Carol llevaba toda su vida laboral en aquel puesto.
Después de cuatro meses sin cortarse el pelo, se había dejado caer por el establecimiento, que llevaba el pretencioso nombre de Mandalay Hair Boutique. Tras soportar el mal humor del dueño, que le regañó por no haber pedido hora, lo tuvieron esperando media hora en una butaca para lavar cabezas.
Allí Scott llegó a dormirse hasta que el arrullo suave del agua caliente le devolvió a la peluquería.
—¿Está bien así? —preguntó una voz dulce al dirigir el chorro hacia sus cabellos, demasiado largos.
—El agua está perfecta.
Acto seguido, había vuelto a cerrar los ojos mientras unas manos expertas le masajeaban la cabeza enjabonada. Scott llegó a ronronear de placer, pero no vio la cara de ella hasta que se sentó en el viejo sillón de barbero. En el espejo descubrió su rostro graciosamente redondo, con unos ojos inquietos que le observaban con simpatía.
—¿Cómo lo quieres?
—Muy corto por detrás, un poco menos por los lados y algo más largo por delante.
Siempre decía lo mismo, porque su imagen prácticamente no había cambiado desde que iba al instituto. Tenía ya veintisiete años pero seguía llevando el mismo corte de pelo y las mismas patillas, a la altura del lóbulo de las orejas.
Aquella tarde, un año atrás, la peluquera de voz dulce y rostro redondo había tomado la máquina para desforestar la maraña de cabellos que le tapaban la parte trasera del cuello.
—Es buena idea dejártelo muy corto por aquí, porque tienes una nuca bien.
Scott no sabía qué era exactamente tener «una nuca bien», pero imaginó que significaba que la forma de su cráneo era bonita o algo así. Eso le dio fuerzas para preguntarle su nombre y aventurarse a saber algo de su vida.
—Me llamo Carol, como la canción esa tan vieja. Pero solo tengo veintidós años.
A continuación le contó que era ambiciosa y seguía estudiando los fines de semana para montar algún día su propio salón. Su malhumorado jefe pasó varias veces junto a ellos durante la conversación, pero Carol ni siquiera se preocupó de bajar la voz. Continuó contando sus planes como si fuera un mero accidente que en aquel momento se encontraran en el Mandalay Hair Boutique .
Fascinado por el «pequeño terremoto», como él la llamaría cariñosamente en adelante, Scott consiguió una cita dos días después y al cabo de dos semanas ya salían juntos.
Todo había ido muy bien, más que con ninguna otra pareja que hubiera tenido antes, hasta que un mes atrás ella había empezado a usar palabras como «espacio», «pausa» o «tiempo» para expresar sus necesidades.
De repente, parecía no valorar que él escuchara con atención todos los planes que había ideado para abrir aquella peluquería de ensueño, haciéndole preguntas para ayudarla a definirlos. Scott siempre había sido un desastre organizando su vida, pero era bueno organizando la de los demás, siempre se lo habían dicho.
Atribuyó ese alejamiento, que Carol insistía en que era «temporal» y «no tenía nada que ver con él», a que hacía tiempo que le veía como a un fracasado sin remedio, mientras los proyectos de ella no cesaban de crecer. Desde que eliminaran su puesto en una empresa de comercio exterior, solo había sido seleccionado dos veces para entrevistas y no había pasado de la primera toma de contacto.
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