Mercedes Casaux - Peligrosa Investigación
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- Libro:Peligrosa Investigación
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- Año:2015
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Peligrosa investigación - 1a ed. - Buenos Aires: Armerías, 2014.
280 p. ; 15x22 cm.
ISBN 978-987-1480-69
1. Narrativa Argentina. I. Título. CDD A863
EDITORIAL ARMERÍAS (54-11) 4880-7002
info@editorialarmerias.com.ar www.editorialarmerias.com.ar
De esta edición © Editorial Armerías
Contacto con la autora:
mercedescasauxalsina@hotmail.com
Impreso en Argentina - Printed in Argentina
Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723
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Advertencia: «Los hechos y personajes aquí mostrados son producto de la ficción de la trama, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia".
A mis hijos: Santiago, Mechita, Federico, Sofía, Ignacio, Lucía, Maggie y Agustina.
A mis hijos políticos: Matilde, Federico, Mechi y Marcos.
A mis nietos: Tommy, Bauti, Fran, Delfi, Rafa y Pedro.
A Mamá.Y muy especialmente a mis queridos hermanos Fernando y Pablo.
A los que ya no están pero no por eso son menos queridos: Papá, Pepe, y Eugenio.
Y a mis suegros Rafael y Nora.Un agradecimiento a mi editor, por el aliento continuo y sus consejos.
CAPÍTULO IEl viejo monasterio abandonado por los cartujos y comprado por el fundador de la secta, un siglo después, estaba situado al norte de la Península Ibérica en una de las sierras que integran el sistema de los montes vascos y separan las provincias de Álava y Vizcaya, dentro de la comunidad autónoma española del País Vasco.
Asomada a la ventana tallada en la piedra podía ver la montaña de Gorbeia a 1.482 metros de altitud. Iluminada por la luna su cumbre se alzaba majestuosa sobre las demás.
Irene suspiró, largando el aire lentamente, el paisaje que veía desde su celda la llenaba de melancolía y le hacía notar su soledad. Me parezco a ella, pensó, mirando con tristeza la montaña. Magnífica, imponente… pero sola. A una altura a donde nadie puede llegar.
Su rostro de piel cetrina, el largo cabello negro, los ojos almendrados bordeados por largas pestañas, un poco levantados en las esquinas y su cuerpo joven y perfecto a los cuarenta y cuatro años; gracias a los duros entrenamientos y a la magra comida, anhelaban algo que su boca se negaba a poner en palabras.
Sacudió la cabeza para borrar los peligrosos pensamientos que le venían a la mente. No podía permitírselos. Aún, hoy, después de tantos años, recordaba el escueto mensaje que les había hecho llegar su madre, cuando su tío los llevó a vivir con él:
No vuelvan nunca –les escribió–. Fallaron miserablemente, dejándose atrapar y han cometido el peor de los delitos: Me han vuelto vulnerable. Lo último que haría por ellos –continuaba el mensaje– era darles un escondite junto a su tío en España. A partir de allí quedaban librados a su suerte.
En ese entonces ella tenía dieciocho años y su hermano veinticuatro. Venían de haber estado tres años presos dentro de un centro clandestino de detención en Buenos Aires en donde habían sido torturados, vejados y humillados de mil maneras diferentes.
En todo ese tiempo habían visto desfilar ante sus ojos a centenares de camaradas suyos; la mayoría solo se quedaba dos ó tres meses, después de ese lapso desaparecía sin dejar rastros.
Gracias a los nuevos supieron que estaban perdiendo la guerra contra los militares en todo el país; que se contaban por miles los muertos y desaparecidos. Que las familias interponían habeas corpus en los juzgados para conocer el paradero de sus familiares y nadie les daba respuesta.
Fue también inevitable enterarse de los traidores, los que vendían información a cambio de que los dejaran salir del país.
Pensó en la Vieja Líder y se preguntó a cambio de quién había comprado la libertad de sus hijos. Después, de tantos años entendió su rabia hacia ellos. Les había enseñado, desde muy chicos, a sortear el peligro, a evitar comprometerse en operaciones que no contaran primero con su beneplácito. A no dejarse involucrar afectivamente con nadie, mientras durara la lucha, a desconfiar de todos y,… habían fallado. Más precisamente, ella había fallado.
Recordó esa madrugada cuando los militares los tomaron prisioneros:
Era invierno y se encontraban en medio del monte Tucumano, al norte de Argentina.
Volvían de un enfrentamiento a última hora de la tarde en el que habían caído muchos de sus compañeros; ella se había salvado gracias a un sexto sentido en su hermano Jaime, que le había advertido a tiempo que algo andaba mal y la había obligado a esconderse junto a él, en los alrededores.
Desde su puesto observaron como el grupo era masacrado sin piedad.
Habían intentado escapar pero la presencia de una patrulla separada de los demás, peinando la zona en busca de sobrevivientes, se los había impedido; mucho tiempo después se enteraron que los buscaba a ellos.
Estuvieron escondidos, durante horas, observando cómo los hombres revisaban el lugar, a tan sólo unos pasos de donde se encontraban.
El miedo a ser descubiertos era tan grande que apenas les permitía respirar. Eran conscientes de lo que enfrentarían si los atrapaban y no pensaban entregar sus vidas fácilmente, aunque murieran en el intento, lucharían hasta el final. Lo habían hablado muchas veces y estaban preparados para la eventualidad.
Recién, cuando las sombras comenzaron a cubrirlos y estuvieron seguros de que la patrulla no regresaría, se animaron a salir del escondite y echaron a correr en dirección al campamento.
Estaban cansados, sucios y hambrientos, cuando llegaron. El corazón les latía a toda velocidad, impulsando chorros de adrenalina por todo el cuerpo.
Con la voz enloquecida por el miedo y la ira expusieron a los demás lo que había sucedido, hablaron de la existencia de un traidor y de la necesidad de abandonar el lugar por la mañana.
Sin pérdida de tiempo, Juan, el líder del grupo, los dividió en parejas para hacer guardia durante la noche. A ella le tocó compartir el turno de las cuatro con Juan.
No fue casual, ya que de alguna manera se las había arreglado para compartir las frías horas de la madrugada con el líder del grupo. Un hombre duro y frío, de ojos claros y mirada helada.
El hombre la intrigaba además de irritarla; lo había pescado en varias oportunidades estudiándola en secreto, como si quisiera adivinar alguna intención oculta en su interior pero, cada vez que ella había intentado acercarse, una mirada despectiva había frenado el avance, dejándole un sabor amargo en la boca y una firme determinación en la voluntad.
Su hermano notó enseguida sus intenciones y le advirtió sobre lo que intentaba hacer, pero no lo escuchó, estaba decidida a hacerle tragar los desplantes.
Esa noche, sentados sobre unos troncos desparramados por el suelo, el grupo comió en silencio el guiso frío de arroz y pollo que quedaba del mediodía. No se atrevieron a calentarlo por si alguna patrulla cercana sentía el olor a humo o a comida.
Una vez más, mientras se llevaba el tenedor a la boca, notó sobre ella los ojos de hielo y alzó la cara en un gesto desafiante y le sonrió.
Esta vez, el líder no apartó la mirada advirtió, en cambio, un brillo burlón en sus ojos y una curva despectiva en la comisura de sus labios. No le importó, sabía que era la última oportunidad que tendría antes de que abandonaran el lugar por la mañana y pensaba aprovecharla.
Como su guardia comenzaba a las cuatro se retiró a dormir temprano, aún sabiendo que su cuerpo excitado no se relajaría fácilmente y le impediría el descanso.
A pesar de todo en algún momento de la noche, el sueño la venció y sin darse cuenta cerró los ojos y se quedó dormida.
Un ruido apagado la despertó a las tres de la madrugada, sobresaltándola. Miró a su alrededor, intentando captar algún cambio en el ambiente, pero sólo notó el sueño tranquilo de sus compañeros, confiados en los centinelas que los cuidaban. Supo que sería imposible volver a conciliar el sueño y resignada, levantó el fusil del suelo y se dirigió a su puesto en la guardia, abriéndose paso entre la densa vegetación.
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