Mercedes Fernández-Martorell - Ideas que matan
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- Libro:Ideas que matan
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2012
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¿Por qué tantos hombres se obstinan en destrozar psicológica, física y socialmente a la pareja? ¿Qué organización social es la que aún hoy sigue propiciando que se ejerzan esas prácticas? En Ideas que matan, la antropóloga y especialista en temas de violencia machista, Mercedes Fernández-Martorell, narra sus investigaciones sobre por qué algunos hombres maltratan y matan a la pareja. Las relaciones que se elaboran entre poder y construcción de la diferencia de sexo permiten observar los motivos de este destrozo entre humanos.
Mercedes Fernández-Martorell
ePub r1.2
marianico_elcorto 31.08.18
Título original: Ideas que matan
Mercedes Fernández-Martorell, 2012
Imagen de portada: Pia Larramendi
Diseño de portada: Alfonso Rodríguez Barrera
Retoque de portada: Piolin
Editor digital: marianico_elcorto
ePub base r1.2
A Ángela Rosal y Carlota Frisón
MERCEDES FERNÁNDEZ-MARTORELL (Barcelona, 25 de noviembre de 1948). Es licenciada en Historia Moderna, Doctora en Antropología Social por la Universidad de Barcelona, y desde el año 1980 es profesora titular de Antropología en esa universidad, donde imparte cursos sobre Antropología Urbana y sobre Antropología y Feminismo.
Los prolegómenos
Martes, 22 de mayo del año 2001
Aunque aquella idea, años después, resultó ser un éxito, cuando la improvisé ante los miembros de la comisión mixta del Senado, opiné que había sido muy desacertada. Sin embargo, mantuve mi ardiente perorata aun al agacharme para recoger del suelo un bolígrafo que me había caído mientras hablaba. Los senadores rieron amistosamente cuando desaparecí de su vista para recuperarlo.
Había acudido a Madrid, desde Barcelona, para informar como profesional de la antropología sobre cuáles podían ser las mejores medidas a adoptar ante el maltrato a tantas mujeres por parte de la pareja hombre. Demandaron mis servicios porque a una señoría le habían dicho que era experta en el tema y había pedido mi colaboración.
Al finalizar la sesión, la presidenta, una mujer que sorprendía por su eficacia organizando y dirigiendo la participación de los asistentes, agradeció la comparecencia y el beneficio de la intervención. Por mi parte, expuse las reflexiones que había preparado y algunas que improvisé. Abominé esa maldita costumbre que me caracteriza de tener ocurrencias insólitas al hablar en público y de lanzarlas sin haber reflexionado concienzudamente sobre ellas.
Me sentía cualquier cosa menos satisfecha.
Es capital para nuestra especie rememorar que todas nuestras prácticas sociales nos las hemos inventado: el freír un huevo, la manera de saludar o la de humillar a alguien.
Si algo soy capaz de analizar es la correlación que existe entre nuestras actividades sociales y la construcción y recreación de nuestra identidad. Porque es esencialmente con nuestras prácticas como autoconstruimos nuestro significado. A las mujeres y a los hombres, nada más nacer, nos transmiten directrices diferenciadas para incorporarnos a nuestro entorno, y esos son mandatos que fundamentan la identidad individual.
Por aquel entonces, cuando informé al Senado, entendía que tanto el maltrato de algunos hombres sobre sus parejas como la resignación de muchas mujeres a padecerlo en silencio, radicaban ahí, en la sociedad, en el modo en que enseñamos a los nuevos actores a adscribirse a la vida colectiva.
El primer trabajo de campo como antropóloga lo realicé en los años setenta del siglo XX y el tema de investigación sobre el que trabajé fue circunstancial. Como tenía una hija recién nacida y me impuse estudiar a protagonistas de la ciudad en la que vivía, Barcelona, investigué sobre los judíos que residían en España. Aquel fue el tema que me sugirió el director del Departamento de Antropología donde trabajaba.
Durante cerca de siete años me dediqué a entrometerme en la vida de aquellas amables y huidizas personas. Investigué su manera de vivir hasta la hartura. Centré el objetivo en averiguar cuándo una mujer alcanzaba la cualidad de judía y cómo y cuándo una mujer y un hombre adquirían, para su sociedad, la cualidad de buenos representantes de su pueblo.
Comencé la investigación acudiendo al recinto que tenían los judíos de Barcelona como lugar de encuentro, y al tercer día su secretario, algo molesto por mi insistente presencia, dijo:
—Pero, bueno, ¿tú qué quieres?
Respondí una vez más lo que le había dicho tantas otras veces y no quería oír:
—Soy antropóloga y quiero estudiar la vida que llevan los judíos en esta parte del mundo.
Reconozco que además de incauta fui torpe. No pensaba cejar en mi empeño, ya que aquella investigación era la que me iba a permitir doctorarme y adquirir estabilidad en el puesto de trabajo de la universidad. Su respuesta aquel día fue enérgica: —Pues bien, nada de nada. Aquí no tienes nada que hacer. Han venido periodistas a entrevistarnos, he recibido a investigadores de la historia del pueblo judío y he atendido a muchas personas interesadas en nosotros, pero nunca ha venido nadie que se dedique a… ¿cómo dices? ¿Antropóloga?
—Sí —respondí.
—¿Y a qué os dedicáis las gentes de la antropología?
Comenzamos, de nuevo, una conversación difícil y extraña hasta que afirmó:
—Yo ya sé lo que tú quieres.
—¿Ah, sí? ¿Y qué cree que quiero?
—Creo que tú piensas que eres de origen judío y vienes por aquí para que yo busque y arregle todo lo necesario para que se te reconozca como tal. Y te digo una cosa, es muy difícil lo que pretendes, casi imposible. He atendido a muchas personas como tú y no tienes idea del trabajo que te espera.
Entonces, tranquilamente, le pregunté:
—¿Cómo lograría usted averiguar si soy o no judía?, ¿qué debería hacer en el caso de que esas fueran mis intenciones?
Por primera vez me miró directamente a los ojos. Hizo una pausa; respiró hondamente y con cierto aire cansino, pero convencido de que mis palabras confirmaban sus sospechas, dijo, intentando ser amable:
—Veamos, ¿cuál es tu verdadero nombre? Sabía de sobra mi nombre ya que cada día tenía que enseñarle el carnet de identidad al guardia de la puerta, a su ayudante y a él mismo, y todos lo apuntaban en una libreta. Así que le repetí el nombre que ya conocía. Me miró con desconfianza y dijo:
—No te entiendo, ¿tú qué quieres en realidad? Aproveché la ocasión para lanzarme a hacerle preguntas importantes para mi propósito. Afirmé que no pretendía lo que él decía, pero que estaba muy interesada en conocer, por ejemplo, si él sabría distinguir a una mujer judía entrando por la puerta. ¿Qué debía hacer una mujer para ser reconocida como judía?
Aquel fue el inicio de largas conversaciones con él y con muchas otras personas judías acerca de las costumbres, leyes matrimoniales y de afiliación. También hablé con ellos sobre la conversión al judaísmo, el divorcio, las adopciones y otras muchas estrategias ideadas por su pueblo para su convivencia. Cabe decir que supe, desde el inicio del proyecto, que la comunidad que constituía el objeto de estudio se autodefinía como conservadora.
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