CARTAS EN LA TORMENTA
Bridget Asher
Traducción de María Altana
Título original: All of Us and Everything Traducción: María Altana
1.ª edición: abril, 2016
© 2015 by Bridget Asher
© Ediciones B, S. A., 2016
Consejo de Ciento 425-427, 08009 Barcelona (España) www.edicionesb.com
ISBN DIGITAL: 978-84-9069-411-4
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Contenido
Para mis hermanas: las de nacimiento
y aquellas que he ido encontrando por el camino.
Os quiero a todas
EL PRÓLOGO
En el cual Augusta Rockwell intenta enseñar a sus tres hijas a dirigir una tormenta instrumentada cual música clásica.
VERANO DE 1985
Una tarde de junio de 1985, Augusta Rockwell reunió a sus hijas —Esme, Liv y Ru— y les pidió que se colocaran en hilera frente a la ventana de cristales emplomados del tercer piso de la antigua casona victoriana de Asbury Avenue. Les entregó unas pequeñas batutas blancas de madera de abedul con pomo de corcho en forma de pera y, mientras por el este venían negros nubarrones que oscurecían el cielo de Ocean City, en Nueva Jersey, les informó de que iba a enseñarles a ser directoras, pero no de orquesta sino de tormentas.
—Las tormentas son una forma de definir a la gente —les dijo Augusta a sus hijas mientras les enderezaba los hombros al verlas reflejadas en los cristales de la ventana—. Hay personas que aman las tormentas, otras que las temen y otras que las aman porque las temen.
La casa de Asbury Avenue había sido el hogar de varias generaciones de la familia Rockwell. Estos Rockwell, que no tenían parentesco alguno con Norman Rockwell, pintor célebre por sus ilustraciones de la vida norteamericana, habían hecho su fortuna en la industria pesquera, y luego, después de que muchos de ellos perdieran la vida en alta mar, con la venta de armas y municiones, y por último, después de que muchos de ellos murieran en las guerras, con la banca y las transacciones financieras. Augusta les había hecho saber a sus hijas que ellas eran, por vínculo y transmisión hereditaria, saqueadoras del mar, especuladoras que habían sacado provecho de las guerras y, finalmente, negociantes por mera codicia.
La tercera planta de aquella casa consistía en una amplia habitación con un vestíbulo que daba a una escalera. Allí las niñas se divertían haciendo todo tipo de sonoridades, como corear la música de los Duran Duran o bailar claqué, pues la resonancia era estupenda. En uno de los extremos, había una larga mesa de caoba antigua, que ocupaba el ancho de la habitación, con sillas alrededor, disparejas, que provenían de distintas épocas de las pasadas generaciones de Rockwell. Colocado en el centro de la mesa había un tocadiscos y junto a él, bien ordenada, una colección de vinilos. También había una pila de novelas de misterio de Nancy Drew, las favoritas de las niñas, exhumadas de la biblioteca: tres grandes estanterías que ocupaban toda una pared de la primera planta.
Es importante mencionar que Esme, la mayor, había leído, en su orden, todas las obras de Nancy Drew y en la carátula interior de cada una había anotado sus iniciales y el tiempo que le había llevado leerla. También Liv, y solo porque era competitiva, había puesto sus iniciales y marcado sus tiempos de lectura, pero al final dejó de leerlas, salvo como tarea. Ru, la menor, leía sin prisas y por placer, y, a veces, por rencor, cambiaba las anotaciones de sus hermanas haciendo más lentos sus tiempos de lectura.
La habitación del tercer piso también había servido como sede de las reuniones mensuales del Movimiento de Honestidad Personal, un grupo nuevo que Augusta había creado aquel invierno. Había concluido unas semanas antes a causa de una acalorada discusión, cuya cacofonía resonó en la vasta estancia. Sus seguidoras —en pleno auge del movimiento solo fueron cuatro además de sus hijas— le escribieron una carta furibunda en la que le reprocharon su obstinada reserva, y el grupo se disolvió. Augusta prefería hacer declaraciones de honestidad personal un tanto vagas, lo cual decepcionó a sus miembros, quienes habían depositado sus esperanzas en una especie de movimiento abocado a la sinceridad de las confesiones.
El final abrupto de su movimiento la había perturbado muchísimo y no era una coincidencia si en ese momento se había puesto a enseñar a sus hijas a dirigir tormentas. Era, en definitiva, una tentativa de controlar lo incontrolable.
Y su decisión de enseñar a sus hijas a dirigir una tormenta también tenía que ver con el hecho de que ellas nunca habían conocido a su padre. Augusta y él jamás se habían casado. Esto hacía que la familia no tuviera aparentemente ataduras; estaban desligadas unas de otras de un modo que Augusta no hubiera podido prever.
Pero, como no tenía muy claro si había alguna relación entre estas cuestiones, no podía hacer una Declaración de Honestidad Personal al respecto.
Augusta echó un vistazo a los nubarrones y a las olas que se divisaban a través de los cristales y, reflexionando sobre cuál podía ser la tormenta que se avecinaba y qué composición musical la expresaría mejor, escogió uno de los álbumes que había sobre la mesa. Se oyó un trueno en la distancia.
Liv estaba mirando abajo, a los turistas: una adolescente en bikini fosforescente se toqueteaba con el pulgar para apartar la tela que se le metía en la nalga; un chico, en bermudas a cuadros de surfista, acomodaba una nevera portátil y dos sillas playeras de plástico color naranja en el asiento de atrás de su descapotable. Liv no quería dirigir una tormenta. Quería dirigir a otros seres humanos. «Llévame contigo», pensó.
Esme daba golpecitos con la batuta en la ventana.
—¿Qué tipo de personas somos nosotras en relación con las tormentas? —Había estado pensando en iniciar un movimiento propio, pero completamente distinto al de su madre.
—No somos un tipo —les dijo Augusta—. Es una forma de definir a otras personas. Nosotras no somos otras personas.
El paso de Esme por el segundo año del instituto había puesto en entredicho esa convicción profunda de su madre. Era como si Esme fuera la otra persona de otras personas. En su diario había escrito: «Me siento otramente.» Era una autoevaluación negativa.
—Nosotras no somos otras personas porque somos nosotras —afirmó Ru.
Como su madre y sus hermanas no sabían con exactitud si era una ingenua o una tonta —después de todo era la pequeña— o si era profunda, casi nunca le hacían caso.
Liv apoyó la frente contra el cristal, con la mirada perdida en el paisaje. Se preguntaba qué clase de persona sería ella si pudiera elegir entre todas las clases que había en el mundo. Estaba impaciente por ser otra. Quizá muchas personas distintas.
Augusta extrajo el vinilo de su funda de papel y lo puso en el tocadiscos.
La púa chirrió suavemente.
—¡Arriba las batutas! —ordenó Augusta.
Las niñas levantaron las batutas todas al mismo tiempo como si lo hubieran hecho mil veces antes. La Sinfonía fantástica de Héctor Berlioz llenó el aire, suavemente al principio, y, casi de forma innata, las chicas empezaron a mover sus batutas al compás de la música.
—¡Los ojos puestos en el cielo, en las olas! —dijo Augusta mientras ocupaba su puesto en la cuarta ventana. Las niñas no se hicieron de rogar. Comprendieron que asumían el control de lo incontrolable y no veían nada malo en ello.
Augusta por su parte sabía que les estaba proporcionando un mecanismo de supervivencia. La vida es tan indomable como las tormentas. Aun la apariencia de control puede hacer que uno sienta que realmente controla.
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