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Guillermo Cabrera Infante - Mapa dibujado por un espía

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Guillermo Cabrera Infante Mapa dibujado por un espía

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Mapa dibujado por un espía

******* ******* acostumbraba a sentarse, por un falso sentido democrático, al lado del chofer. Pero esa tarde del primero de junio de 1965 Jacqueline Lewy le pidió que si la podían dejar cerca de su casa y él decidió sentarse detrás, junto a la secretaria. Eso le salvó la vida.

El Mercedes subió por la empinada rue Roberts-Jones hasta el rond point de la avenida Winston Churchill, anduvo un rato a la sombra de los plátanos, luego se internó por una de las calles laterales y finalmente dejó a Jacqueline Lewy no lejos de su casa. Ella dio las gracias y las buenas noches en francés y él decidió seguir sentado en el asiento trasero. El auto regresó a la calzada y enfiló hacia la embajada del Chad.

Él iba tal vez pensando en la recepción cuando el auto se detuvo un instante frente a una luz roja, echó a andar de nuevo y él miró hacia delante. Venía un camión atravesando la calle en diagonal, pero el Mercedes seguía avanzando por la calzada. Él le gritó al chofer que parara pero este siguió andando como si no viera al camión, entonces le gritó que acelerara para irse por delante pero el auto continuó a la misma velocidad. De pronto hubo un sacudión, el estruendo de la colisión y un ruido de cristales rotos. Se sintió impelido hacia delante pero dio contra el asiento delantero sin hacerse daño. Los dos vehículos estaban detenidos en medio del cruce de las calles, el camión empotrado al automóvil, cuya parte delantera derecha estaba injertada en dirección del asiento de ese lado. Había visto venir al camión y estaba seguro de que chocarían contra él y en todo este tiempo solamente pensó en las veces que había pensado que esto mismo pasaría tarde o temprano. El chofer, José, no era verdaderamente un chofer sino el marido de la cocinera, ambos recomendados por el club comunista García Lorca como «gente en la que podía confiar». Ya desde el primer día se dio cuenta de que José no sabía conducir pero la embajada tenía que tener un chofer y quizás este aprendería con el tiempo, pese a su inteligencia tan limitada. Pero José no aprendió, evidentemente, y ahora había chocado yendo rumbo a una recepción. Él se bajó del auto y entre la mirada de los curiosos inspeccionó el automóvil por unos instantes: la parte delantera derecha estaba toda destrozada y ahora que el camión daba marcha atrás pudo ver que el daño sería irreparable. Fue en ese momento que pensó que de haber viajado junto al chofer a estas horas estaría mal herido o tal vez muerto: una parte del motor se había incrustado en el asiento derecho pero tanto él como el chofer estaban ilesos. No quería mirar al chofer porque quería que la ira que sentía se le pasara antes de llegar a la recepción. Se limitó a decirle que esperara ahí y cruzó la calle en dirección al café de la esquina, donde entró preguntando por el teléfono y alguien le dijo que Au fond. Llamó a la embajada y le dijo a su mujer, Miriam Gómez, lo que había pasado. No, él no estaba herido y ahora solamente quería el teléfono de Jacqueline Lewy para llamarla y pedirle que avisara a un servicio de reparaciones. Lo hizo y luego salió del café para decirle a José que esperara junto al auto destrozado hasta que viniera el remolque del servicio de reparaciones. Luego llamó a un taxi que pasaba y le dio la dirección de la embajada del Chad. Cuando llegó a la embajada vio que sus manos temblaban imperceptiblemente.

Lo primero que hizo después de saludar al embajador y a la embajadora, de pie junto a la puerta, vestidos con sus trajes nacionales, fue echar mano a un vaso de whiskey que pasaba sobre una bandeja llevada por un camarero lento. Luego se dirigió a un rincón donde estaban varios diplomáticos de los países árabes con los que siempre se reunía, evitando con un saludo de la mano tener que verse enseguida con los representantes de los países socialistas, con los que inevitablemente tendría que formar grupo más tarde o más temprano. Bebió otro whiskey y se sintió mejor. Hizo uno o dos chistes hablando en inglés con el embajador de Iraq y dejó pasar el tiempo. Todavía pensaba en el accidente.

Cuando regresó a la embajada eran casi las nueve de la noche y comentó con Miriam Gómez el accidente, la torpeza de José, y al hacerlo sintió que todavía estaba alegremente mareado. No, no quería comer nada, se había llenado con los bocaditos de la recepción. Lo que quería era acostarse y a las nueve y media estaba ya en la cama, leyendo. Siguió leyendo hasta tarde, mucho después que se durmiera su mujer, y supo que esa noche tendría insomnio y continuó con la lectura hasta bien entrada la madrugada. A las cuatro sonó el teléfono. No tuvo ninguna premonición pero sí lo sobresaltó el sonido del timbre y pensó que de no estar desvelado no habría oído el teléfono sonando debajo en la oficina de la cancillería. Corrió, descalzo, escaleras abajo y descolgó el teléfono. Era una llamada de larga distancia. De Cuba. Reconoció después del saludo y un poco antes de la identificación la voz de Carlos Franqui.

—Oye, que Zoila se enfermó. Está muy grave. Más vale que prepares todo para venir.

—Pero ¿qué es lo que tiene?

—No se sabe. Solamente que está muy grave. Coge el primer avión que salga.

—Pero yo no puedo salir así. Estoy solo en la embajada. Tengo que pedir permiso al ministerio.

—Coge el primer avión que el resto se arregla acá.

Colgó y subió a vestirse. En el reloj sobre la mesita de noche vio que eran las cuatro y media. Le contó lo de la llamada a Miriam Gómez y ella decidió levantarse. Desayunaron, como siempre, en la cocina pero él no comió nada, solamente bebió café negro. Le pidió a Miriam Gómez que le ayudara a poner al día la embajada y a esa hora se sentó a esperar que amaneciera redactando informes de último momento. Pero antes de hacerlo decidió llamar al ministro de Relaciones Exteriores. En La Habana serían las doce de la noche cuando más. Pidió el número a larga distancia y pudo, después de una espera que le pareció interminable, conseguir al ministro Raúl Roa. Le dijo quién llamaba.

—¿Quiay, chico?

—Ministro, me ha llamado Carlos Franqui que mi madre está muy grave y que yo debo regresar a La Habana.

—Pues hazlo, chico.

—Gracias, Ministro, pero ¿cómo hago aquí? Usted sabe que yo estoy solo en la embajada.

—¿No puedes dejar a nadie en tu lugar?

—No hay nadie. Aquí en Bruselas está solamente el agente del ministerio de Comercio Exterior y ese no sabe nada de embajadas. Por otra parte, está el cónsul de Amberes, Guillot…

—Deja a Guillot en tu lugar entonces.

—Pero es que él no tiene estatus diplomático.

—Ah, chico, no te preocupes por esas boberías ahora. Deja a Guillot en tu lugar.

—Muy bien, muchas gracias.

—De nada. Hasta luego.

Le pareció, al colgar, que el ministro Roa estaba durmiendo pero había hablado con él bien despierto. En cuanto amaneciera llamaría a Guillot al consulado de Amberes y a Jacqueline. Siguió redactando informes hasta cerca de las siete, cuando llamó a Jacqueline Lewy, explicándole lo que pasaba y pidiéndole que viniera cuanto antes, que necesitaba hacer las reservaciones de avión. Jacqueline llegó al poco rato y comenzó a pasar los informes no confidenciales en limpio. Él siguió redactando y copiando informes y tratando de que el trabajo le disipara la congoja que sentía en el pecho.

Jacqueline llamó a las líneas de aviación. Las únicas rutas posibles a La Habana eran vía Madrid o vía Praga. El avión de Madrid no saldría hasta dentro de dos días, mientras que el avión de Cubana saldría desde Praga al día siguiente, permitiéndole estar en La Habana el viernes. Había un inconveniente que era el vuelo a Praga. No se podía hacer directamente hoy pero había una conexión en Holanda. Tendría que volar de Bruselas a Ámsterdam y de Ámsterdam a Praga. Decidió hacerlo así y luego pidió una llamada a Madrid para hablar con su hermano Sabá.

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