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Giulia Quaggio - La cultura en transició

Aquí puedes leer online Giulia Quaggio - La cultura en transició texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2014, Editor: Alianza Editorial, Género: Historia. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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  • Libro:
    La cultura en transició
  • Autor:
  • Editor:
    Alianza Editorial
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    2014
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La cultura en transició: resumen, descripción y anotación

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El cambio político a través de la cultura y el arte. Este libro aborda el proceso de transició a la democracia en España a partir de las acciones políticas del Ministerio de Cultura, heredero del franquista y censor Ministerio de Informació y Turismo. La política cultural, como ya se dieron cuenta Manuel Fraga Iribarne y Pío Cabanillas en la etapa final de la dictadura, representó un ingrediente central del proceso de democratizació.

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Giulia Quaggio

La cultura en transición

Reconciliación y política cultural en España, 1976-1986

Las fotos ns 5 6 10 y 17 proceden del Ministerio de Educación Cultura y - photo 1

Las fotos n.ºs 5, 6, 10 y 17 proceden del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, Archivo General de la Administración (AGA):

Fondo Medios de Comunicación Social del Estado (MCSE), signaturas:

F-00360-010-004 y F-03998-009-001; Fondo Ministerio de Información y Turismo, signaturas:

IDD (03)052.118, caja 79357 y IDD (03)052.1118, caja 79320

Las fotos n.ºs 21 y 22, proceden de la Biblioteca Nacional de España (BNE)

Las fotos n.ºs 8 y 23 pertenecen al Archivo del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte. Archivo Central. Secretaria de Estado de Cultura, signaturas: AC 90384, exp. 7 y AC 62295, exp. 2

Las fotos n.ºs 1, 2, 3, 4, 7, 9, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 18, 19, 20, 24, 25, 26, 27 y 28 pertenecen a la Agencia EFE

Contenido
PRÓLOGO
José Álvarez Junco

Confieso que cuando me presentó Giulia Quaggio su tema de investigación, me costó algún trabajo sentirme muy interesado. Por mis temas habituales de investigación y enseñanza, estoy acostumbrado a oír propuestas sobre protestas sociales, choques revolucionarios, políticas represivas… acción, en fin, movimiento y tragedia. La política cultural me sonaba, más bien, a operación fríamente planificada y pocas veces imaginativa, de dudosa repercusión en la vida social. Me pareció que, en el proceso de la llamada Transición política española, que condujo de la dictadura franquista al actual sistema democrático, quedaban por estudiar otros muchos aspectos de mayor atractivo antes de prestar atención a la política cultural.

A medida que avanzó su investigación, sin embargo, Giulia supo convencerme del interés de su tema. La política cultural fue un aspecto esencial de aquel proceso porque las divisiones españolas al morir el dictador eran tan profundas que era necesaria toda una reconstrucción del pasado colectivo que sirviera de base para una redefinición de la imagen, de la identidad colectiva, del demos o sujeto básico de la democracia. Esa es la operación se llevó a cabo en los años de la Transición y, tras los avatares que Giulia Quaggio estudia en este libro, culminó con un considerable éxito, al menos a medio plazo.

El descubrimiento de la necesidad de una política cultural que sustituyera a la mera «propaganda» falangista procede, en realidad, del tardofranquismo. Corrió a cargo del Ministerio de Información y Turismo, cartera creada en los años cincuenta y entre cuyos titulares destacó, ya en los sesenta, Manuel Fraga Iribarne, y en la década siguiente Pío Cabanillas, que luego sería también primer ocupante de la cartera de Cultura. Fraga hizo política cultural sobre todo a través de la difusión y el manejo de la televisión pública. Cabanillas se ganó un nombre y un espacio en esta historia gracias a la «apertura» y el «destape», que consiguieron a la vez fomentar y distraer del debate político en los momentos finales de la dictadura. Más tarde, en el quinquenio de UCD, alcanzaría protagonismo Javier Tusell, que solo ocupó la dirección general que luego se llamaría de Bellas Artes pero que hizo sombra a sus superiores, titulares del sillón ministerial, con su política de exposiciones y con la negociación que culminó en el retorno del Guernica.

En los años de la Transición se desarrollaron dos procesos, en principio contradictorios: por un lado, se transfirieron las competencias en materia de cultura a las Comunidades Autónomas —sin conceder gran importancia al asunto; la cultura, para los hombres del Movimiento, era «cosa de chicas»; como los floreros que adornaban las mesas donde ellos discutían de temas serios—; por otro, se creó el Ministerio de Cultura y el gobierno comenzó a desplegar una actividad política amplia y profunda en este campo. A partir sobre todo de la llegada de los socialistas al poder, se produjo un fenómeno inédito en la España contemporánea, cual fue el acercamiento del gobierno a los intelectuales; más aún, el intento de atraérselos para su campo político, por cierto, con notable éxito. Se ampliaron, además, considerablemente los recursos de Ministerio de Cultura, dedicándolos a museos, a premios literarios, a subvenciones al cine y al teatro o a la proyección exterior de la imagen cultural española. Gracias a aquellos recursos se modernizaron las infraestructuras culturales en el país: se crearon museos como el Reina Sofía, se fomentó la gratuidad de los ya existentes y se multiplicaron las exposiciones de pintura de éxito masivo.

La convicción dominante era que se precisaba una cultura democrática, moderna y popular, que desbordase los tradicionales círculos elitistas; de ahí que se llevaran a pueblos y ciudades de provincia actividades antes consideradas de élite, replicando en cierto modo los experimentos republicanos de los años treinta bajo el nombre de «misiones pedagógicas». A la vez, en línea con lo que en la misma época hacía Jack Lang en la Francia de Mitterrand, se trataba de contrarrestar, en nombre de la defensa de la identidad europea, el dominio de la gran industria norteamericana del entertainment, tildada de «consumista».

Los protagonistas de la mayor parte de este trabajo fueron los dirigentes del PSOE que accedieron al gobierno a finales de 1982. Pertenecían a mi generación, la de los hijos de quienes hicieron la guerra, y por tanto la conozco bien —aunque no me refiera ahora, desde luego, a mi caso, pues personalmente me mantuve en la estricta esfera académica—. Formados en la niñez en el nacionalcatolicismo, habían vivido en su juventud un intenso clima antifranquista, alimentado por el jacobinismo leninista y el obrerismo revolucionario. De todo ello hubieron de abdicar de manera casi repentina a principios de los ochenta para adherirse a un pragmatismo a veces descarnado. Y, a la vez que se hizo preciso sustituir el proyecto revolucionario por uno modernizador, hubo que abandonar el internacionalismo para alinearse con quienes defendían la identidad nacional. Lo cual no era sencillo, porque la identidad nacional, a la luz de las tradiciones heredadas, casaba mal con la modernidad. Había que inventar una forma peculiarmente española de acceder a la modernidad; y en eso consistió la operación que este libro describe. Lo que no quiere decir, por supuesto, que fuera un proceso dirigido por algún omnisciente cerebro oculto, sino un camino recorrido a tientas, asumiendo o descartando cada resorte según su eficacia.

La dificultad política de aquel proceso se derivaba del conflictivo legado recibido de los siglos anteriores, en los que habían dominado dos representaciones de la imagen nacional radicalmente incompatibles: la España laico-liberal frente a la católico-conservadora; en términos culturales, el racionalismo progresista heredado de la Ilustración frente a la tradición contrarreformista encarnada en el Barroco. Pero eran tiempos dominados por aquel consenso que permitió llegar a los acuerdos políticos básicos de la Transición. Y ese mismo clima constructivo —que duró hasta el inicio de los noventa— hizo posible también la política integradora en el terreno cultural.

Podría imaginarse que aquel acuerdo cultural se limitó a reivindicar una «tercera España» que habría intentado evitar o se habría mantenido al margen de las pugnas fratricidas del pasado. Es cierto que tanto Jovellanos como Ortega o Marañón, que podrían encarnar esta vía intermedia, fueron personajes exaltados en aquellos años. Pero no bastaban, porque esa tercera vía político-cultural, con ser admirable, era tan excepcional que había que buscarla con lupa. Una política conmemorativa amplia e integradora exigía celebrar de igual forma los elementos más arraigados de las otras dos. Aunque interpretándolos, eso sí, de una manera intencionadamente no conflictiva. Se celebró, pues, a Fernando de los Ríos, pero más como liberal que como socialista. No se conmemoró en cambio a Pablo Iglesias, ni recibió ningún apoyo oficial el centenario de Marx en 1983. El cincuentenario de la Guerra Civil, en 1986, se recordó con un perfil muy bajo, sin ceremonias públicas; fractura y tragedia eran justo lo opuesto a lo que se quería recordar. Fue festejado, en cambio, el cincuentenario del congreso de intelectuales antifascistas en la Valencia republicana de 1937; no tanto por recordar la guerra como por el hecho de que intelectuales del mundo entero se habían reunido en España y para apoyar a España. Fueron igualmente homenajeados muchos exiliados, a medida que caían las fechas de sus centenarios, en especial los pertenecientes a las fracciones más cultas y moderadas del republicanismo, como los krausistas. Retrocediendo en el tiempo, se reivindicó a una figura tan conflictiva como el padre Las Casas en 1985, decisión que requirió sin duda muchas cavilaciones previas.

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