Índice
Al recuerdo de Ricardo Vigón,
que tanto amó el cine
El autor del libro quiere agradecer su cooperación eficaz
a Marta Calvo y Miriam Gómez, sin cuya colaboración
nada habría sido posible.
Quedamos reconocidos a Revolución por haber permitido la inclusión de los trabajos aparecidos en ese diario en este libro. Nuestra gratitud retrospectiva a Carteles, por la publicación de las crónicas de g. caín en su tiempo.
A todos los que directa o indirectamente colaboraron en estos trabajos de amor por el cine ganados y perdidos –público, empresarios, el crítico no mencionado, el autor cuya cita no lleva firma, la sabiduría de las naciones y por último el folklore: a todos– una vez más, muchas gracias.
... pues el Arte es el más noble intento del hombre para preservar la Imaginación del Tiempo, para hacer juguetes mentales irrompibles, tortas de fango que duren; y aun las obras maestras cuya permanencia les garantiza una autoridad mística sobre todos nosotros están condenadas a la decadencia: una palabra se desliza hasta el olvido, después una frase, luego una idea... Este sentimiento de cosa que desaparece lo he llevado siempre conmigo como crítico; siento que estoy librando una acción de retaguardia, pues aunque cada generación descubre de nuevo el valor de las obras maestras, las generaciones no son nunca las mismas.
C YRIL C ONNOLLY ,
en Enemies of Promise
Sospecho que estoy, más cerca o más lejos, en la misma situación que tú: profundamente interesado en el cine, considerablemente entrenado desde niño en ver películas y en pensar en ellas y en hablar de ellas, y totalmente, o casi totalmente sin experiencia, ni siquiera un conocimiento de segunda mano, de cómo se hacen las películas. Si estoy más o menos acertado en tal presunción, empezamos al mismo nivel y con los mismos inconvenientes, y califico para estar aquí, si es por algo, solamente por dos cosas. Es asunto mío llevar un extremo de la conversación como crítico amateur entre críticos también amateurs. Y seré de alguna utilidad y de algún interés en la medida en que mi juicio amateur sea sensato, estimulante –o iluminador.
J AMES A GEE ,
en Agee on Film
Un niño jamás responde cuando le preguntan qué vas a ser cuando mayor: Voy a ser crítico de cine.
F RANÇOIS T RUFFAUT , entrevistado
RETRATO DEL CRÍTICO
CUANDO CAÍN
por G. Cabrera Infante
Devorado por mi propia resistencia
¿Sería mucho decir, decir que este prólogo se debe no tanto a la insistencia de G. Caín en que lo escribiera como a mi resistencia a complacerlo? Hay un hecho cierto: toda relación es siempre un doble camino. Entre Caín y yo (y no solamente una primitiva buena educación sino su inmensurada egolatría me obligan a ponerle en el primer lugar de la oración) siempre ha habido el mismo violento intercambio que entre el verdugo y su víctima, César y Cleopatra, el café y la leche, Roldán y Caturla, la tradición nos une, la historia nos reúne.
Caín naciendo entre las aguas
Conocí a Caín bien temprano: desde su nacimiento en una palabra. Sé por francas veleidades femeninas y ciertas revelaciones de madrugada que Caín surgió como Venus de entre las aguas: el nombre le vino a su alter ego bajo la ducha. Como el mito se confunde a menudo con la religión, la suma de dos sílabas produjo casi un milagro: un crítico de cine se beneficiaría con tres mil años de propaganda y la sonoridad fratricida de un nombre, aquel que tiene el que «fue cabeza de los hombres impíos». Sólo faltaba rogar que no hubiera lugar a una tribu de cronistas de cine llamados Henoch, Matusael, Jubal y así hasta Tubalcain.
¿Caín es el tercer hombre?
Por alguna oculta mecánica (¿atavismo, Sigmund Freud, el Gran Houdini?), a Caín siempre le gustó la tercera persona: sus críticas adoptaron el tono impersonal desde el principio. Un día se reveló lo que fue calificado por uno que otro connaisseur como «el colmo»: las opiniones aparecían en boca de un tercer hombre en vez de la tercera persona del singular. «El cronista» era quien veía los films: era pues El Cronista quien afirmaba –y firmaba. A veces, la situación recordaba esa figura retórica llamada «echarle el muerto a otro». Otras, la atmósfera crítica se volvía irrespirable, porque el cronista insistía en estar –como Dios y el rey Felipe II– en todas partes. Las más, era pura anticipación: la Nueva Novela francesa acude ahora a idéntico expediente prosaico.
¿Quién mató a Hegel Valdés?
Acuciosamente preguntado acerca del affaire del tercer hombre, Caín dijo: «Puedes decir que es una broma dada a la severidad de la historia. O que es una sátira de las crónicas sociales. O que es un préstamo pedido a La peste». Y añadió con el mismo rictus en la boca que tenía Billy the Kid cuando lanzaba un reto: «Tú escoge».
Un día llegó la injuria en forma anónima. El papel, que estaba firmado por «Un aMigO» que seguramente no lo era, decía: «caÍn nO EScrIBE SUS cRóNIcaS puNTo lAs ESCriBE oTRa PERsoNA cOn EsE misMo noMbrE». Las intenciones eran tan torcidas como la letra.
Yo, por mi parte, adelanto una declaración a la que puedo aventurar por un camino dialéctico: ella puede ser sucesivamente hipótesis, tesis, y antítesis. Hela aquí: esta historia no es verdad ni es mentira, sino todo lo contrario.
La quijada de Caín
Hay una foto de G. (cómo le llamábamos sus amigos, Caincito le decían las mujeres, hay otros nombres, pero sobre ellos es mejor tender un doble manto de discreción y silencio: pertenecen a la intimidad) que lo muestra tal cual es. Aparece sonriendo a carcajadas –si se me permite la expresión y no creo que haya quien no me la permita–, lleva espejuelos negros, en su cabeza un sombrero y sobre los hombros un poncho; está cortado contra una tendedera en la que hay ropa y es mediodía; a lo lejos, en una victrola, en un radio (la música tiene ese sonido de lluvia de frituras de la música rayada por el tiempo y la insistencia) se oye una canción triste como la tarde. Ése es su vivo retrato: sólo le falta hablar (de hecho Caín estaba hablando hasta por los codos y oí cuando su codo izquierdo me dijo una obscenidad).
Pues bien, todo es mentira: no hay foto más falsa. En primer lugar Caín no es un indio boliviano como aparenta en ella. Luego los espejuelos no son negros sino verdes. Se los ha puesto para disimular su miopía y lo ha conseguido: ahora no parece miope: parece ciego. Si lleva en su cabeza un sombrero es para demostrar que la tiene pero el sombrero no es de él, es de Guano. Quitado el sombrero, Caín no tiene otra cosa en la cabeza. El poncho a la espalda es en realidad un lienzo de Wifredo Lam que todavía no se ha convertido en cuadro. Tamaña irresponsabilidad con una obra de arte (y me refiero al hecho de que Caín eche la tela sobre sus hombros) es sólo muestra de un hiriente desprecio por el arte –de ahí su dedicación al cine. He dicho que está «cortado contra una tendedera en la que hay ropa y es mediodía» y debo confesar una leve ligereza por mi parte: la descripción no es verdadera: es por la tarde. ¿He de agregar que esta rocambolesca pasión por los disfraces ha llevado a G. Caín a los más extraños interludios? Me parece que no: sería abundar en la desgracia. Por último, a Caín el primero lo caracterizó su quijada; a nuestro Caín, la ausencia de ella. El primer Caín cometió un mal irredimible por el género humano: inventó el crimen. El segundo Caín hizo un daño casi irreparable al espectador: creyó que había inventado el cine