Unknown - Angustia
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Angustia: resumen, descripción y anotación
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Angustia
Sentimientos encontrados
Daniel González
PRÓLOGO
La fría noche
20 de diciembre de 2007
Voy a morir. Sé que voy a morir. Deseo morir.
Rebeca ya no sentía nada. ¿Cuantas horas llevaba sufriendo? El tiempo se paró cuando, al salir de la fiesta que habían celebrado los compañeros de universidad por la llegada de la Navidad, alguien la asaltó.
Recordaba que iba caminando sola por las frías calles de Madrid. Caía una fina llovizna y ella apresuró el paso. Entonces..., una navaja en el cuello, en una zona oscura de la capital, hizo que su cabeza dejara de razonar. ¿Cuántos eran?; no lo podía saber, pero eran varios, seguro.
La metieron en un coche y le taparon la cabeza con una bolsa de basura. Muchas voces, risas y bandazos durante el corto trayecto.
Rebeca pensaba que la iban a raptar. Lloraba y sentía que el corazón palpitaba con demasiada celeridad. No tardó en darse cuenta de lo que iba a suceder. Una mano comenzó a tocarle el pecho.
Un tiempo después yacía tumbada en una cama. No sentía la boca tras los muchos golpes que había recibido. El cuello lo notaba húmedo, posiblemente de la sangre que salía de su antes bello y maquillado rostro. Al principio notó que la destrozaban por dentro; sin embargo, ya no sentía nada, solo el peso de un hombre sobre ella y las continuas risas a su alrededor.
¿Era un equipo de fútbol completo? Deseaba morir, que aquello acabara lo antes posible.
Otro puñetazo en la cara; este cerca del ojo derecho. Intentó abrir el izquierdo y comprobó que lo tenía hinchado y no podía casi distinguir las figuras que tenía delante de ella.
Más risas. Incomprensión. Angustia. Después, oscuridad.
Pedro Orol miraba a los grupos de gente caminar por las aceras de la ciudad. Eran sus primeras Navidades en el cuerpo y le iba a tocar trabajar casi todas las fiestas. La noche estaba siendo ajetreada y aún no habían podido parar ni siquiera para tomar un simple café.
Su compañero, Andrés Salazar, conducía en silencio buscando una cafetería. Miró su reloj, las dos de la madrugada del 22 de diciembre. Suspiró, aún les quedaba mucha noche.
—¿Paramos aquí? —El silencio se rompió.
Orol dejó de mirar por la ventana y vio que el coche se paraba sobre la acera, frente a una cafetería que parecía estar cerrando. Sin contestar ambos se bajaron del coche.
—¿Se puede? —dijo Andrés al pasar dentro.
Un hombre de unos sesenta años, delgado y con cara de pena, los miró y asintió con parsimonia. Los dos agentes se sentaron en el rincón más alejado de la entrada y pidieron dos cafés con leche.
—Madrid está lleno de gente.
—Sí, y todos en cenas de empresa y de juerga, menos nosotros —admitió Andrés con una ligera sonrisa.
Andrés Salazar era un policía corpulento, moreno y con una estatura de casi dos metros. Su vida la pasaba en el gimnasio por lo que intimidaba con su sola presencia. Llevaba ya varios años patrullando las calles de Madrid y decía que jamás lo dejaría. «El verdadero trabajo policial es este», le había dicho a Orol desde el primer día.
Pedro Orol, por su parte, era nuevo en las calles de Madrid. Llevaba poco tiempo con el cargo jurado y menos aún con Andrés patrullando. Su estatura media, 1.75 m, y su delgadez no hacían de él un policía muy intimidatorio. Por otro lado, era un apasionado del deporte y era cinturón negro de full contact.
—Lo que daría yo por poder andar por ahí con todas esas mujeres —comentó Andrés mientras dejaba un billete de cinco euros sobre el mostrador.
El café estaba ardiendo y, mientras esperaban que se enfriara un poco, los policías se dedicaron a ver a una camarera de unos veinte años y con una buena figura, que recogía las mesas del local.
—Yo dedico estas fiestas a estar con la familia.
—Y yo, pero hay que irse de juerga alguna vez, ¿no?
—Sí, claro, aunque yo ya hace mucho que no salgo, desde que me eché novia.
—Pero si eres muy joven —exclamó Salazar al propinar una palmada en la espalda de su compañero—. Tú te tienes que venir conmigo una noche. Conocerás mundo.
—Yo ya tengo mundo. 24 años me contemplan y he vivido mucho.
Andrés le lanzó una mirada desdeñosa.
—No, te quedan cosas por ver. Yo llevo ocho años en las calles de Madrid y casi todos los días veo cosas nuevas, cosas que a mucha gente no la dejarían dormir por las noches.
—¿Cómo?
—Cuerpos desmembrados al ser atropellados por un tren, chicas violadas salvajemente, peleas que dejan a la gente con cachos de piel suelta o con un ojo fuera de las órbitas, mucha sangre y, sobre todo, mucha miseria; eso da más pena aún.
—Ajá, yo me refería al tema de salir, de las mujeres —comentó Pedro con un tono meditabundo.
—Sobre eso también tienes mucho que aprender —contestó con una sonora risa mientras en el equipo escucharon cómo la emisora los llamaba.
—Adelante para zeta 121 —contestó Orol.
—Diríjanse a la calle San Blas, ahí parece que hay una mujer herida.
—Recibido.
Se bebieron un largo trago de café y dejaron más de la mitad de la consumición por las prisas.
—Siempre te llaman en el peor momento.
El dueño del local golpeó el billete, murmuró que estaban invitados y volvió enseguida a seguir limpiando. Dieron las gracias y salieron rápidamente hacia el lugar.
Orol puso las luces de emergencia y buscó la dirección en el callejero. Jamás habían oído hablar de esa dirección. Cuando la encontró pudo descubrir que estaban muy cerca, pero que era una bocacalle pequeñísima. Al llegar, además, comprobaron que estaba a oscuras.
A lo lejos se escuchaba la sirena de una ambulancia. Orol bajó del vehículo con una linterna en la mano y caminó hacia la oscuridad reinante. Su compañero había dejado el coche patrulla cortando la entrada en la callejuela y había dejado las luces de emergencia encendidas; eso daba un toque extraño a la calle.
Orol tenía un poco de miedo, aún no había tenido ninguna intervención peligrosa y esa oscuridad lo asustaba un poco. Aguantó la respiración y se relajó un poco al escuchar que su compañero se acercaba por detrás.
El haz de su linterna recorrió las profundidades de la calle y, tras un contenedor de obra, pudo ver lo que parecía un zapato y, después de una inspección más intensa, comprobó que una pierna se perdía detrás del contenedor.
El corazón de Orol se paró y tuvo un momento en el que creyó que se iba a desmayar. En ese momento Salazar llegó a su lado y apoyó una enorme mano en su hombro. Eso dio fuerzas al novato, que —con un gesto de la cabeza— señaló su descubrimiento.
La ambulancia sonaba ya muy cerca. Las luces de emergencia del coche patrulla seguían iluminando la escena de manera aterradora. Salazar encendió su linterna y se acercó un poco más a la víctima; Orol lo siguió.
Estaba todo lleno de sangre. El novato recordó un curso de primeros auxilios que había dado en la Academia de Ávila hacía poco tiempo y puso la mano en el cuello de la chica. Mientras trataba de concentrarse en el pulso, observó el cuerpo de la joven y sintió una pena inmensa. Tragó saliva con el fin de no comenzar a llorar como un niño; lo consiguió por poco.
Su compañero se había alejado dos pasos y hacía gestos señalando a los de la ambulancia el lugar al que debían acudir.
—¡Hay mucha sangre! —gritó y Orol pudo ver que también estaba asustado.
Orol se levantó sin haber conseguido captar las pulsaciones. En su fuero interno sabía que aquella muchacha estaba muerta. Se acercó a su compañero y juntos vieron cómo los sanitarios trabajaban para que aquella chica no muriera.
Tras unos minutos intensos vieron cómo subían el cuerpo a una camilla. Tenía una vía puesta y eso dio ánimos a los dos policías.
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