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Estela Chocarro - Nadie ha muerto en la catedral

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Estela Chocarro Nadie ha muerto en la catedral

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Índice

A Fernando, Marco y Chloe

ESCENARIOS DE LA NOVELA
Glosario de personajes Rebeca Turumbay profesora universitaria y empleada de - photo 2
Glosario de personajes

Rebeca Turumbay: profesora universitaria y empleada de la Fundación Gala-Salvador Dalí de Figueres. Llegó a Cárcar buscando sus raíces durante el verano de 2010. Es sobrina segunda de Daniel el Gallardo.

Víctor Yoldi: periodista de Cárcar que trabaja para el Diario de Navarra. Ahora vive en Pamplona y se verá una vez más inmerso en una investigación junto a Rebeca Turumbay.

Daniel González el Gallardo: anciano irónico y arisco que vive en la residencia de Cárcar. Tiene un don natural para la pintura y es el único pariente vivo de Rebeca Turumbay.

Anastasia Chalezquer: anciana de carácter fuerte, aunque sensible, que también vive en la residencia. Compañera sentimental de Daniel el Gallardo.

Patricio el Gitano: amigo de Daniel y compañero de residencia. Primera persona de etnia gitana que se instaló en Cárcar.

Marcelo Agreda: amigo y compañero de Daniel, Anastasia y Patricio en la residencia. Padece demencia senil y siempre está cantando y recitando refranes y dichos del pueblo.

Cristina Zudaire: la joven jefa de patología forense; se verá inmersa en la investigación que realizan Víctor y Rebeca.

Don Gregorio: antiguo cura de Cárcar, ya jubilado. Vive en la residencia de ancianos y está aquejado de cáncer.

Don Veremundo: abad del monasterio de Leyre.

Don Ramiro: párroco de Santa María de Ujué.

Don Javier Ezpeleta: deán de la catedral de Santa María la Real de Pamplona.

Terencio Díaz de Rada Gambarte: abogado contratado por el arzobispado. Un gigante que recuerda a Fernando Romay, el exjugador de baloncesto. Además, es primo del consejero Gambarte.

Sebastián Gambarte Díaz de Rada: consejero de la Diputación, descendiente de la ilustre familia Gambarte.

Ramón Gómara Biurrun: gestor del museo de la catedral de Pamplona.

1
Pamplona, año del Señor de 1085

C reyó escuchar el torpe caminar del padre Menni y su cuerpo se tensó al instante.

Apenas había pasado un día, pero Gastón García no paraba de dar vueltas y más vueltas a aquella disyuntiva. ¿Debía comunicar al señor obispo lo que había visto? Sabía de buena tinta que el padre Menni era la mano derecha de monseñor Pedro de Roda y que delatar al cura podía acarrearle más problemas que beneficios; pero para ser honestos, y él se tenía por una persona muy honesta, afanarse las monedas del obispo era un delito que debía ser castigado, o al menos tenido en cuenta. Podía darse el caso de que algún inocente cargara con la culpa del robo si él no decía lo que sabía. Pero aun así dudaba. Ojalá no lo hubiese visto, se decía preocupado.

El día anterior se había acercado a la casa del obispo para informar de la inminente conclusión de la obra. Un sirviente le indicó que aguardara y entornó la puerta, pero la hoja quedó a mitad de camino y le permitió ver lo que sucedía en dos de las tres habitaciones cuyas puertas estaban dispuestas frente a la de entrada. El obispo se hallaba en la habitación cerrada. Una de las otras dos estaba vacía y la tercera... La tercera era el lugar privado del obispo, donde rezaba y tomaba decisiones, donde recibía visitas importantes y donde, al parecer, guardaba preciosos tesoros y valiosas monedas. En esa habitación el padre Menni estaba robando, hurtando, afanando bienes ajenos... Había muchos modos de decirlo pero tan solo una interpretación posible. Sus miradas se cruzaron un segundo justo cuando el contrahecho hombrecillo se amarraba la saca a la cintura por debajo de la sotana. El sacerdote no podía estar seguro de cuánto había visto el arquitecto desde la puerta de la calle, pero podía sospechar que, si llevaba allí unos instantes, lo había pillado in fraganti. Gastón García quedó demasiado impresionado, completamente sorprendido por la mezquindad del sacerdote como para denunciar su oprobio en ese momento.

El obispo lo mandó pasar a la habitación que se había mantenido cerrada hasta entonces. Gastón García comunicó la buena noticia y el obispo le prometió que al día siguiente recibiría su retribución tal y como habían acordado en un principio. Como muestra de gratitud le entregó una moneda de oro que sacó de un bolsillo oculto de su sotana.

La Santa Madre Iglesia valoraba su capacidad para llevar a cabo las construcciones con el menor número de bajas y sin salirse del presupuesto. Gastón García cumplía, hablaba poco y trabajaba duro. Así era como siempre lo había hecho su padre, y antes de este, el padre de su padre. Los gruesos muros de una vara de ancho harían que ni el frío ni el calor irrumpieran en el recinto. El techo abovedado, igual que la única ventana. Arcos de medio punto, como mandaban los cánones de la época. La construcción, que era su vida igual que había sido la de sus antepasados, evolucionaba tan rápido que apenas había tiempo para la autocomplacencia. Era necesario adoptar los nuevos métodos, las nuevas corrientes. Si no, se quedaría atrás y eso significaría perder el sustento diario.

Apenas un día después del saqueo, mientras esperaba la llegada de su paga, Gastón García daba los últimos retoques a aquella estancia que en muy poco tiempo se destinaría al culto. El sonido de los pasos fue creciendo hasta que el cura estuvo a su lado, escoltado por tres hombres a los que nunca antes había visto. Hombres rudos que lo miraban con desconfianza.

–Ave María Purísima –saludó el sacerdote.

–Sin pecado concebida –respondió el constructor con un nudo en la garganta. Aquella visita no podía significar nada bueno.

El padre Menni se manejaba con dificultad a causa de sus piernas asimétricas, una medio palmo más larga que la otra. Una cuña de madera atada al pie de la pierna corta le ayudaba a andar pero no impedía su aparatosa cojera. Así pues, se acercó con su habitual torpeza hasta casi rozar el oído del constructor y habló en un susurro:

–Vengo a darle la extremaunción.

Gastón García no tuvo ocasión de protestar. El miedo se apoderó de él mientras los tres hombres lo agarraban de los brazos, le metían una mugrienta tela de saco en la boca y le ajustaban a las muñecas unos grilletes unidos a unas gruesas cadenas. Lo arrastraron hasta un pequeño entrante en uno de los muros y dos de los hombres clavaron los grilletes a la pared mientras el tercero, el más fuerte, lo sujetaba. Trató de zafarse, opuso resistencia, pero no había nada que hacer: uno solo de esos hombres ya era el doble de fuerte que él. Después repitieron el proceso con los tobillos. Estaba aterrado pues comprendía que era su fin. «Vengo a darle la extremaunción», había dicho el sacerdote. Así que iban a matarlo, pero... ¿cómo?

Enseguida lo supo. Los tres hombres desaparecieron durante unos segundos para aparecer de nuevo acarreando piedras. Las mismas que él usaba para construir. Las mismas que comenzaron a colocar frente a él creando un diminuto espacio en torno a su cuerpo.

El padre Menni se acercó con sigilo y descubrió un pequeño recipiente que contenía el Santo Óleo. Gastón García no podía hablar. No podía gritar ni moverse. Los ojos fuera de las órbitas, incrédulo ante aquella situación descabellada y cruel. Su mujer estaría preparando la comida en ese momento, una comida que nunca llegaría a probar. Lo esperaría paciente hasta bien entrada la tarde, después acudiría en su busca y la noche caería sobre ella sin noticias de su amado esposo. ¡Y sus tres hijos! Gimió. Tan pequeños todavía... Se le llenaron los ojos de lágrimas. No lloraba por él, sino por su familia, que a partir de ese día quedaba indefensa.

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