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Jose S. Isbert - El fantasma de la catedral

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Jose S. Isbert El fantasma de la catedral
  • Libro:
    El fantasma de la catedral
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  • Año:
    2016
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El fantasma de la catedral: resumen, descripción y anotación

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El Fantasma de la Catedral

Libro I

« LA VENGANZA DEL FANTASMA»

José S. ISBERT

Mistress Bridget Raghnall

La lluvia azotaba el porche de la Catedral en ráfagas constantes. El cielo plomizo auguraba una noche de aguaceros. Un perro famélico cruzó la plaza. Al llegar a un portal husmeó el aire, ladró y huyó hacia los arrabales. Algo le había inquietado.

Un relámpago iluminó el horizonte, seguido de un trueno espantoso. Mistress Bridget Raghnall cerró apresuradamente la puerta de la sacristía. Santiguándose para conjurar los demonios culpables de la tormenta, encendió un candelabro con mano insegura. Estaba empapada.

Se retiró el pañuelo. Llevaba el pelo, canoso y lacio, pulcramente recogido en un moño, lo que aumentaba la dureza de sus rasgos. De su sobrio traje negro sobresalían las puntillas de encaje de las mangas. Era una mujer madura, poco agraciada por la naturaleza y de temperamento austero.

Como todas las semanas, debía encerar la hermosa mesa de roble, la biblioteca y los sillones del despacho del Arzobispo, situado en la primera planta. Bridget abrió un armario que había sobrevivido al paso de los siglos, desde que San Agustín fundara la Catedral de Canterbury en los albores del siglo VI. Se procuró un paño de batista y una caja de cera de abeja.

Su mirada resignada se dirigió a la escalera. Su estómago se contrajo. Tenía miedo.

La madera del primer peldaño crujió, y retiró el pie con un sobresalto. Los muros rezumaban humedad. La vidriera daba poca vida a las tinieblas. Emprendió el ascenso con el alma en vilo. Al llegar al rellano se detuvo. El silencio era agobiante.

Bridget observó el marco cubierto de telarañas del espejo. Oscuras manchas de orín cubrían las volutas de un dorado añejo. El tiempo había dejado patina.

Cuando se vio reflejada sus labios se crisparon. A pesar del frío y de la humedad, sudaba.

Un relámpago se plasmó en el cristal viciado por el estaño. El trueno hizo temblar los muros.

Un destello reveló la presencia de una sombra a sus espaldas. Bridget gritó y se volvió. Estaba sola en la torre.

Su mano rozó el cristal, en el que sus dedos se hundieron.

Un lamento rompió el silencio. Venía del lado opuesto del espejo, y precedió a la silueta que se manifestó bruscamente.

Un sombrero de fieltro oscuro con una pluma de ganso. Dos labios finos y fríos. Un maxilar cuadrado. Un cuerpo esbelto vestido con ropas de una época olvidada. Una capa sombría y un cinto de cuero del que pendía una espada. Dos botas de caña alta sucias de barro.

Y dos manos huesudas que avanzaron hacia su garganta. Mistress Raghnall sintió la mordedura cuando apretó su cuello. Un aliento fétido. Abandonándose a su asesino se desplomó, golpeándose la cabeza contra los peldaños.

Sir Thomas había planificado su venganza hasta en los detalles más nimios. Un mecanismo perfecto.

Abandonando el tejado de la Catedral tomó la red de pasadizos olvidados desde el gran incendio de 1174. Conducían a puertas y paneles imbricados en la marquetería, utilizando engranajes simples.

Al llegar al espejo ofrecido por el Prior Henry de Eastry para decorar la que fue llamada más tarde «Torre Bell Harry», Sir Thomas esperó, oculto en la penumbra. La esposa del diácono no tardaría en manifestarse.

Cuando Mistress Raghnall apareció en el rellano su mirada se clavó en la suya.

Sir Thomas extendió los brazos para estrangularla.

Bridget no supo calcular el tiempo que permaneció en el limbo. Abrió los párpados todavía aterrada. Siguió el filo de las paredes hasta llegar al friso. El techo desaparecía en la oscuridad.

Tenía que sobreponerse. Se levantó apoyándose contra el muro. Armándose de coraje, tomó el pasillo que conducía al despacho del Arzobispo.

La serenidad del lugar la tranquilizó. Olía a incienso, a tinta y a cuero. Sus gestos fueron precisos. El trapo untado se deslizó prestamente sobre el mobiliario. El agradable olor de la cera se mezcló con los residuales.

Mistress Raghnall lanzó una ojeada satisfecha al despacho recién limpiado.

Enseguida encontró una nota disonante. La sangre se retiró de sus mejillas mientras que unas gotas de orina mojaban sus decorosas bragas.

El retrato de Highmore Skeats , organista de la Catedral desde 1803, estaba colgado en el centro de la biblioteca. Mistress Raghnall lo conocía. El músico desaparecido tenía un rostro anguloso y divertido, con los pómulos sonrosados y un bigote distinguido. Lucía un águila dorada en el ojal de su levita.

Los ojos que seguían sus movimientos ahora eran tan insidiosos como despiadados. La tez, cetrina y amarillenta. La boca, una línea roja apretada. Un sombrero de fieltro oscuro con una pluma de ganso había remplazado al elegante bombín del organista muerto .

La esposa del decano dio un paso atrás, y después otro. Sus manos buscaron el pestillo de la puerta, que se cerró a sus espaldas con un golpe seco.

Giró en redondo y se aferró al pasador. El aire gélido atenazó su espalda, seguido de un penetrante olor a materia putrefacta.

De pie sobre la mesa del Arzobispo, Sir Thomas apartó la capa para liberar su acero.

Primero el retrato del organista. La espada silbó, acompañando su macabra danza. Madera y lienzo fueron desmenuzados en un instante. Volaron esquirlas de encina y trozos de tela pintada.

Sin un segundo de respiro la silueta se abalanzó contra la biblioteca. Los libros acumulados durante siglos fueron presa de su rabia.

Siguieron los valiosos tapices, las alfombras de Persia y las cortinas de seda. El mobiliario tampoco resistió al despliegue de su ira. El acero toledano se clavaba y desgarraba, arrancaba y fracturaba.

El aire se volvió irrespirable, saturado por esencias venidas de tiempos inciertos. La piedra arañada por el metal ostentó su color original antes de ser tallada.

Cuando el torbellino se aplacó, Sir Thomas se irguió en el centro del despacho.

Mistress Raghnall se derrumbó. Sus piernas no pudieron sostenerla. Su mente sencilla cedió ante lo incomprensible, perdiendo lo que quedaba de su cordura. Babeó, riéndose a carcajadas.

Levantándose las faldas, ofreció sus muslos macilentos al que consideró su amo.

Sin siquiera mirarla, Sir Thomas se desvaneció en lo que fue un retrato.

Los monaguillos encontraron a la esposa del diácono bailando medio desnuda en el ábside de una nave.

El Comisario Zacary

Alexander Zacary, comisario de Su Graciosa Majestad, tomaba apretadas notas en su agenda de cuero. Reinaba el caos en el despacho del Arzobispo. Los desperfectos tardarían en repararse, sin contar con los valiosos libros y objetos irrecuperables.

El decano Raghnall, marido de la única testigo de los hechos, estaba presente. El sudor corría por sus mejillas.

Zacary jamás se había visto confrontado con un caso tan extraño. ¿El acto de una desquiciada? ¿Venganza contra el Arzobispo? ¿Tensiones entre católicos y protestantes? ¿Profanación acompañada de vandalismo?

La primera de las hipótesis merecía contemplarse. Bridget Raghnall estaba sentada junto a su marido, con las manos atadas sobre su regazo. Alexander Zacary temía que, en un nuevo ataque de demencia, se abalanzara contra cualquiera o tratara de suicidarse.

Dudaba que la frágil y abatida señora dispusiera de la fuerza necesaria para haber ocasionado tan tremendos desperfectos. Pero no descartaría ninguna eventualidad antes de cerciorarse.

Su interrogatorio a la testigo fue breve. De los labios de la esposa solo se escaparon monosílabos obscenos.

A continuación le llegó el turno al marido

-Le escucho, decano.

-Vivimos cerca de la Catedral. Cuando trajeron a mi esposa se reía como una loca. Trataba de… digamos… molestar a los jóvenes que la socorrían. Le dimos en casa unas friegas severas y se le aplicaron ventosas. Está más tranquila ahora.

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