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Louis Charpentier - El enigma de la catedral de Chartres

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Louis Charpentier El enigma de la catedral de Chartres
  • Libro:
    El enigma de la catedral de Chartres
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1966
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El enigma de la catedral de Chartres: resumen, descripción y anotación

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En el interior de la catedral de Chartres a occidente de la parte baja del - photo 1

En el interior de la catedral de Chartres, a occidente de la parte baja del crucero sur, hay una piedra rectangular, empotrada al sesgo en las otras losas, cuya blancura resalta netamente sobre el matiz gris general del enlosado. Esta piedra está marcada con una espiga de metal brillante, ligeramente dorado. Y cada año, el 21 de junio, un rayo de sol cae exactamente sobre la blanca piedra.

Esta particularidad es señalada por todos los guías y aceptada como una rareza, una diversión del enlosador, del vidriero o del constructor… Pero no; se trata de algo más que de una diversión o un capricho. Es, simplemente, un enigma.

Louis Charpentier El enigma de la catedral de Chartres Otros Mundos - 35 ePub - photo 2

Louis Charpentier

El enigma de la catedral de Chartres

Otros Mundos - 35

ePub r1.1

Titivillus 30.11.16

Título original: Les mystères de la cathédrale de Chartres

Louis Charpentier, 1966

Traducción: Domingo Pruna

Ilustraciones: Archives Photographiques, Colección del autor, Giraudon, Jean Feuillie, Jean Roubier, Photothèque Française

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

Notas 1La Mythologie franaise 2Les Noms de lieux Los nombres de - photo 3

Notas

[1]La Mythologie française.

[2]Les Noms de lieux (Los nombres de lugares).

[3] Régine Pernoud: Les Grandes Époques de L’Art en Occident, Editions du Chêne, 1954.

[4] Jean Taralon: Lumiéres, 1962).

[5]Envoûtement significa hechizo, embrujo. Voûte significa bóveda.

[6] Fulcanelli: El misterio de las catedrales, Plaza & Janés, 1968.

[7] Talleres.

[8] Del Medico: Los Manuscritos del mar Muerto, según Yom. 52b.

[9]Ibídem.

[10] René Merlet: La Cathédrale de Chartres.

[11] «Parlanchinas».

[12] Julliard, editor.

[13] «Redondeles de Hadas».

[14] Régine Pernoud: Les grandes époques de l’Art en Occident, Éd. du Chêne.

[15] Lucien Carny, en Atlantis, núm. 222.

[16] «Albañiles».

[17] John Charpentier: L’Ordre des Templiers.

[18] Plaza & Janés, S. A., 1969.

[19] Marcel Moreau: La tradition celtique dans l’Art roman.

Una mancha de sol

En el interior de la catedral de Chartres, a occidente de la parte baja del crucero sur, hay una piedra rectangular, empotrada al sesgo en las otras losas, cuya blancura resalta netamente sobre el matiz gris general del enlosado. Esta piedra está marcada con una espiga de metal brillante ligeramente dorado.

Ahora bien, cada año, el 21 de junio, cuando luce el sol, lo que suele acontecer en esa época, un rayo bate, a mediodía exactamente, la blanca piedra; un rayo que penetra por un espacio practicado en el vitral denominado de Saint-Apollinaire, el primero del muro oeste de ese crucero. Esta particularidad es señalada por todos los guías y aceptada como una rareza, una diversión del enlosador, del vidriero o del constructor…

El azar me llevó a Chartres un 21 de junio, y quise ver «aquello» como una de las curiosidades del lugar.

A mi parecer, el mediodía local debía situarse entre la una menos cuarto y la una menos cinco de nuestros relojes… Y fue efectivamente en aquel momento cuando el punto luminoso se instaló sobre la losa.

Un rayo de sol que, en una cierta penumbra, hace una mancha sobre un pavimento, ¿qué tiene de extraño? Son cosas que se ven a diario…

No obstante, no pude desasirme de una sensación de extrañeza.

Alguien, en tiempos, había dejado un espacio vacío, un minúsculo espacio vacío, en un vitral… Otro se había preocupado de escoger una losa especial, una losa diferente de las que constituyen el suelo de Chartres, más blanca, a fin de que fuese notada. Se había tomado el trabajo de labrarle, en el enlosado, al sesgo, un sitio, a su tamaño, donde insertarla; se había tomado el trabajo de practicar en ella un agujero para fijar aquella espiga que no señalaba ni el centro de la losa ni ninguno de sus ejes.

Se trata de algo más que de un capricho del enlosador. Un enlosador no hace un agujero en un vitral para que el sol se pose, unos días al año, en una piedra…

Un vidriero tampoco transforma un enlosado para ilustrar el olvido de una partícula de vidrio en el vitral que acaba de colocar…

Una voluntad concertada había ordenado aquel conjunto. Enlosador y vidriero habían obedecido a una orden. Y aquella orden había sido dada en función de un tiempo: el único momento del año en que el rayo de sol puede dar en la losa es el solsticio de verano, cuando el sol alcanza el cenit de su carrera hacia el Norte. La orden había sido dada por un astrónomo.

Y aquella orden habla sido dada en función de un lugar: la piedra está situada en la prolongación del muro sur de la nave, en el centro de la parte baja del crucero —pero no exactamente en el centro—, y la inclinación de la piedra había sido, con toda evidencia, deliberada; el lugar había sido escogido por un geómetra.

Cuando ese pequeño juego del «sol sobre la losa» durante el solsticio de verano se produce en una de las catedrales más veneradas de Occidente, en uno de los sitios más destacados y de más renombre de Francia, la idea del enigma se adueña de vosotros.

Se adueñó de mí.

¿Qué era aquello que se evadía del «bien pensar», del catecismo, de la teología o de la leyenda dorada? ¿Cuál era aquella advertencia?

Y todo se me tornó súbitamente lleno de misterio. La catedral cobraba una vida propia y que me escapaba sin serme ni mucho menos ajena. Todo se me volvió, a la par, súbitamente extraño y habitual. Aquella bóveda que sentía, en cierto modo, a mi medida, se levaba a mayor altura que una casa de doce pisos; aquel monumento, tan rápidamente recorrido, podía, al parecer, contener un estadio; aquellos pilares, tan exactamente proporcionados que parecían por ello familiares, hubiesen necesitado cuatro hombres con los brazos extendidos para abarcarlos… Y nada había en todo ello que se saliese de lo humano, nada que no estuviese a la medida del hombre… ¡Qué cosa tan extraña!

Todo se volvía misterio, mas, sin embargo, que lejos me encontraba de aquella impresión de cohibimiento que me había invadido en el umbral del templo de Edfu, cuyos colosales pilares repelen como para arrojaros de un mundo donde el hombre no tiene lugar.

Aquí, por el contrario… La misma penumbra estaba como enajenada de luces resplandecientes. Cada cosa, traía consigo su contrario: la inmensidad era acogedora; la altura; en vez de aplastar, engrandecía. Aunque el sol derivase hacia el Sur, la rosa del Norte resplandecía con mil luces. Las altas figuras de la santa Ana de rostro moreno portando el Lirio y a la Virgen, de Salomón y de David, de Melquisedec y de Aarón, aunque inmóviles, vivían de la luz; aunque hieráticas, eran familiares imágenes infantiles.

Infantiles… Y, sin embargo, la ciencia de las líneas y la de los colores desechaban cualquier idea de ingenuidad.

¿Cuál era, entonces, aquella magia que me sentía tan cerca de comprender? ¿Aquel encantamiento cuyo secreto iba a serme revelado, inmediatamente, allí, junto a aquella piedra donde el sol había puesto, un instante, su imagen redonda?

Hubo un momento, el espacio de un relámpago, en que creí «captar» Chartres y sus enigmas, el de sus piedras y el de sus gemas resplandecientes.

Pero era Chartres el que me había captado.

Las puertas no se abren sin llave, ni sin sésamo.

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