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Fabio Delizzos - La catedral del Anticristo

Aquí puedes leer online Fabio Delizzos - La catedral del Anticristo texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2014, Editor: Algaida Editores, Género: Detective y thriller. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Fabio Delizzos La catedral del Anticristo

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Fabio Delizzos

La catedral del Anticristo

Índice Para Rosa Muchas cosas aquí narradas no ocurrieron nunca otras sí - photo 1

Índice

Para Rosa

Muchas cosas aquí narradas no ocurrieron nunca; otras, sí, y otras deben ocurrir todavía.

Prólogo

Turín, diciembre de 1888

E n piazza Castello aparece la suave aura de las farolas de gas: una corona de luz tenue, que por momentos se encoge y desaparece, engullida por la blancura intermitente de los rayos.

Los perros salen disparados, asustados por el redoble de los truenos.

La lluvia chisporrotea sobre los techos de los carruajes, que pasan veloces mientras el viento canta sobre las notas amortiguadas de las orquestillas encerradas en los cafés.

Adiós, otoño.

—¿Qué le sirvo esta noche, Herr Professor?

El cliente reflexionó unos instantes mientras movía los ojos como si quisiera repasar el menú en el pensamiento; después, con su seco acento alemán, respondió simplemente que tenía más apetito que de costumbre.

—Hay raviolis de carne recién hechos —sugirió el joven camarero, con una cabellera vaporosa y unas patillas que le bajaban por los carrillos.

—Me parecen muy bien los raviolis.

—Se los traigo enseguida. —Alisó el mantel con la palma de la mano vestida de blanco y depositó una ejemplar intonso de la Gazzetta Piemontese.

—¡Prospero!

—Sí, profesor .

—Sabes que el periódico me aburre. ¿No tienes ninguna historia que contarme?

El muchacho le hizo señas para que esperara un poco. Transmitió el pedido a la cocina y volvió enseguida. Lanzó un vistazo dentro para asegurarse de que el amo no lo estaba observando, extrajo un pequeño cuaderno del bolsillo y se puso a hojearlo.

—No —dijo pasando la primera página—. No —deslizó el dedo sobre la segunda y pasó directamente a la última página escrita—. Esta historia se la he oído a un tipo que estuvo sentado precisamente en esta mesa. Estoy seguro de que le va a gustar.

—Oigámosla, pues —convino el profesor, preparándose para oír con la expresión jubilosa que en realidad tenía reservada para cuando llegaran los raviolis.

—«Todas las noches, el sacerdote...», empezó a leer el joven camarero, con un ojo en su interlocutor para comprobar la reacción.

—¿El sacerdote? —exclamó el profesor alemán, saboreando anticipadamente la continuación.

El muchacho sonrió y volvió a dirigir la mirada al cuaderno.

El sacerdote aparece todos los días al anochecer, la cara blanca y lisa como mantequilla, con su sempiterna expresión radiante y feliz, enmarcado por las ventanas verdes de su balcón, y, con una mano levantada y la otra en su hábito negro a la altura del pecho, sobre la cruz, prorrumpe: «¡Dios, yo te maldigo!». Un grito potente, furibundo. El aire atruena. Los gatos salen disparados a esconderse debajo de las calesas. Una nube oscura de palomas se eleva sobre el patio y se esparce sobre los tejados, dejando caer una lluvia de plumas, mientras el alzacuello blanco del sacerdote ahoga una poderosa voz de tenor. «¿Me oyes, Creador del universo? ¡Yo te maldigo!». Feroz, fragoroso, todas las venas hinchadas. Un alud de improperios lanzado contra algo que un sacerdote debería adorar más bien.

El profesor rio a gusto.

—¿Estás seguro de que no te lo estás inventando?

—Completamente seguro, Herr Professor. Como le he dicho, lo he oído contar en esta mesa, y he tomado la debida nota.

—Prosigue, entonces.

El muchacho siguió leyendo:

Me consta haber llevado una cuenta bastante exacta de sus apariciones; he anotado todas a las que he tenido ocasión de asistir, con sus horarios correspondientes. De lo que he deducido que el sacerdote endemoniado no se rinde nunca antes de pasada una hora. Después, entra en la casa. Y nadie sabe cómo ni por qué se le permite vivir allí, a pesar de su afición a la blasfemia. Sentado en el escritorio, lo oigo todas las tardes vomitar con todas sus fuerzas una lava de odio furioso contra el más allá; un más allá al que, de vez en cuando, hasta yo mismo me sorprendo dando las gracias por haber permitido la existencia de semejante musa en mi patio. El sacerdote escenifica enfurecido la más feroz de las rebeliones contra el abismo. Grita desde la nada, pasando de una profunda concentración —o de una mirada ausente— a la fuga en menos de un segundo. Las escasas ocasiones en que interrumpe su letanía de blasfemias es porque o bien él, o alguien dentro de él, decide dedicarse a monólogos delirantes pero no por ello carentes de fascinación.

El camarero sabía que a aquel cliente, el profesor Friedrich Nietzsche, no le iba a desagradar tanta blasfemia, pero no había esperado que iba a ser aplaudido.

—¡Felicidades! —profirió aplaudiendo—. ¡Excelente! Esta idea de ir robando historias por las mesas es realmente magnífica. Deberías reunirlo todo en un volumen, o incluso componer una novela con todo ello.

El muchacho se inclinó como un actor en el escenario.

—¿Está seguro?

—¡Segurísimo, muchacho!

—Es un honor.

—Y ahora… —el profesor Nietzsche se atusó su gran mostacho bigote y dejó de reír—, tráeme esos raviolis.

Primera parte

Lunes, 17 de diciembre de 1888

E l manso fluir del Dora, que en aquel punto se deslizaba entre dos orillas de arena gris, parecía haberse interrumpido de repente. Nadie oía ya el leve chapoteo de las aguas, el perpetuo borboteo de la corriente.

El río parecía haber desaparecido.

La atención de todos estaba concentrada en un pequeño bulto blanco, del que sobresalía la cabeza de un recién nacido; tenía la cara contraída de dolor. Parecía aún presa de una pesadilla espantosa.

Como si se tratara de una cuna, las miradas incrédulas de los carabinieri estaban clavadas en la criatura que acababan de encontrar; sus ojos atónitos desprendían destellos de angustia.

—Levántalo —ordenó el coronel Pural al teniente Coretti, el cual se arrodilló, deslizó delicadamente los brazos por debajo del cuerpecito y lo levantó, dejando en el suelo la sábana que lo envolvía.

El médico forense, doctor Ugo Rossini, lo examinó con detenimiento.

—Presenta numerosas quemaduras en la espalda. Levántelo más, por favor.

El teniente obedeció.

—Aquí hay signos evidentes… —Agarró con dos dedos un bracito y lo giró para verlo por todas partes—. Estas huellas… —Después examinó el cuello—. Estos signos… —Y así siguió un buen rato, murmurando pensativo, incierto, explorando cada milímetro de piel del bebé, un varón, desnudo e inmóvil entre las manos de Coretti.

—Signos, huellas…, pero ¿de qué? —preguntó bruscamente el coronel Pural con el rostro sombrío y unos ojos recorridos por varios hilillos de sangre.

El doctor Rossini se lo llevó aparte y dijo entre suspiros:

—El pobrecito ha muerto como consecuencia de unas torturas horribles.

—Intenta ser más claro.

—Presenta quemaduras por todo el cuerpo, especialmente en la espalda y en la parte posterior de las piernas. En los brazos hay marcas de manos adultas, que le han producido numerosas fracturas.

Pural miró las articulaciones del niño, que se balanceaban de manera antinatural, para confirmar lo que le estaba diciendo Rossini.

—Lo han debido apretar con mucha fuerza.

—¿Podrías determinar la hora y causa de la muerte?

—En cuanto termine la autopsia…

Pural lo interrumpió para volver a preguntarle:

—De lo que acabas de ver, ¿puedes sacar ya alguna conclusión?

—El médico dirigió la mirada hacia el pequeño cadáver y se puso a meditar; era evidente que le costaba trabajo dar una respuesta racional.

—Se diría que unos adultos han estado torturándolo antes de intentar asarlo. Tiene el pelo completamente quemado, también en la parte frontal del cráneo. La parte posterior es la que aparece más quemada. —Se llevó una mano a la barbilla y sacudió la cabeza—. No puedo afirmar nada con seguridad. En mi vida había visto nada parecido. Una cosa es cierta: no se trata de un accidente. Si un niño así de pequeño cae en el fuego, se queda ahí hasta carbonizarse. Además, las marcas lívidas, las numerosas fracturas… Sinceramente, no sé qué decir.

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