Camping mortal
Historia de un apocalipsis
Jordi Rocandio
Primera edición: enero de 2020
Copyright 2019 Jordi Rocandio
Publicado por Editorial Letra Minúscula
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright , la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático.
A Alida, Nahia y Jon. Os quiero.
Querido lector, la novela que estás a punto de leer surgió a partir de un relato corto titulado « Camping mortal», publicado en mi blog
( jordirocandioclua.com ).
Es parte de los 52 relatos que publiqué cada semana durante un año en el marco del «reto Ray Bradbury». Debido a la buena aceptación de los lectores y a que me pedían que continuara la historia, decidí darle el final que merecía. Para ello, necesitaba todo lo que puede aportar el formato de una novela.
Espero que cumpla con vuestras expectativas y que la disfrutéis.
Muchas gracias,
Jordi Rocandio.
ÍNDICE
PRÓLOGO
«El verdadero terror no es asustarse;
es no tener elección».
Mil veces hasta siempre, John Green.
El bosque estaba formado por miles de frondosos árboles. El otoño había llegado y las tonalidades rojas, amarillas y naranjas lo bañaban todo. Los suaves cantos de los pájaros se extendían sin límites. Los animales e insectos se dedicaban a lo suyo, contribuyendo a la prosperidad de ese equilibrado ecosistema. Un pequeño arroyo discurría tranquilo, camino de un mar infinito. Estrechos senderos eran utilizados por los animales para desplazarse entre el follaje.
Un entorno idílico, un paraíso en la tierra, pero con una nota discordante. Algo que lo estropeaba todo. Se trataba de una estrecha carretera sin asfaltar que rompía la armonía y la paz. Si la seguías, llegabas a una gran puerta metálica y muros de hormigón. Allí cambiaba todo.
Dentro de la finca, todo era silencio.
¡Cómo los echaba de menos!
Las vistas desde la ventana por la que estaba mirando eran desoladoras. Metros de terreno solitario. Su única compañía, las estacas que adornaban el jardín. No quería ni pensar en su finalidad ni por qué estaban ubicadas de esa manera.
Unos metros más alejada, la entrada al búnker, un refugio completamente equipado para sobrevivir durante meses ante cualquier apocalipsis. Tenía una buena reserva de comida y las necesidades básicas cubiertas, hasta había instalado una potente estación de radio para comunicarse con los posibles supervivientes del exterior. A lo lejos, los muros de hormigón con el sistema de defensa por electrocución; la última defensa antes de recurrir a las trampas del interior del recinto.
Todas esas medidas iban a ser necesarias, lo sabía con certeza. Desconocía el momento exacto, pero algo terrible iba a suceder.
Se lamentó por última vez.
¡Cómo los echaba de menos!, pero era necesario. El pequeño no podía saber de su existencia; al menos, no todavía. Lo había visto gatear por ese mismo jardín, ajeno a todo lo que deparara el futuro, feliz, inocente, mientras sus padres se esforzaban en acabar las modificaciones en la finca.
Sin embargo, no podían seguir allí con él, era demasiado peligroso y, hasta cierto punto, una locura. Sus compañeros del colegio se hubieran burlado de él si les hubieran hablado de todo aquello. No, no podía ser; así de simple. Tampoco les podía explicar su secreto, su habilidad. La gente no lo entendería.
Se apartó de la ventana y se dirigió a la cocina. Preparó el café como hacía cada mañana y esperó con paciencia mirando hacia la mesa de su estudio. Era una locura. ¿Por qué sentía esa necesidad? ¿Por qué le venían esos flashes ? De momento no tenía respuestas a esas preguntas. Tal vez en un futuro. Tenía gracia.
Llenó la taza de café y salió al porche de la casa, una cabaña de madera con espacio suficiente para una familia de la que se había tenido que aislar. Miró hacia la robusta puerta de metal. Deseaba que se abriera y verlos aparecer. No tardarían mucho en estar juntos. Lo había visto.
Bajó los escalones y paseó por la finca. Una tarea rutinaria, pero imprescindible, para su seguridad. Pasó por al lado de las trampas, más valía no caer en ellas; un destino terrible en forma de cuchillas cortantes te esperaba en su interior. Rodeó las robustas estacas de madera y se dirigió al muro que protegía la propiedad.
Lo inspeccionó mientras sorbía el café caliente. Todo correcto. Era hora de ponerse a trabajar. No podía aguantar más, su cerebro le exigía una liberación a la que hacía frente casi todos los días.
Regresó a la cabaña como si soportara dos toneladas de peso a sus espaldas. La responsabilidad lo estaba matando. El mundo no sabía lo que se le venía encima. ¿El origen? Lo desconocía. Los caprichos del destino lo abordaban con una información que debía guardarse para él y su familia si no quería acabar en un hospital psiquiátrico. Ojalá hubiese tenido acceso a esa información, ya que nada de eso hubiera sucedido.
¡Cuánto dolor podría haber evitado! Pero no, la situación era muy distinta, el sufrimiento se lo había guardado todo para él; los sacrificios los tuvo que gestionar sin que nadie le enseñase a hacerlo. Un eterno autodidacta del horror y la desesperanza. Porque sí, su familia estaría a salvo, pero ¿a cambio de cuántas vidas?
Sacudió la cabeza para despejarse y sacar esas horribles ideas de su mente. Era la hora de concentrarse, de entrar en el estado en el que nada controlaba, en el que se dejaba ir para desplegar una habilidad que hasta hacía unos años no sabía que tenía.
Entró en la casa, se dirigió al estudio y se sentó en la tosca silla de metal. No sabía cuánto tiempo estaría allí, pero no sería poco. En ocasiones, cuando volvía en sí, la noche lo dominaba todo.
Miró los bocetos del día anterior amontonados en una esquina de la mesa. Habían quedado muy bien. Suspiró.
Ante sí tenía el futuro, unos hechos que con certeza sabía que se producirían. ¿Cuándo? No lo sabía. Sin embargo, sentía que el momento estaba cerca. Los periodos de trance cada vez eran más intensos, señal inequívoca de que debían estar preparados para lo peor.
Cogió un lápiz y lo dispuso delante del montón de papeles en blanco. Ya lo notaba, su conciencia empezaba a difuminarse. Cerró los ojos y se relajó. Debía dejarse llevar, que su inspiración fluyera. Todo se volvió negro y, de repente, todo fue luz.
Una infinita consecución de trazos, un baile inconsciente que creaba vida en el papel de una manera imposible para cualquier persona. Un espectáculo digno de ver, un comportamiento que muchos tildarían de posesión demoníaca, pero que era de una belleza sin igual. Los minutos pasaban sin ser percibidos, nada impedía que la magia siguiera su cauce y, de repente, después de varias horas...
—¡Oh, no!
Abrió los ojos, contempló los dibujos y se levantó de la silla lo más rápido que sus piernas le permitieron después de horas sin moverse.
Se dirigió al salón, buscó el mando a distancia entre los cojines del sofá y encendió el televisor. Esperaba que todavía hubiese señal.
Puso el canal de las noticias y escuchó. En pocos minutos perdió todo el color de su piel.
—Ya ha empezado.
I
«Cada ser humano que salvamos
es un zombi menos que combatir».
Ludi Boeken.
—¿No podríamos haber esperado a mañana por la mañana? —preguntó Andrea.
—Ya os lo hemos explicado, hijos. Mañana es la operación retorno. Después de cinco días de fiesta, la carretera estará a tope. Si viajamos esta noche, en un par de horas habremos llegado.
—Pero es que nos perderemos la fiesta de despedida.
—Lo sé y me sabe muy mal.
—Vaya rollo.
—Un poco de paciencia. Id pensando en lo que os apetecerá hacer mañana. Tendremos todo el día para nosotros… Cariño, pon algo de música, que si no, me voy a dormir.
Página siguiente