Del pistolerismo a Urquinaona, Jordi Corominas sirve en bandeja la cruda historia de protestas, violencia y manifestaciones de la Ciudad Condal, desde el siglo XIX hasta nuestros días, a partir de un mensaje claro: Cada década del último siglo barcelonés tiene uno o varios crímenes capaces de resumir el contexto de la ciudad en ese momento histórico, desde lo político hasta lo social, para trazar un mapa de la capital catalana insólito mediante conexiones con la actualidad a partir de una premisa clara: entender el presente desde el pasado.
Prólogo
Hace más de quinientos años, Cervantes calificó Barcelona de «archivo de la cortesía», definición que no es incompatible con su historial de violencia y criminalidad. ¿Hay alguna ciudad grande y antigua cuyo pasado no sea esencialmente convulso? Jordi Corominas, viajero incansable por las afueras de la realidad, se ha embarcado en una apasionante travesía por los últimos dos siglos de Barcelona que empieza con las primeras bullangas, unas revueltas populares de signo liberal que arrasaron no pocos edificios históricos de la ciudad y provocaron centenares de muertos, y concluye en la violencia de baja intensidad del procés, que por suerte no se ha cobrado ninguna vida.
En ese recorrido hay escalas sacralizadas para siempre en los manuales de Historia, como la racha de atentados anarquistas de finales del siglo XIX que convirtieron a Barcelona en la «ciudad de las bombas», o la enardecida semana de 1909 en la que las calles fueron pasto de las llamas revolucionarias, o el pistolerismo de finales de la década siguiente, que elevó la ciudad al podio del crimen al lado del mismísimo Chicago. Podrían añadirse unos cuantos episodios más de violencia, pero de momento limitémonos a esos tres. El primero, a través de las bombas Orsini, era una respuesta de la clase obrera a las salvajes condiciones laborales de la época. El segundo, encabezado por madres y mujeres de reservistas, reaccionaba contra una clase política empeñada en mandar a los jóvenes a morir en una guerra lejana. Y el tercero, con la canalización de la violencia de la patronal por la vía de los llamados Sindicatos Libres, expresaba los propósitos de los empresarios de prolongar a costa de los trabajadores la prosperidad vivida durante la Gran Guerra. Dicho de otra manera, detrás de cada estallido de violencia hay siempre algo más, un cambio de fase o de etapa, una nueva metamorfosis de la sociedad, la irrupción de un fenómeno novedoso que viene a alterar los equilibrios precedentes: la conflictividad causada por una industrialización rampante y sin escrúpulos en el caso de los ataques con bomba, las secuelas de la nostalgia de las antiguas colonias en el de la Semana Trágica, la pujanza creciente de las organizaciones sindicales en el caso de los pistoleros a sueldo de la patronal.
Se diría que cada episodio de violencia no es sino un síntoma de una patología o un malestar previo de la sociedad, el espasmo con el que esta trata de sacudirse un dolor oscuro. De ese modo, la crónica negra de cualquier ciudad podría ser vista como una serie ordenada de radiografías, el relato de sus transformaciones más profundas, el compendio de las variaciones de un alma colectiva en constante evolución, incluso como la serie de anillos concéntricos que señalan en el tronco la antigüedad del árbol. Entre los episodios seleccionados por Jordi Corominas hay algunos, los más anecdóticos, a los que la historiografía local apenas si concedería una nota a pie de página y, sin embargo, puestos uno detrás de otro, se nos presentan todos cargados de sentido histórico, porque revelan algo del cambiante Zeitgeist barcelonés.
El derribo de las viejas murallas acabó con la tradicional promiscuidad social e instauró una Barcelona dividida en barrios ricos y barrios pobres. La expansión de la ciudad posibilitó una rápida industrialización, que atrajo las primeras grandes oleadas de inmigrantes y ahondó las desigualdades. Una lucha cada vez más extendida por los derechos de los trabajadores marcó, junto al nacimiento de una conciencia nacional, el cambio de siglo. Llegaron después las décadas más convulsas del siglo XX , que acabarían sustanciándose en una Barcelona franquista de vencedores y vencidos, de estraperlistas y carpantas, de inmigrantes con alpargatas y maleta de cartón, de hermosas mujeres de glamur provinciano cuyos restos, como los de Carmen Broto, podían aparecer cualquier día enterrados en un descampado del barrio de la Salut. Eran todavía los años de la guerrilla, último estertor de la guerra civil, y el régimen estaba a punto de ser premiado por su anticomunismo, lo que le aseguraría la supervivencia y empezaría a abrirle las puertas al mundo. Primero los marines de la Sexta Flota, luego los músicos del Jamboree y más tarde los primeros hippies proporcionaron un matiz cosmopolita a la mugre desarrollista. Con la muerte del dictador, Barcelona vivió su breve verano de la acracia, liquidado por los cócteles molotov de la sala de fiestas Scala, e inició con paso firme su andadura hacia su designación como ciudad olímpica y hacia una modernidad crecida a la sombra de la globalización: el turismo le cambiaría el semblante a la ciudad, la inmigración nacional sería sustituida por la extranjera, las ferias y los congresos aportarían sus dosis de vicio, la prosperidad traería consigo mayores raciones de desigualdad e indigencia...
Todo esto y mucho más está detrás de las explosiones y los crímenes recogidos en esta historia alternativa de Barcelona que es La ciudad violenta. Siempre hay algo detrás de ellos. Pero es que también hay algo debajo. Toda ciudad tiene algo de palimpsesto: la actualidad escribe sobre un pasado que dejó unos rastros de una escritura anterior bajo la cual todavía pueden distinguirse las huellas de un texto oculto aún más antiguo. Donde ahora está el mercado de la Boqueria hubo varios conventos que ardieron en las bullangas de hace casi dos siglos, y en un lateral de la plaça Folch i Torres estuvo la vieja prisión de Reina Amàlia, en uno de cuyos patios se agarrotaba públicamente a los condenados a muerte, y en plena Rambla del Raval hubo hasta hace poco unas manzanas de casas que una gentrificación intensiva ha borrado de la memoria ciudadana, y no muy lejos de allí...