Índice
A Inés, Modesta y Conchita,
refugios de mi infancia
A mi nieto Gabriel
A mi nieta Carmen
A mi nieta Eva
La mayor parte de las personas que han inspirado esta historia hace años que murieron.
De quienes aún viven, apenas tengo noticias.
Si alguno de estos personajes, vivos o muertos, llegara a leer este libro, bien podría decir que todo él es fruto de mi imaginación.
1. UNA MAÑANA SIN VIENTO
A media mañana de un soleado día de febrero, Elvira Ibáñez, viuda de Rafael Claramunt, salió a la calle con un propósito determinado que, curiosamente, olvidó en cuanto aspiró la primera bocanada de aire fresco. Tan solo unos minutos antes, mientras se encajaba, frente al espejo del vestíbulo de su piso, el gorro de astracán que había pertenecido a su difunto marido, se afianzó en la determinación de resolver esa misma mañana el asunto de la administración de los negocios familiares y, por un momento, se representó en su mente la hipotética escena que, dentro de un rato, iba a tener lugar en el palacio de los Tello, donde se proponía entrevistar, con la mayor discreción, al candidato que le había recomendado su amiga Eugenia Tello. Pero en cuanto la viuda de Claramunt se vio en la calle, envuelta en la radiante luz del invierno y respirando un aire que, asombrosamente, parecía inmóvil, sus pensamientos se alejaron por completo del asunto.
Antes de adentrarse en la avenida de la Patria en dirección a la catedral, doña Elvira volvió la cabeza, la alzó y echó una ojeada al edificio del que acababa de salir. Siempre lo hacía, como para corroborar que, durante su ausencia, la casa permanecía en su lugar. Era un edificio elegante, en chaflán, al estilo de la época, que ocupaba buena parte de la manzana de casas en la que quedaba inserto y donde el ladrillo rojo se combinaba con revocos de color vainilla. Contaba con un sótano, un piso bajo, un principal y otros tres pisos más, rematados por una especie de palomar retranqueado. Desde la calle, más que el palomar, del que apenas se atisbaba el tejado rojizo, lo que se veía eran las balaustradas de las terrazas del piso tercero, una a la derecha y otra a la izquierda. En el medio, haciendo esquina, se adivinaba otra terraza y un pequeño habitáculo. El palomar quedaba justo detrás.
La obra había sido iniciativa de Rafael Claramunt, un joven emprendedor que, antes de cumplir los treinta años, había levantado todo un imperio empresarial. Cuando, a finales de la primera década del pasado siglo, en un año que, por descuido del arquitecto o por expreso deseo de su propietario, no figuraba en un lugar visible de la fachada, las obras del edificio Claramunt finalizaron, Rafael Claramunt se casó con Elvira Ibáñez y la llevó a vivir al piso principal del edificio. Solo dos de los embarazos de los varios que se sucedieron durante los años conyugales llegaron a buen puerto. El primero y el último. El resultado había sido el nacimiento, con un lapso de diez años por medio, de dos hijos varones, Justo y Alejo.
Probablemente, Rafael Claramunt había trabajado en exceso, o era demasiado iracundo. Murió en la plenitud de su vida, dejando en manos de su viuda –aún una mujer joven– y de sus hijos –uno de ellos todavía un niño– un amplio entramado de fábricas, empresas y comercios. Un telar, un almacén de telas de venta al por mayor, una tienda de telas abierta a todo el público y un local, el Café de las Damas –el negocio más reciente, inaugurado un par de años antes de su muerte–, en el que, tal como el nombre sugería, se reunían, a la hora de la merienda, las damas más distinguidas de la ciudad –las damas presumían de cultas y de tener opiniones sobre todas las cosas de este mundo y, en menor medida pero con igual certeza, del otro–, eran los negocios más destacados. Había otros, menos visibles y puede que más confusos, bienes inmuebles, sucursales, medios de transporte y otros asuntos, que prometían crecer si se les prestaba la debida atención.
Fue Justo Claramunt, el primogénito, un joven de apenas veinte años, quien, muerto el fundador, se hizo cargo de los negocios familiares, que se encontraban en plena fase de expansión. La viuda de Claramunt carecía de todo sentido práctico. La disposición de su marido para la actividad empresarial siempre le había causado un profundo asombro, pero como había sido educada en la idea de que el pan cae del cielo, el asombro tenía proporciones moderadas. Nunca había entendido bien por qué su marido tenía ese afán de fundar y expandir negocios cuando luego no disponía de tiempo para disfrutar de la fortuna que proporcionaban. Claro que ella se encargaba de hacerlo.
Elvira Ibáñez vestía con un lujo que rozaba la ostentación. Sus vestidos eran confeccionados por una modista de Madrid, que se desplazaba expresamente a la ciudad al principio de cada temporada para escoger los mejores tejidos del telar y tomar las medidas a la señora. Había que actualizarlas en cada ocasión para que la ropa quedara perfectamente ajustada al cuerpo de la señora, sin nada que sobrara y produjera innecesarios frunces y abultamientos, y, lo que era una amenaza de mayor calibre, sin que nada faltara, es decir, sin que el vestido o la blusa o el abrigo, o lo que fuera, resultara estrecho, síntoma inequívoco de mal gusto o propio de personas que no pueden permitirse el menor exceso en los gastos de tela. Con las medidas de la señora actualizadas, la modista regresaba a Madrid, adonde acudía doña Elvira cuando la ropa estaba prácticamente lista. Ir a Madrid le encantaba. Los días que pasaba en la capital –se alojaba en el Hotel Ritz– eran muy ajetreados. Una de las tareas diarias de la señora consistía en visitar el taller de la modista para realizar las últimas pruebas de las prendas encargadas. Entonces se hacían los últimos ajustes.
Otra de las pasiones de la señora eran las joyas. Los grandes joyeros de Madrid la hacían pasar a sus trastiendas, donde le enseñaban los diseños propios más originales y las últimas creaciones de la joyería internacional. Eran piezas que se guardaban en cajones secretos forrados de terciopelo color cereza y que solo se desplegaban ante los ojos de la clientela más selecta. Los gustos de doña Elvira se decantaban por piezas que pudieran llevarse con naturalidad, casi de forma cotidiana. Joyas que no requirieran ocasiones especiales parar ser expuestas. Al fin y al cabo –en su propia opinión–, la vida que llevaba era sencilla. La máxima cota de la diversión se alcanzaba en los bailes de los balnearios, de los que la señora era clienta asidua.
A los comienzos de cada temporada, doña Elvira, en compañía de sus hijos y de una niñera, se desplazaba a uno u otro balneario. Era huésped habitual de los grandes hoteles de Cestona, Panticosa y Puigcerdà. La rutina de la vida en los balnearios encajaba perfectamente en sus gustos y en su forma de ser. Paseos higiénicos, alimentos sanos, agua inmejorable, cenas a las que se acude con vestidos de fiesta, pequeños conciertos y, lo mejor de todo, bailes. Todo eso le encantaba. Y, más aún, no tener que preocuparse por la organización y la marcha del hogar, lo que siempre le había resultado terriblemente tedioso.
Pero la gran pasión de doña Elvira, viajar, se desarrolló tras la muerte de su marido. Subir a un tren y aparecer, al cabo de unas horas, en una vibrante ciudad europea, donde se hablaba otro idioma y se vivía de otro modo, le resultaba excitante. A pesar de que no era una mujer guapa, su presencia imponía. A sus viajes la acompañaba una señora alemana, fraulen Katia, amiga o pariente lejana de la familia, viajera empedernida, que aprovechó la viudedad de doña Elvira para inocularle su afición y compartirla con ella.
Elvira Ibáñez tenía alrededor de cuarenta años cuando se quedó viuda. Fraulen Katia le llevaba, como poco, diez, aunque, como ocultaba su edad, era imposible saberlo con certeza. Las edades de las señoras parecían perfectas para viajar y gastar dinero. Impecablemente vestidas, las dos señoras –una de ellas enjoyada de forma discreta pero perceptible– se movían por las ciudades del mundo como Pedro por su casa, hablaban varios idiomas, disfrutaban de la música, del teatro, de los restaurantes y de los hoteles. Gastaban mucho dinero.
Página siguiente