AGRADECIMIENTOS
Mi primera deuda de gratitud, y la más obvia, es con la University of Chicago Press por permitirme generosamente incluir grandes secciones de la traducción que hizo de la Ilíada Richmond Lattimore; me resulta difícil imaginar este libro sin ese texto.
Hay toda una serie de personas que me han proporcionado, a lo largo de los años, experiencias o intuiciones memorables que forman parte de este libro. Jenny Lawrence me proporcionó mi primer viaje a Troya a cargo de la revista Natural History. Asimismo, un encargo de National Geographic trajo consigo una serie de reuniones con especialistas muy destacados en la materia; recuerdo en particular una tarde en Cambridge con el difunto John Chadwick, figura relevante en el desciframiento y el estudio de la escritura lineal B; una deliciosa comida en Atenas con el doctor Spyros Iakovidis, director de campo de excavaciones en Micenas; y una jornada inolvidable, desde el amanecer hasta cerca del ocaso, con el difunto Manfred Korfmann, director de las nuevas excavaciones de Troya.
Tuve la inmensa buena suerte de estudiar bajo la dirección de dos notables especialistas homéricos mientras trabajaba en mi doctorado en la Universidad de Columbia. Creo que pertenezco a un pequeño subgrupo de doctorandos que disfrutaron realmente escribiendo su tesis, gracias en buena parte a la bondad, la atención y la perspicacia de mi supervisora, Laura Slatkin, quien continuó asesorándome en muchas obras ajenas a la cultura clásica que escribí mucho después de abandonar Columbia. La amplitud y la profundidad que la experiencia de Richard Janko aportaba a cualquier tema ya eran legendarias cuando yo estaba en Columbia, y quiero agradecerle aquí el tiempo que dedicó generosamente a leer mi manuscrito, pese a su exigente programa de trabajo. Sus comentarios fueron indefectiblemente valiosos y mejoraron el libro.
Hubo una serie de conferencias que sirvieron para poner a prueba este libro, y agradezco cada una de ellas (doy las gracias también a Jenny Lawrence, que fue quien tuvo la idea de celebrar las primeras). Hago extensiva además mi gratitud a la New York Society Library, la Century Association, el Reading Group de la difunta señora Astor y ajean Strouse, directora del Dorothy and Lewis B. Cullman Center for Scholars and Writers de la Biblioteca Pública de New York. La mayoría de esas conferencias contaron con la ventaja de las emocionantes lecturas de la Ilíada a cargo del actor Simon Prebble, al que agradezco que influyese tanto en su éxito.
También he de dar gracias especiales a mi editora en Viking, Wendy Wolf, por su habilidad para orientarme a través de mi propia erudición; fue asimismo ella quien me animó a escribir este libro, ayudada y secundada por mi agente, Anthony Sheil, así que, al final del viaje, reconozco mi deuda con ambos. También debo mostrar mi agradecimiento en Viking a Bruce Giffords y a Carla Bolte, por su excelente labor en las exigentes tareas del diseño y la producción editorial, respectivamente.
Más cerca ya de casa, me gustaría dar las gracias a Laura Rollison, Joyce Bruce, Gary McCool y al personal de la Lamson Library, Plymouth State University, por la ayuda incalculable que me prestaron para que pudiese obtener los muchos y remotos libros y artículos que este libro requería. También me gustaría agradecer a Belinda y John Knight y a Linda Baker Folsom su apoyo infalible en el frente doméstico.
Finalmente, doy las gracias a mi hermana Joanna Alexander y a mi madre, Elizabeth Kirby, por escuchar mis pensamientos iliádicos a lo largo de los años, y a mi cuñado, Ron Haskins, por sus ideas perspicaces, fruto de su experiencia de combate, así como a George Butler por recordarme, repetidamente, que he sacado más provecho que Homero de su historia.
LAS COSAS QUE LLEVABAN
E s la epopeya de las epopeyas, la más celebrada y perdurable de todas las historias de guerra. Digamos, en un escueto resumen, que la antigua leyenda de la guerra de Troya cuenta los diez años de asedio de la ciudad asiática de Troya (o Ilión) por una coalición de fuerzas griegas con el objetivo de rescatar a Helena, aristócrata griega famosa por su belleza, ala que un príncipe troyano, París, se había llevado a Troya. La guerra la ganaron los griegos (o aqueos, como se los conocía), que consiguieron finalmente acceder a la ciudad fortificada ocultando a sus mejores hombres en el vientre de un gigantesco caballo de madera que supuestamente era una ofrenda al dios Poseidón. Después de que los engañados troyanos introdujeran el caballo dentro de sus murallas, los aqueos ocultos en él salieron de noche y saquearon la ciudad, la incendiaron y mataron o esclavizaron a los troyanos.
Esta historia de guerra, tan celebrada y estimada, conmemora en realidad una guerra que no modificó ninguna frontera, no ganó ningún territorio y no sirvió a ninguna causa. Se fecha con cautela hacia el 1250 a. C. La inmortalizó la Ilíada, un poema épico atribuido a Homero y compuesto unos cinco siglos más tarde, en torno a 750-700 a. C. La Ilíada de Homero es la única razón de que se recuerde hoy aquella guerra inútil.
Generaciones de aedos o rapsodas habían transmitido la leyenda de la guerra a lo largo de siglos a través del peligroso abismo que separa la Edad del Bronce de la época de Homero. Muchos de los episodios que evocaban estos aedos olvidados en sus poemas, hoy perdidos, fueron ignorados o rechazados por la Ilíada. La epopeya de Homero no cuenta acontecimientos aparentemente tan esenciales como el rapto de Helena, por ejemplo, ni cómo se reunió y zarpó la flota griega, las primeras hostilidades de la guerra, el caballo de Troya o el saqueo y el incendio de la ciudad.
En vez de eso, la Ilíada de Homero describe en sus 15.693 versos los acontecimientos de un período de unas dos semanas del décimo y último año de una guerra que se había convertido en un asedio sin salida. De manera que los acontecimientos dramáticos que definen el poema son la denuncia pública que hace el gran guerrero aqueo Aquiles de su comandante en jefe como un cobarde mercenario sin principios; la retirada de Aquiles de la guerra; y su proclamación de que ninguna guerra ni galardón que otorgue podría valer tanto como su propia vida. La Ilíada de Homero no concluye con un triunfo marcial, sino con la aceptación desgarradora por parte de Aquiles de que perderá en realidad la vida en una guerra totalmente inútil.
En la época de Homero, resultaban visibles para cualquier viajero las ruinas de lo que habían sido en tiempos las sólidas murallas de Troya, que dominaban el Helesponto, que era como se llamaba entonces el estrecho de los Dardanelos; la descripción detallada que en la Ilíada se da déla Tróade, la región que rodeaba Troya, parece indicar que el poeta conocía personalmente el territorio. Así pues, la guerra era real, no mítica, para Homero y su público. Los principados griegos importantes que según el poema participan en la guerra también existieron. Sus ruinas eran visibles para cualquier viajero.
El conocimiento de Troya y de la época de Troya ha ido revelándolo la arqueología. Pero la guerra de Troya en concreto, la terrible conflagración que desarraigó naciones enteras, sigue siendo misteriosa. Independientemente de cualquier hecho que pueda salir a la luz, la descripción inequívoca que hace el poema de lo que aquella guerra significó realmente permanece inalterable. Homero, profundizando en su ya antigua historia, había captado una verdad feroz y perdurable. Contada por él, la vieja historia de aquel conflicto bélico concreto de la Edad del Bronce se convirtió en una amplia y sublime evocación de la devastación que supone cualquier guerra de cualquier época.
El «divino Homero», según los antiguos griegos, era un poeta profesional de Jonia, una región de asentamientos griegos de la costa oeste de Anatolia (la actual Turquía) e islas adyacentes. Aparte de esta plausible tradición, su identidad se pierde en el pasado mítico; de acuerdo con un testimonio, por ejemplo, su padre fue el río Meles y su madre una ninfa.