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Prólogo
Ángeles Magdaleno C.
Entre el 2 y el 9 de octubre de 1961 Julio Scherer García, a la sazón reportero de Excélsior, publicó una larga entrevista con el general Roberto Cruz.
La vida de Cruz estuvo vinculada a hechos fundamentales del gran acontecimiento político que marcó al siglo XX mexicano: la Revolución, todavía el gran referente para afirmar, cuestionar, comparar o de plano negar el camino que ha seguido nuestro país, sobre todo ante la ausencia de un proyecto nacional.
Los hechos registrados en la memoria individual o colectiva —es decir, la historia— no cambian. Lo que sí cambia es la imagen que tenemos de ellos; por ese motivo la historia siempre está sujeta a revisión. El pasado cambia según la mirada de quien lo examina y de acuerdo con los valores y las técnicas de quien lo interroga. Es en esa calidad de interrogador donde se nota el oficio de Scherer, quien literalmente no aparece en el texto. Nos deja a solas con Roberto Cruz. Así cada lector puede reflexionar sobre la vida y el proceder de este general de división.
La entrevista, que apareció en ocho entregas —a la manera de las novelas del siglo XIX—, aporta nuevos datos y otros poco conocidos sobre el periodo revolucionario. Con cada entrega crece el interés por los personajes y los temas que, como los hilos de una urdimbre, se cruzan para tejer la trama, aunque en la vida real nunca son tan claros.
Como curiosa coincidencia, la primera parte del trabajo realizado desde La Guazá, propiedad del general en Los Mochis, Sinaloa, comenzó un 2 de octubre. También un 2 de octubre de 1927 desde el Castillo de Chapultepec —entonces residencia oficial del presidente— se ordenó al general Cruz la ejecución del también general Francisco Serrano Barbeitia. Y un 2 de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas en la ciudad de México, Scherer, al dar cuenta de la matanza, comenzaría otra historia: la del seguimiento y el acoso —monitoreo, dirían en la Secretaría de Gobernación— de su persona y luego de su revista Proceso.
Tres historias se enlazaron en la entrevista sin que sus protagonistas pudieran saberlo en ese momento: la de Cruz, la de Serrano y la de Scherer, todos revolucionarios, desde distintas trincheras. El punto de enlace fue una agencia gubernamental: la temida y poco estudiada Dirección Federal de Seguridad y su antecedente institucional, el Departamento Confidencial.
El primer turno le correspondió a Serrano, pues esa agencia dirigida por el general Plutarco Elías Calles informó puntualmente sobre las actividades del general acusado de rebelde y lo convirtió en enemigo del gobierno. A pesar de esto, Serrano es una figura central del antirreeleccionismo.
Roberto Cruz fue el segundo. En marzo de 1952, en carta pública enviada al periódico El Universal, acusó al secretario de la Defensa Nacional, general Gilberto R. Limón, de conducta ilegal y peligrosa. Al participar como candidato a senador por Sinaloa, en la campaña política de Miguel Henríquez Guzmán a la Presidencia, Cruz fue detenido y acusado de subversivo. Sabedor de lo que podía sucederle por ejercer sus derechos cívicos, solicitó protección de la justicia federal contra la policía judicial del Distrito y Territorio Federales y contra la policía dependiente de la Dirección Federal de Seguridad. Este amparo se lo otorgó el licenciado Clotario Margali mediante una fianza de 200 pesos. Después de lo cual mantuvo una sana distancia frente al candidato independiente.
Entre 1968 y 1976, por lo menos, Scherer fue objeto de investigación que dio lugar a múltiples informes dando cuenta de sus actividades: entrevistas, pláticas, viajes y fotografías, sin faltar los primeros números de Proceso. Él correspondió documentando el proceder de la Dirección Federal de Seguridad y sus funcionarios.
En el reportaje de Scherer que se presenta aquí aparecen —a veces sólo por instantes— hechos y actores de la vida pública mexicana. El caso extremo es Alfonso Frías, quien en 1927 era subjefe de las comisiones de seguridad dependientes de la policía de la ciudad de México, y como tal corresponsable en las investigaciones dirigidas por Cruz en su calidad de inspector general de Policía. Una de esas investigaciones concluyó con el fusilamiento del jesuita Miguel Agustín Pro Juárez. ¿Qué hacía Frías en 1968? Seguía en la misma corporación. Era el jefe del Cuerpo de Granaderos.
El motivo del reportaje, en 1961, fue la pretendida beatificación del padre Pro, que no se logró sino hasta 1988, cuando se anunció la reforma que les devolvería, en 1992, la personalidad jurídica a las iglesias y a sus ministros. Sin embargo, el reportaje es muy vigente. Los datos y las relaciones consignadas dan cuenta de esto. La eventual beatificación de seglares católicos, contemporáneos de los personajes, y los temas descritos por Scherer confirman la actualidad de este trabajo y nos obligan a repensar el tema de la procuración de justicia en el pasado, y por extensión en el presente, ya que, como bien sabemos, hasta hace muy poco fue una tarea enteramente subordinada a las consideraciones políticas de la Presidencia.
Queda claro —en la radiografía que hizo Cruz y consignó Scherer— que nadie podía enfrentarse a un presidencialismo tan extremo, que no respetaba siquiera el muy laxo límite de la no reelección. Con excepción del conflicto religioso, el resto de los acontecimientos descritos o esbozados en el texto tienen como base disputas electorales, en las modalidades de la época: levantamiento de civiles o militares armados. Aun cuando sólo fueran una posibilidad.
Roberto Cruz participó activamente en todos ellos, pero a partir del fusilamiento del padre Pro su leyenda negra —injusta, diría años más tarde su amigo Gonzalo N. Santos— pesó tanto que opacó todos los acontecimientos de este revolucionario que nació en Guazaparez, Chihuahua, el 23 de marzo de 1888, sólo dos años después que su gran amigo Francisco Serrano.
Hijo de un próspero agricultor y minero, Roberto se trasladó con su familia al pueblo de Torín, en 1892, donde, al aprender la lengua, hizo suya la cultura yaqui. Para cursar la instrucción primaria elemental fue enviado a Potam, en el corazón del río Yaqui, y de ahí pasó al Colegio de Sonora, en Hermosillo.