Séptima parte
Sexta parte
Título de la edición original:
Min kamp. Femte bok
Edición en formato digital: abril de 2017
© de la traducción, Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo, 2017
© Forlaget Oktober AS, 2010
© EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 2017
Pedró de la Creu, 58
08034 Barcelona
ISBN: 978-84-339-3796-4
Conversión a formato digital: Newcomlab, S.L.
www.anagrama-ed.es
Índice
Los catorce años que viví en Bergen, de 1988 a 2002, concluyeron ya hace mucho, no queda ni rastro de ellos, salvo episodios que tal vez recuerden algunas personas, un flash en una cabeza por aquí, un flash en otra cabeza por allá, y, claro está, todo lo que mi memoria conserva de aquella época. Pero es sorprendentemente poco. Lo único que ha permanecido de todos esos miles de días que pasé en esa pequeña ciudad del oeste de calles estrechas, relucientes de lluvia, son unos cuantos sucesos y un montón de estados de ánimo. Llevé un diario, lo he quemado. Hice fotos, las doce que quedan están en un pequeño montón al lado del escritorio, junto con todas las cartas que recibí en aquella época. Las he hojeado, he leído fragmentos de algunas de ellas, y luego siempre me he sentido deprimido; fue una época horrible. Yo sabía tan poco, deseaba tanto... y no lograba nada. ¡Pero qué animado estaba antes de ir allí! Ese verano hice autostop con Lars hasta Florencia, pasamos allí unos días y luego cogimos el tren hasta Bríndisi, hacía tanto calor que tenía la sensación de estar quemándome cuando asomaba la cabeza por la ventanilla. Noche en Bríndisi, cielo oscuro, casas blancas, un calor casi onírico, multitud de gente en los parques, por todas partes jóvenes con ciclomotores, gritos y ruido. Nos pusimos en la cola que se había formado delante de la escala del gran barco que nos llevaría a El Pireo, había mucha gente, casi todos jóvenes con mochila, como nosotros, cuarenta y nueve grados en Rodas. Pasamos un día en Atenas, la ciudad más caótica en la que había estado, un calor de locos, luego cogimos un barco hasta Paros y Antíparos, donde nos tumbábamos en la playa todos los días y nos emborrachábamos con aguardiente todas las noches. Un día nos encontramos con unas chicas noruegas, y mientras yo estaba en el baño, Lars les contó que él era escritor y que empezaría a estudiar en la Academia de Escritura en el otoño. Estaban inmersos en una conversación sobre ese tema cuando volví. Lars se limitó a mirarme, sonriente. ¿Qué estaba haciendo? Yo sabía que solía decir alguna que otra mentira, ¿pero estando yo delante? No dije nada, pero decidí mantenerme alejado de él en el futuro. Volvimos a Atenas, yo ya no tenía dinero, a Lars le quedaba todavía un montón y decidió volver a Oslo en avión al día siguiente. Estábamos sentados en la terraza de un restaurante, él comía pollo con la barbilla brillante de grasa, y yo bebía un vaso de agua. No quería pedirle dinero por nada del mundo, la única manera de poder aceptar dinero suyo era si él me ofrecía un préstamo. No lo hizo, y me quedé con hambre. Al día siguiente él se fue al aeropuerto, yo cogí un autobús hasta las afueras de la ciudad y me bajé cerca de una autovía, donde me puse a hacer autostop. Al cabo de unos minutos se paró un coche de policía, no sabían ni una palabra de inglés, pero entendí que en esa carretera estaba prohibido hacer autostop, de manera que cogí el autobús de vuelta a la ciudad y con el dinero que me quedaba saqué un billete de tren para Viena y me compré una barra de pan blanco, una Coca-Cola grande y un cartón de cigarrillos.
Pensaba que el viaje duraría unas horas, y me llevé un gran susto cuando vi que duraba cerca de dos días. En el compartimento iba un chico sueco de mi edad y dos chicas inglesas que resultaron ser algo mayores. Ya llevábamos un buen rato en Yugoslavia cuando se percataron de que no tenía ni dinero ni comida, y se ofrecieron a compartir conmigo la suya. El paisaje que se veía por las ventanillas era tan hermoso que hacía daño. Valles y ríos, granjas y pueblos, gente vestida de un modo que yo asociaba con el siglo XIX y que aparentemente trabajaba la tierra como se hacía entonces, con caballos y carros de heno, guadañas y arados. Parte del convoy era soviético, durante la noche me paseé por esos vagones, hechizado por las letras desconocidas, los olores desconocidos, el interior desconocido, las caras desconocidas. Cuando llegamos a Viena, una de las chicas, Maria, quiso que intercambiáramos nuestras direcciones, era atractiva, y en una situación más normal habría pensado que algún día podría ir a verla a Norfolk, tal vez convertirme en su novio y vivir allí, pero aquel día, caminando por las calles de las afueras de Viena, ella no significaba nada, yo seguía rebosante del recuerdo de Ingvild, a la que no había visto más que una vez en Semana Santa esa primavera, y con la que luego me había estado escribiendo, ella hacía que todo lo demás palideciera. Conseguí que una estirada mujer rubia de unos treinta años me llevara hasta una gasolinera de la autovía, allí pregunté a varios camioneros si tenían sitio para mí, uno de ellos asintió con la cabeza, tendría cuarenta y muchos años, era moreno, delgado y sus ojos pesados ardían, pero dijo que iba a comer algo antes de ponerse en ruta.
Esperé fuera en el caluroso crepúsculo fumando y mirando las luces a lo largo de la carretera, que se veían cada vez mejor conforme iba cayendo la noche, rodeado de un murmullo de tráfico a veces interrumpido por golpes secos de puertas de coches y repentinas voces de gente moviéndose en dirección al aparcamiento, yendo o viniendo de la gasolinera. Dentro había gente cenando en silencio, en solitario o familias con niños que llenaban a rebosar las mesas que ocupaban. Me sentía lleno de un silencioso júbilo, eso era justo lo que amaba más que nada, lo corriente y conocido, la autovía, la gasolinera, la cafetería, que sin embargo no me era nada familiar, por todas partes había detalles distintos a los que formaban parte de mi mundo. El camionero salió y me hizo una señal, lo seguí y subí al enorme vehículo, dejé la mochila en la parte de atrás y me acomodé en el asiento. El hombre arrancó el motor, todo zumbaba y temblaba, se encendieron los faros, salimos despacio, luego fue acelerando, hasta meternos por fin en el carril de la autovía, entonces me miró por primera vez. Schweden?, preguntó. Norwegen, respondí. Ah, Norwegen!, repitió.
Viajé en su camión toda la noche y parte del día siguiente. Intercambiamos nombres de jugadores de fútbol, se animó sobre todo con Rune Bratseth, pero como no sabía ni una palabra de inglés, eso fue todo lo que hablamos.
Estaba en Alemania y tenía mucha hambre, pero sin una corona en el bolsillo sólo podía fumar, hacer autostop y mantener viva la esperanza. Se paró un joven en un Golf rojo, dijo que se llamaba Björn, y que iba lejos, resultó fácil charlar con él, y cuando por la noche llegamos a su destino, me invitó a su casa y me sirvió muesli con leche, me comí tres raciones y me enseñó fotos de unas vacaciones que había pasado con su hermano en Noruega y Suecia cuando era pequeño, su padre era un enamorado de Escandinavia, dijo, por eso a él le había puesto el nombre de Björn. Su hermano se llamaba Tor, añadió, sacudiendo la cabeza. Me llevó hasta la autopista, yo le regalé mi casete triple de los Clash, me estrechó la mano, nos deseamos suerte, y volví a situarme en una entrada. Al cabo de tres horas un hombre despeinado y barbudo se paró en un Dos Caballos rojo. Iba a Dinamarca y dijo que podía ir con él todo el camino. Se preocupó por mí, mostró interés cuando dije que escribía, pensé que a lo mejor era profesor o algo por el estilo, me compró comida en una cafetería, dormí unas horas, entramos en Dinamarca, me compró más comida, y cuando al final me despedí de él, estábamos ya en el centro del país, a sólo unas horas de Hirtshals, es decir, casi en casa. Pero el último tramo se hizo más lento, conseguía transporte de veinte en veinte kilómetros, a las once de la noche había llegado sólo hasta Løkken y decidí quedarme a dormir en la playa. Anduve por un camino estrecho a través de un bosque bajo, en algunas partes el asfalto estaba cubierto de arena, y enseguida aparecieron ante mí las dunas, me subí a ellas y vi el mar gris y brillante bajo la luz de la noche escandinava de verano. Se oían voces y motores de coche procedentes de un camping que había a unos cientos de metros.