Criers and Kibitzers, Kibitzers and Criers
© 1965, 1963, 1962, 1961, 1960, 1959, Stanley Elkin
Publicado originalmente por Random House, Inc. en 1965
Dirección editorial: Didac Aparicio y Eduard Sancho
Diseño: Mikel Jaso
Maquetación: Endoradisseny
Primera edición en papel: Mayo de 2018
Primera edición digital: Mayo de 2018
© 2018, Contraediciones, S.L.
C/ Elisenda de Pinós, nº 22
08034 Barcelona
contra@contraediciones.com
www.editorialcontra.com
© 1990, Stanley Elkin, del prólogo
© 2018, David Paradela López, de la traducción
© Stanley Elkin Papers, Universidad Washington, de la foto de Stanley Elkin (junto a su Lexitron) de la contracubierta
ISBN: 978-84-948583-2-1
Composición digital: Pablo Barrio
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual.
PRÓLOGO
P or razones que no tengo nada claras, esta colección de relatos ha resultado ser la más duradera de mis obras, si por «duradera» hemos de entender no una línea temporal que comprende varias edades geológicas ni, ya puestos, tan siquiera las que consigna el calendario, sino ese escaso puñado —veinticinco desde su primera publicación en tapa dura en Random House en 1965— de años apenas lo bastante extenso como para abarcar una generación. Sin contar las épocas en que ha estado descatalogado, ni esa peculiar semivida transcurrida en el curioso limbo editorial conocido en el mundillo (aunque nunca de forma enteramente clara, al menos para quien firma este prólogo) como «sin existencias», ha seguido imprimiéndose bajo distintos sellos (Berkley Medallion, Plume, Warner Books y, creía yo, hasta que consulté el catálogo Books in Print, donde no logré encontrarlo, el sello Obelisk de la casa Dutton, y ahora también en Thunder’s Mouth Press) a lo largo de, hmm, pongamos dieciocho o diecinueve años. En comparación con las grandes edades históricas, es, claro está, cosa de nada: ciertamente, no está en la misma liga que los años luz de la astronomía, ni tan solo, ya que estamos, en la misma liga que el universo, pero no perdamos de vista que estamos hablando de frágiles años librescos, que vienen a ser a esta vida lo que los años de perro son a los aniversarios humanos. En una ratio de siete a uno (donde siete años perrunos equivalen a cuarenta y nueve años librescos), podríamos decir, en función de cómo computen los actuarios esa semivida antes mencionada, que mis llorones y kibitzers cuentan entre ochocientos ochenta y dos y novecientos once años. Un clásico, tan viejo como Matusalén: la prueba del tiempo, como se suele decir.
Además —seguimos con las cuentas—, dos de estos relatos, versiones, nunca ascendió a tanto. A fin de cuentas, salgo barato. Quizá, así en general y contándolo todo, treinta o treinta y cinco mil dólares desde 1966: he aquí mi tarifa por haber superado la prueba del tiempo. Ninguna fortuna, lo admito, pero tampoco cuatro perras: algo así como el rendimiento acumulado de un pequeño CD , pongamos.
Lo que no tengo claro es por qué. ¿Por qué este libro, tras la aparición de mi primera novela y antes de que hubiera terminado de escribir la segunda.) Así pues, ¿por qué? En serio, ¿por qué? Me gustaría saberlo.
Una de las razones, seguramente, es lo accesible de su estilo y (no en menor medida; en realidad, al contrario: en relación directa con la sencillez del estilo) la sintonía entre habla ordinaria y realismo, el secular pacto literario entre la sencillez y la verosimilitud. Aquí tenemos, por ejemplo, a Greenspahn, el dueño del supermercado, de regreso a la tienda tras haber ido al banco a buscar cambio:
La calle estaba tranquila. Parece domingo, pensó. En la tienda no habría nadie. Vio su reflejo en un escaparate y se fijó en que había olvidado quitarse el delantal. Se le ocurrió que, de algún modo, el delantal le confería aspecto de persona muy ocupada. Es lo que tienen los delantales, pensó. No ocurre lo mismo con los trajes. A menos que lleves maletín. Los maletines y los delantales dan la impresión de que uno está ocupado. Los uniformes no. Los soldados no dan la impresión de estar ocupados, y los policías tampoco. Los bomberos sí, pero solo cuando se ponen el casco. Schmo, pensó, un hombre de tu edad caminando por la calle con el delantal. Se preguntó si los directivos del banco habrían reparado en el delantal. Volvió a invadirlo la sensación de pesadez.
El realismo tiene algo reconfortante, casi balsámico, y que nada tiene que ver con los sobresaltos del reconocimiento —cosa que tampoco podría ser, digo yo, pues los sobresaltos nunca traen consuelo— o ni siquiera con la familiaridad que aporta el contenido, sino más bien con el hecho de que el mundo realista, en literatura al menos, es un mundo que, desde cierto punto de vista, y aun con sus sinsabores y tragedias, siempre tiene sentido, en tanto en cuanto se nutre —e incluso se jacta y se pavonea— de nuestra pasión por la razón. Lo que quiero decir es que la tradición realista trata supuestamente de las causas y los efectos, de la profunda necesidad de justicia que sienten los lectores —es decir, todos nosotros—, de la exigencia de que uno coseche beneficios (o castigos) en la medida en que los siembra, de la ley del justo merecido, según la contabilidad orgánica de Dios y la Naturaleza. Y puesto que la forma se adapta y sigue a la función, el estilo recibe la orden de no hacer ondas, sino, en vez de ello, limitarse a seguir la corriente, sin estridencias, aprehendiendo todo cuanto se le presenta por el camino, pero no mucho más, y nada en absoluto que no sea inmediatamente perceptible a simple vista.
Lo que pretendo decir es que estos nueve relatos se encuadran de pleno en el realismo. Puede que a veces malinterprete o plantee situaciones estúpidas, como en esa improbable escena de :
—«M OZO DE CUERDA ASPIRA A LA CORONA » —dijo uno de los hombres, leyendo un titular imaginario—. «¡E STIBADOR INMIGRANTE RECLAMA SU LEGÍTIMA MAJESTAD !»
—«E L PRETENDIENTE POSEE UN MEDALLÓN QUE VINCULA SU LINAJE A LOS ORÍGENES DEL R EINO .»
—«E L GUARDA DEL DUQUE AFIRMA QUE EXISTE UN “ASOMBROSO PARECIDO”.»
—«E L DEMANDANTE DESAFÍA AL DUQUE.»
—«E L DEMANDANTE DESAFÍA A DUELO AL DUQUE.»
—«¿M ONARCA O MERCACHIFLE?»
—«R UFIÁN REBELDE RECLAMA EL R EINO .»
—«R ELOJERO REGALA EL R EINO A RUFIÁN REFINADO .»
—«¿Q UIÉN ES K HARDOV ?»
Véase también la brutal y abrasiva franqueza del párrafo inicial de :
Yo soy Push el acosador, y odio a los niños nuevos y a los mariquitas, a los listos y a los tontos, a los niños ricos, a los pobres, a los niños con gafas, a los que hablan raro, a los presumidos, a los que se las dan de buenos y a los que se las dan de listos, a los que pasan los lápices y a los que riegan las plantas. Y a los tullidos, sobre todo a los tullidos. No amo a nadie que sea amado.
La cuestión aquí es que este estilo «más elevado» o más consciente —cuando no concienzudo— no solo es menos realista que la anodina y casi pasiva linealidad de la tranquila calle del carnicero, sino también más agresivo y belicoso. (Solo hay que pensar en las dos palabras clave de los títulos de estas historias —rampante, con esa combinación de descarado encabritamiento y apocado atrincheramiento, según pensemos en los cuartos delanteros o traseros, y