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John Kobler - Capone

Aquí puedes leer online John Kobler - Capone texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 1971, Editor: ePubLibre, Género: Historia. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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John Kobler Capone
  • Libro:
    Capone
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1971
  • Índice:
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Capone: resumen, descripción y anotación

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El público le llamó Scarface; el FBI le llamó Enemigo público Número Uno; sus asociados le llamaron Snorky. Pero Capone es el nombre más recordado. Y Capone, de John Kobler es la biografía definitiva del más brutal de los reyes del bajo mundo. Un libro íntimo y dramático que presenta una visión completa de Al capone y su era. Aquí está su verdadera historia: su infancia plagada de violencia en Brooklyn, época de teniente de John Torrio, su ascenso en las filas del bajo mundo, la famosa Masacre de San Valentín, si control de la ciudad de Chicago y su caída durante su internamiento en Alcatraz. Capone fue el gangter definitivo, este libro es la biografía definitiiva de Capone.

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El público le llamó Scarface; el FBI le llamó Enemigo público Número Uno; sus asociados le llamaron Snorky. Pero Capone es el nombre más recordado. Y Capone, de John Kobler es la biografía definitiva del más brutal de los reyes del bajo mundo. Un libro íntimo y dramático que presenta una visión completa de Al capone y su era.

Aquí está su verdadera historia: su infancia plagada de violencia en Brooklyn, época de teniente de John Torrio, su ascenso en las filas del bajo mundo, la famosa Masacre de San Valentín, si control de la ciudad de Chicago y su caída durante su internamiento en Alcatraz. Capone fue el gangter definitivo, este libro es la biografía definitiiva de Capone.

John Kobler Capone ePub r10 Titivillus 02052020 Título original Caopne - photo 1

John Kobler

Capone

ePub r1.0

Titivillus 02.05.2020

Título original: Caopne

John Kobler, 1971

Traducción: Martín Ezcurdia

Editor digital: Titivillus

ePub base r2.1

A Evelyn Pongámoslo sobre la mesa Y si robamos esta ciudad a ciegas Si - photo 2

A Evelyn

Pongámoslo sobre la mesa:

¿Y si robamos esta ciudad, a ciegas?

Si quieren quedarse con algo, que lo sujeten con clavos.

Toros enjaezados, hombres elocuentes, arrogantes oficiales, y los machos cabríos estirados en el estrado,

¿no están todos combalachados?

¿no siguen todos la hilera marcando el paso?

1.
SNORKY

Para un hombre de los años y la talla de Frank Loesch, aquélla era una espinosa misión. Con profundo disgusto, el venerable consejero de sociedades, miembro fundador de la Comisión del Crimen de Chicago y, a los setenta y cinco años, su presidente, cruzó el gran vestíbulo teselado en blanco y negro del «Hotel Lexington» y se dirigió al ascensor de reja de hierro. Para colmo de su sentido de humillación, había sido encargado de destruir al hombre cuya ayuda él buscaba. Entre los Enemigos públicos, un término que el mismo Loesch había acuñado para disipar la aureola romántica con la que la Prensa sensacionalista había revestido a los gángsters, Al Capone ocupaba el número uno. Pero ¿quién sino Capone podría o querría, este otoño de 1928, garantizar una elección libre y honrada a los votantes del condado de Cook? Desde luego no el gobernador del Estado, malversador de fondos y protector de criminales. Ni tampoco el grotesco alcalde de Chicago. Ni el fiscal del Estado, que no había logrado acusar con éxito a un solo gángster. Ni tampoco la Policía. Menos que nadie la Policía, de la que en cierta ocasión fanfarroneó Capone: «Yo soy el amo de la Policía».

Loesch recordaría más tarde: «Después de que me hicieran presidente de la Comisión del Crimen, no me llevó mucho tiempo el descubrir que Al Capone manejaba la ciudad a su capricho. Su mano llegaba a todos los departamentos de la misma y hasta al Gobierno del condado… Inicié negociaciones para encontrarme secretamente con el señor Capone en su cuartel general».

Los soberbios dispendios de Capone lo habilitaban para actuar como si fuese propietario del «Lexington». El vestíbulo estaba constantemente patrullado por sus jenízaros, que, a la vista de cualquier sospechoso o curioso, corrían a un teléfono interior para avisar a su jefe. Otros centinelas vigilaban las entradas de los diversos pisos al ascensor, y para acercarse al nido de Capone, en el cuarto piso, el visitante tenía que pasar entre hileras de guardaespaldas que portaban bajo sus chaquetas un revólver del calibre 45, en una pistolera que colgaba, de acuerdo con los cánones, desde un hombro hasta un centímetro y medio por debajo del sobaco.

El centro nervioso de las variadas actividades de Capone era el número 430, el salón de su suite de seis habitaciones. Desde aquí dirigía —con la ayuda de su porcino director financiero nacido en Moscú, Jake Greasy Thumb Guzik— un sindicato que poseía o controlaba cervecerías, destilerías, tabernas clandestinas, almacenes, flotas de barcos y camiones, night clubs, casas de juego, hipódromos y canódromos, burdeles, labor unions y asociaciones comerciales e industriales, con unos ingresos totales anuales de cientos de millones de dólares. El dinero se apilaba, a lo largo de las paredes del número 430, en bien atadas sacas de lona, en espera de ser llevado a los Bancos bajo nombres ficticios.

Para llevar a la práctica su voluntad, Capone contaba con un ejército de maleantes, petardistas y pistoleros, en número de 700 a 1000, algunos bajo su mando directo; otros, muy fáciles de conseguir gracias a los jefes de banda aliados. Para garantizar su inmunidad frente a la ley, disponía de unos complicados lazos con la City Hall, desde los conserjes hasta el alcalde.

Pasada la inspección de los centinelas, Loesch fue admitido a un vestíbulo oval. Un blasón con las iniciales A. C. había sido incrustado en el parquet de roble. A la izquierda, un cuarto de baño contenía una inmensa tina baja con espitas doradas y azulejos en verde Nilo y púrpura real. Una antigua alfombra oriental cubría el suelo del salón, y el alto techo estaba repujado con un fantástico diseño de follaje. Un candelero de ámbar y cristal ahumado arrojaba una suave luz. En una chimenea artificial, un montículo imitando carbón sobre unas bombillas brillaba en rojo rubí. Un aparato de radio había sido montado en el artesonado encima de la repisa.

Acostumbraba pasar las noches comiendo, bebiendo y frecuentando locales hasta después del alba, y los visitantes que llamaban a su puerta antes del mediodía lo encontraban en bata y pijama de seda, que, al igual que las sábanas de seda entre las que dormía, llevaban sus iniciales. Encargaba sus pijamas, del llamado modelo francés, en «Sulka», en lotes de una docena a 25 dólares la unidad. Su color preferido era el azul marino moteado en oro. También le encantaban los calzoncillos coloreados de seda italiana, que costaban 12 dólares cada uno. Sus trajes, hechos a medida por Marshall Field a 135 dólares unidad, con los bolsillos de la derecha reforzados para aguantar el peso de un revólver, eran de tonos claros —verde guisante, azul pólvora, amarillo limón— y se completaban con tirantes y calcetines haciendo juego, sombrero de fieltro y botines de paño gris perla. En el alfiler de corbata le centelleaba un diamante, una cadena de platino con un reloj incrustado de diamantes recorría su combado abdomen, y en el dedo medio llevaba un diamante puro, blanquiazulado, de 11 quilates, que le había costado 50 000 dólares.

En la época de esta visita de Loesch, Capone tenía veintinueve años, aunque parecía bastante más viejo. Montañas de pasta y cataratas de Chianti habían depositado capas de grasa en su cuerpo, pero el músculo que había debajo seguía teniendo una dureza de roca, y en un arranque de furor podía infligir un terrible castigo. Medía un metro setenta y cinco, y pesaba 115 kilos. Al andar inclinaba el torso hacia delante, en un movimiento aseverativo, y sus carnosas espaldas se curvaban como las de un toro. Su gran cabeza redonda se asentaba en un cuello muy ancho y corto, de forma que apenas la diferenciaba del tronco. Parecía congestionado, como si hubiera metido demasiada carne dentro del espacio disponible. Los cabellos eran castaño oscuro; los ojos brillaban, grises, bajo las anchas y lanudas cejas; la nariz era chata; la boca ancha, de labios carnosos y purpúreos. Una cicatriz recorría su mejilla izquierda desde la oreja hasta la mandíbula; otra le cruzaba esta última, y una tercera le afeaba la oreja izquierda, recuerdos de una antigua lucha con cuchillos. Le preocupaba este desfiguramiento. A menudo pensaba en hacerse la cirugía estética. No le crecía el pelo sobre esas cicatrices, y para mitigar la palidez de los surcos cuya blancura contrastaba con la oscuridad de la piel que cubría sus maxilares, se aplicaba gruesas capas de talco en el resto de la cara. A los fotógrafos de la Prensa les presentaba su perfil derecho, el normal. Detestaba el apodo que le habían dado los periodistas —

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