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Este libro está dedicado a Margaret Hamilton… Pero no a la bruja de El mago de Oz, sino a la programadora. Margaret Hamilton fue una ingeniera de software muy importante en la NASA, que trabajó en el proyecto Apolo y escribió el código que nos colocó en la Luna. El programa que Margaret escribió aquella vez era más complicado que lo que cualquiera de nosotros jamás vaya a escribir, con potenciales peligros más nocivos de lo que cualquiera de nosotros jamás vaya a tener que enfrentar… Y lo hizo todo con herramientas tan primitivas que sería lo mismo decir que lo hizo a través de la magia. Y le funcionó a la perfección.
De hecho, ¿saben qué?
Este libro también se lo dedico a la bruja.
UNO
Mari, dónde estás? El restaurante está por llenarse!
Marisa Carneseca hizo una mueca y luego respondió.
Estaré allí tan pronto como pueda. Solo dame un minuto.
Un minuto?, le reprochó su padre. Nuestra fuente de trabajo se viene abajo, y nuestro hogar pende de un hilo, y tú necesitas “un minuto”?
Sí, respondió Marisa. Ya casi termino. Estaré allí enseguida.
Puso los ojos en blanco e inmediatamente después se arrepintió de haberlo hecho. La interfaz de su djinni podía soportar el movimiento involuntario de los ojos, pero un gesto tan dramático como ponerlos en blanco y llevarlos hacia atrás (y Marisa había actuado muy dramáticamente) era tan desastroso como desplazar torpemente el dedo sobre una pantalla táctil de una punta a la otra. Las aplicaciones y los íconos en su visión se balanceaban ahora por todos lados, esparciéndose y alcanzando todos los rincones de aquel café tan elegante en el que se había sentado. Parpadeó rápidamente sobre cada uno de ellos para devolverlos a su lugar correspondiente. Lo más importante era la lista de órdenes para el almuerzo: cada persona que enviaba una orden al Solipsis Café dejaba un rastro digital, y ella había estado esperando allí en la red del café para revisar todas esas órdenes a través de su djinni, una supercomputadora implantada directamente en su cerebro. Las órdenes de almuerzo aparecían cada algunos segundos en una lista que su djinni proyectaba en sus implantes oculares. La lista parecía flotar en el aire frente a ella, aunque nadie más podía verla, claro.
Y eso resultaba bastante práctico, porque espiar la red de alguien más era ilegal.
Marisa encontró la conversación con su padre y la arrastró hasta el centro de su visión. Un mensaje brillaba justo al final, de tono molesto, y esperaba una respuesta.
Es la hora más transitada del almuerzo, morena. No podremos hacerlo sin ti.
Sé que es la hora del almuerzo, respondió Marisa. Por qué crees que estoy donde estoy?
Porque… no quieres ayudarnos con el almuerzo aquí?
Marisa se aseguró de no revolear tanto los ojos esta vez. En su lugar, cerró los ojos y apretó bien fuerte los puños, frustrada. Era tan típico de su padre colocar esas pausas en sus mensajes. Era casi como escuchar su voz pausando en el medio de una oración.
Abrió sus ojos otra vez y miró la mesa frente a ella, y su ensalada. De repente, se sintió culpable de estar allí. Su familia en verdad la necesitaba en San Juanito, su negocio familiar, y ahora se sentía aun más culpable por haber comprado aquella ensalada. No la quería, pero no se hubiese podido quedar allí dentro si no consumía nada. Miró hacia la pared detrás de ella. Justo del otro lado, a casi un metro de distancia, el camarero de Solipsis Café estaba sentado en su escritorio, ajeno a su curiosidad. Un ataque directo habría sido demasiado fácil de detectar, y es por eso que necesitaba estar tan cerca. Ella no se había logueado a la red del café, estaba literalmente leyendo las señales inalámbricas mientras volaban por todo el lugar. Volvió a mirar la lista de pedidos, esperando que justo la que necesitaba apareciera antes de que su padre perdiera la
paciencia. Nada aún... Al menos su padre todavía no había descubierto su ubicación…
Estás en el centro? Jamás llegarás a tiempo.
Marisa miró el techo y sacudió la cabeza. Los localizadores de GPS eran parte de los controles parentales que sus padres habían habilitado cuando le compraron su djinni, tal como habían hecho con sus otros hermanos también. Marisa había eludido la mayoría de esos controles hacía años, pero debía tener mucho cuidado con las señales más obvias, como su ubicación, o sería muy fácil ser descubierta. Y sabía que sus castigos serían raudos y despiadados. Una vez, hasta habían llegado a apagar su djinni por completo, dejándola totalmente desconectada. Le dio escalofríos el solo pensarlo. Algún día, ella misma podría pagarse el plan y podría hacer todo lo que quisiera. Pero ahora eso estaba muy fuera de su alcance.
Apenas iba a poder pagar aquella ensalada.
No solo sé que estás en el centro, siguió su padre. Estás en Solipsis Café!
Lo sé, fue su respuesta.
Sus ensaladas cuestan diez yuanes cada una. ¡No podemos comer almuerzos de sesenta dólares!
¡Lo sé!
¿Utilizaste mi cuenta para pagar por eso?
Papi…
Vendrás a casa ya mismo, muchacha.
Y no puedo comerme esta ensalada?, disparó Marisa. Me costó sesenta dólares!
Su padre no respondió durante unos segundos, y Marisa se lo imaginó despotricando en voz alta con quien fuera que estuviese lo suficientemente cerca como para escucharlo… Su madre, lo más probable, y alguno de sus hermanos que ya estuviera cumpliendo con su turno en el San Juanito. Es decir, toda la familia, pensó Marisa, porque solo Marisa-la-hija-problemática, sería tan mala persona como para escaparse durante la hora más concurrida del almuerzo un día sábado. Miró con desagrado su ensalada aún intacta. Luego, pinchó un pimiento con el tenedor y lo llevó de mala manera a la boca. Sus ojos se abrieron gigantes ante la sorpresa.
–Santa vaca, ¡esto es delicioso! –dijo en voz alta, y enseguida miró a su alrededor para ver si alguien la había escuchado. La mayoría de los otros comensales estaban con sus miradas perdidas en algún punto del espacio, leyendo o viendo algo en sus propios djinnis, pero un hombre aparentemente de negocios la miró de forma extraña. Marisa se volvió a su ensalada, deseando poder hacerse un bollo y desaparecer.
Otro mensaje saltó en su djinni. Esta vez, el mensaje era de Sahara, la mejor amiga de Marisa y su compañera de equipo en los juegos de realidad virtual.
Dónde estás?
En el infierno, respondió Marisa.
No, ya busqué allí.
Sahara rentaba el apartamento ubicado encima del restaurante de la familia de Marisa, por lo cual le resultaba simple aparecer y desaparecer a su antojo.
Podría decirse que tu padre anda por allí escupiendo las uñas que se va comiendo.
Ten cuidado. Aparécete seguido y te pondrá a atender mesas.
No sería la primera vez que lo intenta.