Como un pulso
Primera edición: 2020
ISBN: 9788418203077
ISBN eBook: 9788418203565
© del texto:
Isabel Alonso Dávila
© del diseño de esta edición:
Penguin Random House Grupo Editorial
(Caligrama, 2020
www.caligramaeditorial.com
info@caligramaeditorial.com)
© de la imagen de cubierta:
Álbum personal de la autora
© Fotografía de la autora:
Carlos Tedeschi
Impreso en España — Printed in Spain
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Para Javier, mi hijo, mi primer lector
«[…] a partir de un momento determinado,
que ya no es posible precisar con posterioridad,
una comienza a verse a sí misma históricamente,
es decir, inmersa en su época y vinculada a ella».
Christa Wolf, Un día del año. 1960-2000
«¿Qué es la ridiculez?
Renunciar voluntariamente a tu libertad,
esa es la definición de ridiculez».
Philip Roth, El animal moribundo
Prólogo
Veinte años y un día
El gesto fue muy breve, duró apenas un instante, pero los cuatro supieron que con él acababan veinte años de mentiras. El notario había extendido su pluma a Daniel mientras este todavía buscaba algo que escribiera en los entresijos de su desordenado macuto caqui y, ahora, la exigua firma aparecía estampada al final del documento que se había leído a los presentes. Algo infantil, como un borroncito tímido, pensó Julia de aquella firma, mirando a su hijo con una ternura que pocas veces asomaba a sus grandes ojos oscuros. Roberto y Simón habían permanecido muy quietos durante la lectura, dando con ello una cierta solemnidad a un acto que todos han intentado vivir de la manera menos enfática posible.
Roberto había perdido, por el camino del tiempo, el bigote que llevaba en aquellos años de estudiante de medicina en la Universidad de Granada y su casi inexistente labio superior quedaba ahora al descubierto, aunque todavía parecía estar preguntándose por qué le habrían dejado tan desnudo. Ese labio superior era el único rasgo disonante en una cara que, en todo lo demás, parecía ir proclamando la seguridad en sí mismo de la que siempre había hecho gala. Simón también aparecía pulcramente afeitado. Hacía ya algunos años que no llevaba su barba de estudiante, aquella que le daba un cierto toque andalusí que combinaba a la perfección con sus estudios de semíticas. A Julia le había atraído desde el primer momento.
El notario salió del despacho moviendo con cierta dificultad las carnes que le sobraban y que hacían que la camisa, que le quedaba perfecta en el cuello y los hombros, adquiriera el aspecto de un saco desmadejado a la altura del cinturón. Les acababa de decir que esperaran hasta tener listas las copias del documento que en aquel mismo acto debía entregar a los presentes.
Al quedarse solos empezaron a sonar de nuevo aquellas voces que no habían parado de oírse desde el momento en que los habían encerrado en aquel pequeño habitáculo, nada solemne, de aquella oficina, también nada solemne, hasta que había entrado el notario con casi una hora de retraso. Ahora fue Julia la primera en hablar.
—¿Te acuerdas de la notaría del abuelo, Dani? Qué diferente a esta, ¿no?
—La verdad es que no me acuerdo, mamá. Era muy pequeño cuando murió el abuelo.
Julia había contado a Dani muchas cosas de su abuelo, pero él sabía que recuerdos verdaderamente suyos tenía pocos. A veces pensaba, incluso, que más que recuerdos reales tenía en su cabeza los que su madre había ido colocando en ella o los falsos recuerdos que él mismo había construido viendo las fotos que tenía Julia de su padre por toda la casa.
—Al abuelo lo veo siempre como aparece en esa foto que nos hiciste tú —continuó Dani—, con el pelo gris peinado hacia atrás. Esa en la que estamos él y yo en La Explanada, casi a la puerta de su casa.
—Ya sé la que dices. Pero ahí estaba ya delgadísimo. Ahora, eso sí, impecable como siempre con un traje con chaleco.
—Me encanta esa foto. Yo voy andando ya solo, un poco adelantado. Pero mi mano izquierda se retrasa y se levanta hacia la mano derecha del abuelo, que, sin llegar a tocarme, aparece tendida hacia la mía, como si estuviera preparado para ayudarme si hacía falta. Lo que siempre me ha llamado la atención de esa foto es la frágil cuerda blanca que va de la mano del abuelo a la mía, como si entre los dos estuviéramos arrastrando algún juguete que hubiera quedado oculto tras sus enormes zapatos, negros y brillantes, que hacen parecer a los míos, casi escondidos bajo la pequeña campana de mis pantalones, diminutos.
—Pero cuánto detalle, Dani. Me dejas impresionado —dijo Roberto.
—Es que la he mirado y remirado miles de veces. Si hasta hice un trabajo para la facultad sobre esa foto. Yo voy muy atento, como si me preocupara el particular suelo ondulante, mientras que el abuelo mira con la misma intensidad hacia mi cabeza, que aparece en claroscuro, iluminada desde el lado izquierdo. Debía ser por la mañana —pareció concluir Dani entrecerrando sus ojos verdes. Pero continuó—: Esa foto tiene punctum , que diría Roland Barthes. Y el punctum es precisamente ese cordón blanco que va de una mano enorme a otra minúscula.
—¿ Punctum ?, pero ¿qué es eso? —preguntó Simón mientras dirigía a Julia una mirada risueña que contribuyó a que sus ojos se achinaran aún más—. Creía que lo sabía todo sobre Barthes y ahora vienes tú a enseñarme algo nuevo.
—Nada, una cosa que aprendí en un curso de fotografía que me pagó mi madre un verano. Pero que conste que lo hizo para ver si dejaba de meterme en líos pintando grafitis y me dedicaba a fotografiar los que hacían los demás. Bueno, «documentar » , lo llama ella. La verdad es que en el curso no aprendí mucho de fotos, pero nos hicieron leer ese libro y resulta que, «contra todo pronóstico » , como habría dicho mi abuela, me gustó. Gracias, mamá —añadió Dani.
—De nada, hijo —dijo Julia con un tono que parecía indicar que esa fórmula de cortesía, utilizada con ironía, aparecía con frecuencia en los diálogos entre madre e hijo, como un legado, en forma de cita, de la generación anterior.
—Que no, no te rías, que esta vez te estoy dando las gracias de verdad. Es que el de Barthes es uno de los pocos libros que conservo en mi estantería —explicó Dani dirigiendo su mirada hacia Simón—. Y eso que, mi madre primero y tú después, no habéis parado de regalarme libros toda mi vida. Pero los otros los presto y los pierdo, y el de Barthes no lo he prestado nunca y creo que ya lo he leído como siete veces. Para que luego digáis que juego demasiado al Quake y que leo demasiado poco.
—Pero ¿de qué libro de Barthes hablas?, me tienes en ascuas —insistió Simón.
—¡Ah! Creía que lo sabrías. Así que no lo sabes todo, menos mal. Es La cámara lúcida y explica que el punctum tiene que ver con la emoción que despierta algún detalle en el que mira una foto. O algo así, vamos. Es una cosa que quien hace la foto no ha buscado, pero que sale de la imagen para clavarse en quien la mira, como una punzada en el rostro, dice Barthes. El que mira la foto lo ve, pero quien hizo la foto no lo vio cuando apretó el disparador de la cámara, como seguramente mi madre no vio la cuerda blanca entre la mano del abuelo y la mía el día en que nos hizo esa foto.