Un mundo posindustrial de fábricas abandonadas convertidas en talleres y agencias de transporte, un hotel familiar en un pueblo de montaña en los años sesenta, la emigración masiva de valencianos a Barcelona a principios del siglo XX, la vida de las clases populares en el barrio de Gracia, el anarquismo y el pistolerismo. Un paisaje extraordinario para una historia arrebatadora. El barrio de la Plata es el microcosmos donde se desarrolla la tragedia de los padres y el drama de los hijos: la fascinación de los contrarios, el choque entre diferentes maneras de entender la vida, la cultura como elemento fundamental en la construcción de la identidad contemporánea.
Julià Guillamón
El barrio de la plata
Título original: El barri de la plata
Julià Guillamón, 2018
Revisión: 1.0
Para Cris, de espaldas, en el pasillo de la calle Luchana.
Autor
JULIÀ GUILLAMON es un escritor y crítico literario español, nacido en Barcelona en 1962. Estudió Filología Catalana en la Universidad de Barcelona. Desde el año 1994publica semanalmente sus críticas en el diario La Vanguardia. Como ensayista ha tratado la imagen de Barcelona en la literatura entre los años setenta y los Juegos Olímpicos de Barcelona 1992. Su obra literaria refleja el fracaso de las utopías y la desaparición del mundo industrial.
Ha sido comisario de diversas exposiciones literarias. Uno de sus proyectos, Literaturas del exilio, se ha presentado en Barcelona, Buenos Aires, Santiago de Chile, Ciudad de México y Santo Domingo, en la República Dominicana. Ha conseguido el premio Crítica Serra d’Or de Ensayo 2002, el premio Octavi Pellissa 2006, el premio Ciutat de Barcelona de ensayo 2008 y el premio Lletra d’Or al mejor libro catalán del año 2008.
—Taxi!
—But I’ve no money.
—I have.
—Where are we going? —Where I belong.
My Fair Lady
1. EL PASAJE MAS DE RODA
Busco una manera de empezar, el hilo de Ariadna que me llevará de regreso al barrio de la Plata, el barrio de los valencianos, en Pueblo Nuevo, donde viví hasta casi los treinta años. Y encuentro el inicio inesperadamente en La Vanguardia de hoy, 21 de octubre de 2014, que en la página treinta y cinco publica una información sobre la muerte de José Daurella. En los años cincuenta, junto a su hermano Francisco, se puso al frente de Cobega, la empresa fundada por su padre, que fabricaba y distribuía la Coca-Cola en España y Andorra (más tarde también en Portugal y en algunos países del norte de África). En 1983, cuando entré a trabajar en el diario Avui, la redacción conservaba algunas costumbres corporativas del viejo periodismo. Por ejemplo, el 24 de enero se celebraba san Francisco de Sales, patrón de periodistas y escritores. Cobega mandaba a unas azafatas que servían vasos de Coca-Cola. Por esta razón, y por los anuncios a página entera que pagaba generosamente, cuando Francisco Daurella publicaba una de sus novelas, el diario le correspondía. Mandaba a un redactor, que fabricaba una breve noticia sobre el acontecimiento social que rodeaba la presentación. Daurella era un tipo inquieto, acabó montando un museo en Barcelona y otro en Madrid, con una buena colección de pintura. Escribía novelas históricas y de ambiente cosmopolita con el seudónimo de Fran Daurel. Yo era el redactor más joven de la sección de cultura y me correspondía asistir a las presentaciones. Era lo que en el lenguaje del periodismo de aquel tiempo se llamaba un pesebre: un acto de compromiso, con poca substancia cultural. Y, a pesar de ello, había algo admirable en aquel Fran Daurel, propietario de una de las primeras fábricas a la americana de Barcelona, en la calle Guipúzcoa, que acogía a los niños de los colegios, en visitas culturales, un tipo forrado que escribía novelas de detectives y regalaba Coca-Cola a los periodistas.
Quizás porque al propio Daurella le gustaba escribir, Coca-Cola promovía el Concurso Nacional de Redacción. Participaban en él chicos y chicas de toda España: todos los escritores de mi generación desfilaron por allí. Seleccionaban a tres o cuatro alumnos de cada colegio, que participaban en las eliminatorias provinciales y, más adelante, en la final nacional. Yo no pasé de una de las rondas de Barcelona, pero años más tarde conocí a un tipo que ganó el Concurso Nacional. Lo obsequiaron con un viaje a Río de Janeiro. En aquellas primeras rondas regalaban libros. Recuerdo que iba a por leche a la calle Joncar, el carrer deis gitanos (la calle de los gitanos) como lo llamaba mi yaya, obsesionado con la idea de ganar aquellos libros que acabarían siendo el punto de partida de una biblioteca. Me rondaba por la cabeza un monólogo interior como el de los dibujos animados de Oliver y Benji: «¡tengo que ganar esos libros, tengo que ganar esos libros!». Era una especie de confesión o de examen de conciencia, los buenos propósitos a los que siempre aludía mi madre. Me regalaron tres libritos de una colección de la Editorial Bruguera que se llamaba «SÍ-NO». Recuerdo que uno de los autores, quizás el autor de los tres, era José Repollés. Nacido en Calanda en 1914, «prolífico autor de obras de carácter popular, en ocasiones escribió bajo seudónimo (…). Es autor, entre otros libros de divulgación, de una deslucida Historia de España.
Su escritura carece de relieve artístico». Pobre hombre: vaya manera de tratarlo en la Wikipedia.
Cada uno de los libritos abordaba un tema de forma didáctica. Empezaba por un test de doscientas preguntas al que debías contestar escogiendo entre cuatro opciones. A continuación, el autor se las componía para dar respuesta a todas aquellas preguntas en un texto continuo. Los años setenta fueron la época de oro de las fichas y de los test, continuación natural de la teoría de conjuntos y de los móviles que se utilizaban con fines pedagógicos en el parvulario y en los primeros cursos de primaria: la simplificación divertida, la idea de que, con solo algunas nociones, dejándote guiar por la intuición, podías llegar a resolver cualquier problema. Recuerdo unas fichas azules y otras de color tostado, de historia y de ciencias sociales, respectivamente. Y las hojas de ejercicios del método Ruaix para aprender catalán, que también funcionaban a base de fichas. En el mercado de lance he encontrado libros de la colección «SÍ-NO». Me han sorprendido El teatro universal, de María Aurelia Capmany, La música, de Jaume Vidal Alcover y Napoleón, de José Miguel Mínguez Sender, porque cuando empecé a moverme en los ambientes literarios en los años ochenta los conocí a los tres. No recuerdo que me tocara ninguno de esos volúmenes. Igual regalaban los que se vendían menos. Repollés era un escritor sin relieve artístico, los libros de la colección «SÍ-NO» no eran demasiado atractivos, pero era una manera de empezar.
El colegio Voramar era lo que en los años sesenta se llamaba una escuela de padres. Enseñaban catalán, en una época en la que no formaba parte de los programas educativos. Nuestro profesor era Joan-Enric Vives, un cura joven de la iglesia de Santa María del Taulat. Vestía vaqueros y conducía un Citroen Dyane 6. Mucho más tarde, siempre con sotana o