Altom Laura Marie - Papa Temporal
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Papa Temporal: resumen, descripción y anotación
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El bombero Jed Hale estaba acostumbrado a controlarlo todo. Pero veintiséis horas cuidando de los trillizos de su hermana eran demasiado. Su hermana Patti tendría que haber vuelto el día anterior. Estaba preocupado. Pero también sabía dónde la encontraría: en la cabaña familiar a mil doscientos kilómetros de distancia.
Su nueva y bellísima vecina Annie Harnesberry apareció para echarle una mano. Tenía un toque mágico con los bebés y calmó a los trillizos en unos minutos. Llevado por la desesperación, Jed le pidió a Annie que se uniera a él y a los trillizos en su misión de búsqueda de Patti. ¡Y Annie aceptó!
¡Buaaaa! ¡Buaaaa, buaaaaaaaa!
Sentada en una cómoda silla de ratán en el patio de su nuevo piso, Annie Harnesberry alzó la vista del ejemplar de agosto de Decoración económica y arrugó la frente.
¡Buaaaaa!
Aunque no era madre, llevaba siete años trabajando como maestra de preescolar, y eso daba cierta credibilidad a lo que sabía respecto a los niños. Por no mencionar que había pasado los dos últimos años enamorándose de Conner y sus cinco encantos. Y, a juzgar por el daño que le había hecho, Conner debía de tener un doctorado como rompecorazones.
La bebé Sarah solo tenía nueve meses cuando Conner había llevado a la siguiente de sus hijas, Clara, de tres años, a la escuela en la que ella enseñaba.
La atracción inicial había sido innegable; Annie había sentido gran afinidad por Clara y Sara. Las dos bellezas de ojos azules habrían robado el corazón a cualquiera.
Igual que su padre que, poco a poco, había convencido a Annie de que la amaba a ella, no a su habilidad para cuidar de sus retoños.
El hombre la había devastado emocionalmente cuando, en vez de ofrecerle un anillo el día de San Valentín, le había ofrecido trabajo como niñera interna antes de mostrarle el solitario de diamantes que iba a regalarle a otra mujer esa misma a noche.
A Jade.
Su futura esposa.
El problema era que a Jade no le hacía gracia el ruido de los piececitos correteando por la casa, de ahí la súbita necesidad de Conner de una niñera. Le había explicado que, exceptuando ese fallo, la exótica morena era una auténtica delicia. «Viviremos todos juntos como una familia feliz, ¿no crees?», le había dicho.
¡Buaaaa, bua, buaaaa!
Annie suspiró.
Quienquiera que estuviese a cargo de esa pobre criatura en el piso que había al otro extremo del pasadizo techado, tendría que hacer algo para calmarla. Nunca había oído un llanto similar. Se preguntó si el bebé estaría enfermo.
Arrancó una hoja muerta del tiesto de alegrías rojas que había sobre la mesa y volvió a centrarse en el artículo dedicado a la pintura vidriada. Le gustaría mucho probar esa técnica en el aseo de invitados que había bajo la escalera.
Tal vez en color borgoña.
O dorado.
Algo rico y decadente, similar, en el sentido decorativo, a una cucharada de chocolate fundido.
La casa en la que había crecido había estado pintada, de arriba abajo, dentro y fuera, en vibrantes tonos de joya. Había vivido con sus abuelos, dado que su madre y su padre eran ingenieros que viajaban al extranjero tan a menudo que dejó de acompañarlos cuando tuvo edad escolar. Su segunda residencia, que nunca llamaría hogar, había estado pintada del color del puré de patatas. Esa era la casa que había compartido con su exmarido, Troy, un hombre tan abusivo que habría hecho que Conner pareciera un santo. Su tercera residencia, el apartamento al que había corrido tras dejar a su ex, había mejorado un poco el puré de patatas: estaba pintado de color amarillo crema de maíz.
Se encontraba en su cuarta vivienda y, esa vez, pretendía arreglar la decoración y también su vida. Le gustaba pasar cinco días a la semana rodeada de colores primarios y papel pintado con los personajes de Barrio Sésamo, pero en su tiempo libre quería un entorno más adulto.
¡Buaaa, buaaa, buaaaa!
¡Bua, bua, buaaaa!
¡Buaaaaaaa!
Annie volvió a dejar la revista sobre sus rodillas. Algo fallaba en el llanto de ese bebé.
Se preguntó si habría más de uno.
Sin duda, tenían que ser dos.
E incluso podrían ser tres.
Pero ella se había instalado hacía dos semanas y no había visto ni oído nada que sugiriera la presencia de un bebé en el complejo, y menos aún de tres. En parte por eso había preferido ese piso a los que había junto al río, que tenían mejores vistas de Pecan y de sus famosos huertos de pacanas.
El problema del complejo con vistas era que estaba destinado a familias y, tras despedirse llorosa de la bebé Sarah, Clara, sus dos hermanos y hermana, por no hablar de su padre, lo último que Annie quería era ver niños en su nuevo hogar.
Conner había empaquetado a sus hijos, a su bella nueva esposa y a una niñera escandinava y se habían traslado todos a Atlanta. Los niños estaban tan confusos como Annie por la súbita aparición de Jade en la vida de su padre. Les enviaba cartas y tarjetas de cumpleaños, pero aún los echaba de menos. Por eso había dejado Bartlesville, su pueblo natal, y se había mudado a Pecan. Se había resignado a cuidar niños solo en el trabajo.
Conner era su segunda mala experiencia con los hombres. Y con intentar formar parte de una familia grande y ruidosa. No quería recordatorios a diario del desastre de su última relación.
No más recuerdos de sus viajes con los niños a Wal-Mart o a QuickTrip o al supermercado. No más dolor de corazón cada vez que viera un coche que le recordara al Beemer plateado de Conner.
Necesitaba empezar de nuevo en un pueblo pequeño y encantador en el que Conner no se rebajaría a poner el pie.
Annie miró su revista.
Vidriado.
Lo único que necesitaba para sentirse mejor era tiempo y una lata de pintura.
¡Bua, bua, buaaaa!
Annie volvió arrugar la frente.
Nadie dejaría a un bebé llorar así.¿Le habría ocurrido algo a la mamá o al papá del bebé?
Arrugó la nariz y, mordisqueando la punta de su dedo meñique, dejó la revista en la mesa y se asomó por encima de la verja de hierro forjado que rodeaba su patio.
Un brisa fresca alborotó sus cortos rizos rubios, llevándole el aroma a pan fresco de la mayor fábrica de la ciudad, a un par de kilómetros de allí. Aún no había probado el pan de trigo y pecanas Finnegan, pero decían que estaba para morirse.
Normalmente, en esa época del año en Oklahoma habría estado dentro, sentada cerca de la rejilla del aire acondicionado. Pero como la noche anterior había llovido, no era un día típico de agosto, sino que se intuía un atisbo del otoño por llegar.
¡Buaaaaaa!
Annie abrió el pestillo de la puerta del patio y cruzó la hierba de un triste tono entre verdoso y marrón. El baño para pájaros que había dejado el anterior propietario del piso estaba seco. Tenía que acordarse de llenarlo la siguiente vez que regara sus alegrías y caléndulas.
¡Buaaaa!
Siguió avanzando por el jardín compartido, cruzando por el viejo pasadizo de ladrillo que compartía con el desconocido propietario del apartamento que había frente al suyo.
Verónica, la burbujeante pelirroja enamorada del rock de los ochenta y del yogurt, gerente del club del complejo de apartamentos, le había dicho que allí vivía un bombero soltero.
Al ver los arbustos de azaleas muertos que había a los lados de la puerta, Annie deseó que al tipo se le diera mejor echar agua a edificios ardiendo que a las pobres y sedientas plantas.
¡Buaaaa, buuuua, buaa!
Volvió a mordisquearse el meñique.
Miró la puerta del bombero y luego la suya.
Seguramente, lo que estuviera ocurriendo allí no era asunto suyo.
Sus amistades decían que pasaba demasiado tiempo preocupándose de los problemas de los demás y no el suficiente de los suyos. Pero, aparte de tener el corazón roto, no tenía problemas.
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