© 2001, Alan Glynn
Título original: The Dark Fields
© 2011 por la traducción, Efrén del Valle
Quisiera dar las gracias a las siguientes personas por su ayuda y apoyo, tanto moral como editorial: Eithne Kelly, Declan Hughes, Douglas Kennedy, Antony Harwood, Andrew Gordon, Liam Glenn, Eimear Kelly, Kate O'Carroll y Tif Eccles.
Había recorrido un largo camino para llegar a ese prado azul, y su sueño debió de parecerle tan próximo que difícilmente se le escaparía. No sabía que ya había quedado atrás, en alguna parte de aquella vasta oscuridad, más allá de la ciudad, donde los campos oscuros de la república se extendían bajo la noche.
F. SCOTT FITZGERALD, El gran Gatsby
Se está haciendo tarde.
He perdido la noción del tiempo, pero deben de ser más de las once. Tal vez se esté acercando ya la medianoche. No obstante, soy reacio a consultar el reloj, pues eso no hará sino recordarme el poco tiempo que me queda.
En cualquier caso, se está haciendo tarde.
Y todo está en silencio. Aparte de la máquina para hacer hielo que zumba frente a mi puerta y alguno que otro coche que recorre la autopista, no oigo absolutamente nada: ni tráfico, ni sirenas, ni música, ni lugareños charlando, ni animales intercambiando extrañas llamadas nocturnas, si es eso lo que hacen los animales. Nada. Ni un solo ruido. Es horripilante, y no me gusta. Quizá no debería haber venido hasta aquí. Tal vez debería haberme quedado en la ciudad y dejar que el parpadeo de la luz cortocircuitara mi ahora sobrenatural capacidad de atención, que el ajetreo y el ruido incesantes me agotaran y quemaran toda esta energía que bombea en mi organismo. Pero si no hubiese venido a Vermont, a este hotel de carretera -el Northview Motor Lodge-, ¿dónde me habría hospedado? Difícilmente podría haber impuesto mis aflicciones a mis amigos, así que imagino que no tenía más opción que esta: montarme en un coche y abandonar la ciudad, conducir cientos de kilómetros hasta esta plácida y desierta región del país.
Y hasta esta plácida y desierta habitación de hotel, donde sus tres motivos decorativos, distintos pero igualmente abigarrados -alfombra, papel de pared y sábanas-, pugnan por captar mi atención, por no hablar de las omnipresentes obras de arte de centro comercial, la imagen de una montaña nevada sobre la cama y la reproducción de Los girasoles junto a la puerta.
Estoy sentado en una butaca de mimbre en un hotel de carretera de Vermont; todo me es desconocido. Tengo un ordenador portátil apoyado sobre las rodillas y, a mi lado, en el suelo, una botella de Jack Daniel's. Miro hacia el televisor, atornillado a un rincón de la pared, y está encendido, sintonizada la CNN, pero con el sonido apagado. En pantalla hay un equipo de comentaristas -asesores de seguridad nacional, corresponsales de Washington y expertos en política exterior- y, aunque no puedo oírlos, sé de qué hablan… Hablan de la situación, de la crisis. Hablan de México.
A la postre cedo y miro el reloj.
No me puedo creer que ya hayan transcurrido casi doce horas. En un rato, por supuesto, serán quince, y luego veinte, y después un día entero. Lo que ha sucedido en Manhattan esta mañana se está desvaneciendo, se desliza por esas innumerables calles mayores de pueblo, por esos kilómetros de autopista, y se precipita hacia el pasado a un ritmo que se antoja artificialmente rápido. Pero también empieza a desmoronarse bajo la inmensa presión, a quebrarse y fragmentarse en distintos pedazos de memoria a la vez que permanece en un tiempo presente suspendido, ineludible, afianzado e irrompible, más real y más vivo que cualquiera de las cosas que veo a mi alrededor en esta habitación de hotel.
Consulto de nuevo mi reloj.
Al pensar en lo sucedido me palpita el corazón, y lo hace de manera audible, como si fuese presa del pánico ahí dentro y estuviera a punto de salírseme del pecho a golpes, frenético. Pero al menos no me martillea la cabeza. Eso llegará, lo sé, tarde o temprano, y el intenso pinchazo de detrás de los ojos trocará en una espantosa agonía por todo el cráneo. Pero todavía no ha comenzado.
No obstante, el tiempo se acaba.
Así pues, ¿por dónde empiezo?
Supongo que he traído el portátil con la intención de guardarlo todo en un disco, de escribir un relato sincero de lo ocurrido y, sin embargo, aquí estoy, dudando, dándole vueltas al material, titubeando como si dispusiese de dos meses y tuviera una suerte de reputación que proteger. El hecho es que no dispongo de dos meses -probablemente sólo disponga de un par de horas- y carezco de reputación, pero aun así creo que debería decantarme por un prólogo osado, algo grandilocuente y declamatorio, la clase de texto que quizá emplearía un omnisciente y barbudo narrador del siglo xix para arrancar su último mamotreto de novecientas páginas.
La pincelada general.
Pero lo cierto es que no hubo nada genérico en ello, nada grandilocuente ni declamatorio en el modo en que comenzó todo esto, nada particularmente prometedor cuando, hace unos meses, me tropecé una tarde con Vernon Gant en plena calle.
Vernon Gant.
De todas las relaciones y configuraciones cambiantes que pueden darse en el seno de una familia moderna, de todos los parientes posibles que te pueden endilgar -personas a las que estarás vinculado de por vida en documentos, fotografías y oscuros recovecos de la memoria- con una absoluta vaguedad, absurdidad incluso, una figura se alza imponente sobre todas las demás, una sola figura: el ex cuñado.
Apenas fabulada en historias y canciones, no es una relación que precise renovarse. Es más, si tú y tu ex esposa no tienen hijos, no existe motivo alguno por el cual tengas que volver a ver a esa persona en la vida, jamás. A menos, por supuesto, que te topes con ella en la calle y no puedas evitar el contacto visual, o no seas lo bastante rápido para hacerlo.
Era un martes de febrero, hacia las cuatro de la tarde, un día soleado y relativamente cálido. Yo transitaba la Calle 12 con paso firme, fumando un cigarrillo, y me dirigía a la Quinta Avenida. Estaba de mal humor y abrigaba oscuras ideas sobre una amplia variedad de temas; el pensamiento dominante era mi libro para Kerr & Dexter -En marcha: de Haight-Ashbury a Silicon Valley-, si bien no había nada inusual en ello, pues subyacía de manera incesante en todo cuanto hacía, en cada comida, en cada ducha, en cada partido que veía por televisión, y en cada escapada a la tienda de la esquina para comprar leche, papel higiénico, chocolate o tabaco a altas horas de la noche. Si la memoria no me traiciona, mi temor de aquella tarde era que el libro fuese inconexo. En este tipo de cosas debes obrar un delicado equilibrio entre contar la historia y… contar la historia -ya me entienden-, y me preocupaba que tal vez no hubiese historia, que la premisa básica del libro fuese un pedazo de mierda. Además de eso, pensaba en mi apartamento de la Avenida A con la Calle 10 y en que necesitaba mudarme a un lugar más espacioso, pero también en que esa idea me aterrorizaba: retirar los libros de las estanterías, ordenar mi escritorio y luego empaquetarlo todo en cajas idénticas. Olvídalo. También pensaba en mi ex novia, María, y en Romy, su hija de diez años, y en que yo no encajaba en aquella situación. Nunca hablaba lo suficiente con la madre y era incapaz de dominar mi lenguaje cuando me dirigía a la niña. Por mi cabeza rondaban otros pensamientos oscuros: fumaba demasiado y me dolía el pecho. De vez en cuando aparecían una serie de síntomas, cosas físicas, inquietantes: dolores extraños, posibles bultos, sarpullidos, síntomas de una enfermedad quizá, o de un entramado de enfermedades. ¿Qué ocurriría si un día se agarraban de las manos, se activaban y caía desplomado, inerte?
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