«Flash, en inglés, significa rayo. Un flash es lo que pasa por el cuerpo de un drogadicto cuando, empujada por el pistón de la jeringa, la droga entra en sus venas».
Este libro no es un testimonio más de un drogadicto. Es un descenso a los infiernos, un relato de aventuras fascinantes y peligrosas. Su motor: la sed de experimentar y conocer. Su combustible: la droga, todas las drogas.
Enero de 1970. De Marsella a Beirut, de Estambul a Bagdad, de Bombay a Benarés, en barco, a pie, en auto, Charles Duchaussois se acerca poco a poco a su meta: Katmandú. Su ruta está jalonada por sucesos extraordinarios. En el Líbano se asocia a traficantes de armas y toma parte en la cosecha de hachís. Dirige un club nocturno en Kuwait. En Nepal se convierte en médico y cirujano de los habitantes de los contrafuertes del Himalaya. Por fin llega a Katmandú, destino predilecto de hippies y junkies.
Marco Polo de los tiempos modernos, Duchaussois hilvana con honestidad este documento inquietante y terrible, que desnuda los entretelones de un mundo del cual sólo suele conocerse la fachada.
Charles Duchaussois
Flash
La trágica experiencia de la droga
ePub r1.2
Lipa 02.02.15
Título original: Flash ou le grand voyage
Charles Duchaussois, 1974
Traducción: Elisa López de Bullrich
Editor digital: Lipa
ePub base r1.2
Para Bernard Touchais
que me arrancó esta confesión.
CHARLES DUCHAUSSOIS (27 de enero de 1940 - 27 de febrero de 1991) fue un escritor francés, conocido por su novela autobiográfica Flash ou le grand voyage.
Charles, viajó por Europa y Asia, comenzando su recorrido en la década de 1960. Poco tiempo después de su partida llegó a Katmandú, la capital de Nepal, la cual era conocida en ese tiempo como la capital de la droga.
Llega un momento en que Charles se encuentra en una situación crítica, a causa de su drogadicción, y debe irse de Katmandú y recorre Nepal hasta llegar al Himalaya, Charles se encuentra tan mal, que pesa 40 Kg midiendo 1.80 m.
Más adelante logra una recuperación, y escribió Flash, la trágica experiencia de la droga en la que cuenta su vida, sus experiencias y sus viajes, y tiene como objetivo dar conciencia de lo que es verdaderamente la droga.
SEGUNDA PARTE
Las torres de la muerte
Kuwait fue una etapa un poco especial en mi viaje hasta Katmandú. Por lo pronto un alto en la droga, como si inconscientemente hubiera querido purificarme un poco antes de sumergirme por completo en los excitantes. Pasamos en Kuwait un mes entero de farra, sin descanso. Una bacanal. Una verdadera orgía de borracheras y aventuras amorosas. Nada más fácil en uno y otro caso para un muchacho libre como yo, sin preocupaciones y listo para cualquier cosa. En pocas palabras, Kuwait es el paraíso para la gente libre y dispuesta a todo. Es un pequeño principado, riquísimo en la actualidad gracias al petróleo que aflora en su suelo y en sus costas; rebosante de dinero y de lujos.
En seguida de llegar saltan a la vista una serie de detalles significativos. En primer término las rutas, que son espléndidas. Después de habernos zarandeado durante días enteros por caminos pedregosos, llenos de baches, nos encontramos no bien cruzamos la frontera con un extraordinario pavimento, liso, brillante, ancho como las autopistas europeas. Alrededor sólo se ven autos norteamericanos, deslumbrantes por su largo y colorido. Y por todas partes de la ciudad, suntuosas mansiones.
En todo Kuwait no he visto más que una tapera de adobe. Todo el resto es nuevo.
No hay pobres en Kuwait. En el frente de todas las casas, en las ventanas de cada departamento y a veces en cada ventana se advierten las rejillas de los acondicionadores de aire. Por todos lados encima de todos los techos tanto los departamentos como los de las casas, hay grandes cisternas de agua, pintadas (nunca supe por qué) con rayas diagonales blancas y negras. Todas las casas, por más chicas que sean, tienen su cisterna y su acondicionador de aire.
Resulta muy fácil divertirse en medio de tanto lujo y tanta abundancia. Y en Kuwait uno se divierte con ganas. Tal vez no tanto los nativos del lugar, sobre todo en la época en que nosotros llegamos pues es el Ramadán, pero sí en la colonia europea. Las mujeres de los ingenieros petrolíferos son unas verdaderas devoradoras de hombres, al acecho del viajero.
Nos hacemos echar el guante la noche misma de nuestra llegada.
Luego de haber buscado en vano lugar en algún hotel (todos están repletos de peregrinos rumbo a la Meca) nos encontramos sentados en los escalones del correo, meditando sobre la situación, decididos a pedir hospedaje en la policía (lo hice muchas veces en Oriente), cuando en eso vemos llegar a dos mujeres jóvenes.
Son dos francesas. Nos oyeron hablar y se acercan a nosotros muy sonrientes. Las dos están casadas con ingenieros. Sus maridos están trabajando desde hace ocho días en el mar en las torres de perforación. No volverán antes de quince días. Están solas y se aburren. Nos invitan para el día siguiente, pero les preocupa que seamos tantos.
Combinamos una cita, a pesar de todo, y esa noche dormimos en un galpón de la policía.
A la mañana siguiente, muy cortésmente nos ofrecen desayuno. Y luego, Guy, Romain y yo explicamos a nuestros superhippies que queremos trabajar en Kuwait y que nos haremos ayudar, si podemos, por las dos francesas. Al oír la palabra trabajo retroceden como gatos ante el agua. Discutimos un poco. Es lo que queremos para tener las manos libres… Y logramos lo que queríamos: indignados, se marchan por su lado.
Al poco rato estamos en casa de las muchachas. Almorzamos con ellas. Son realmente encantadoras. Françoise es una morocha, pequeña y bonita, con muy buena figura y muy joven. La otra, que se llama Jacqueline, es un poco mayor, una rubia desteñida, del tipo provocadora. Es muy vulgar, no habla más que de «eso». Pero no parece muy ansiosa para eso. En una palabra, nos excita durante todo el almuerzo y nos larga duros en el momento crucial. Nos quedamos solos con Françoise. Y esta pobre chica, como para hacerse perdonar por tener una amiga tan imposible, nos abre gentilmente los brazos por turno a los tres. Por supuesto, esa noche dormimos allí.
Al día siguiente vuelve Jacqueline y nos anuncia que nos ha conseguido un departamento: es de un soltero que está trabajando también en el mar. Un departamento que nos damos cuenta no bien entramos que es el depósito de whisky de la colonia francesa. Porque el alcohol está prohibido en Kuwait. Solamente se bebe en las casas particulares (muchos, inclusive, tienen un bar en sus autos). Y cuando digo «beber» me quedo corto. Nos encharcamos.
Pero todavía persiste el problema de las visas. Son válidas solamente por una semana, y es realmente una pena tener que abandonar este paraíso al cabo de ocho días. Y nuevamente es Jacqueline, tan exasperante por un lado con su incesante charla de provocadora que siempre se las arregla para escabullirse, la que nos soluciona el asunto.
Una mañana nos acompaña a la oficina del jefe de visas.