EL ZAR DE
LA DROGA
La vida y la muerte de un narcotraficante mexicano
Terrence E. Poppa
Copyright © 2018 by Terrence E. Poppa
Smashwords edition
Prohibida la reproducci ó n parcial o total de esta obra sin la autorizaci ó n del autor.
A Linda Bejarano, Victor Manuel Oropeza,
Yolanda Figueroa y los cientos de periodistas
de este hemisferio que han sido asesinados,
sequestrados, torturados, amenazados
o persiguidos por buscar la verdad.
CONTENIDO
I: LA PLAZA
II: LA ORGANIZACION
III: MUERTE DE UN ZAR
PARATEXTO FINAL
El zar de la droga es una historia verdadera. Aunque algunos nombres han sido omitidos y otros varios cambiados para proteger al inocente, los personajes y las escenas son reales. El diálogo fue tomado palabra por palabra de entrevistas a los participantes, entre ellos el actor principal, Pablo Acosta.
I
LA PLAZA
ACOSTA DIRIGE SU organización desde el pueblo de Ojinaga con mano férrea y no tolera ningún tipo de rebelión, ya sea evidente o encubierta. Si sospecha que se está fugando información, o si uno de los miembros o socios no actúa en la forma esperada, los retira cuanto antes y de manera permanente. Tiene una forma sumamente rigurosa de hacer valer su propia ley, que consiste en eliminar a los infractores. Acosta se interesa de manera personal y activa en cualquier tipo de maniobras sucias, o en lo que puedan decir sus enemigos y competidores. Sus ejecuciones son muy aparatosas y se realizan en formas muy peculiares, como ejemplo para los demás.
Es una persona desalmada y extremadamente peligrosa, con muy poca consideración por la vida humana si ésta interfiere en el desarrollo de su operación. Y aun cuando es pequeño de estatura, no vacila en enfrentarse a tiros con sus enemigos o con las fuerzas de la ley. Acosta ha mandado matar a varios competidores y estuvo implicado en dos asesinatos en Hobbs, Nuevo México, y en cuatro en México.
Se ha asociado a su organización con por lo menos veinte asesinatos ocurridos desde 1982, cifra que podría ascender al doble. Se informa que ha comenzado a armar a sus miembros con municiones cubiertas de teflón, capaces de penetrar los chalecos antibalas tipo armadura que llevan los oficiales de la ley. Se sabe también que el propio Acosta usa un chaleco antibalas y generalmente lleva consigo guardaespaldas fuertemente armados.
Algunos informes (no confirmados) de inteligencia indican que Pablo Acosta y su organización cuentan con protección de ‘alto nivel’, desde personas en la ciudad de México hasta el propio gobernador de Chihuahua. (...) Se cree que a nivel local, en el norte de Chihuahua y Ojinaga, Acosta cuenta con la protección del general mexicano encargado de la zona.
Se dice que algunos de sus hombres han formado parte de la PJFM (Policía Judicial Federal Mexicana) del área de Ojinaga, que está bajo su control directo a través de uno de los comandantes.... En otros casos se informa que algunos de sus hombres poseen credenciales de la PJFM.
—Tomado de la introducción del informe confidencial de la DEA
“La organización de Pablo Acosta”, abril de 1986
Ojinaga
PARA LLEGAR A OJINAGA por el lado norteamericano, hay que tomar una carretera de dos carriles desde Marfa, Texas e iniciar un largo descenso hacia la cuenca del río Bravo a través de escabrosas montañas. A veinte millas de distancia, en el horizonte azulado, se ve el pueblo situado en un llano del otro lado del río. A lo lejos se ven los enormes remolinos de polvo que atraviesan la árida planicie que rodea al pueblo. Grandes penachos de humo negro se elevan del basurero municipal hacia el cielo. Parece un pueblo en estado de sitio.
Como los poblados que aún existen a orillas del río Bravo, Ojinaga fue alguna vez poco más que un conjunto de casuchas de adobe. Fue a través de este seco pueblo fronterizo que John Reed, el apasionado cronista del cambio violento, entró a México para hacer su reportaje sobre la Revolución Mexicana, describiendo a la Ojinaga de aquellos violentos días como un pueblo de “calles blancas y polvosas cubiertas de estiércol y forraje”.
Posteriormente Ojinaga creció gracias al estímulo del comercio, tanto legal como ilegal. Tan aislada de la autoridad del lado mexicano como Presidio, su ciudad hermana del lado americano, Ojinaga se convirtió en la ruta preferida de quienes se dedican al contrabando de todo tipo de mercancías. Durante la prohibición, lo usual era el licor falsificado y un fuerte aguardiente de cacto llamado sotol. Durante la Segunda Guerra Mundial, los pilotos y soldados apostados en un campo militar de las afueras de Marfa impulsaron el comercio del pueblo gastando a manos llenas en las tiendas del centro y en las cantinas de la zona roja.
Después de la Segunda Guerra Mundial, la heroína aportó nuevas remesas de dinero al polvoso pueblo fronterizo. Sustraída de las laderas de Sinaloa en la costa occidental de México, donde los campesinos se dieron cuenta de que la amapola se cotizaba más alto que el maíz, la goma extraída de esta flor era transportada a través de la Sierra de Chihuahua hasta los laboratorios clandestinos enclavados en las montañas que circundan el pueblo minero de Parral. Y siempre había alguien dispuesto a introducir el producto refinado a los Estados Unidos.
El pueblo de Ojinaga que Pablo Acosta llegó a dominar surgió de las cenizas de Domingo Aranda, un viejo contrabandista y narcotraficante que fue quemado vivo un día a orillas del río Bravo.
Aranda era uno de los contrabandistas más prósperos y fue posiblemente el primer zar de la droga de la región. Por lo menos, fue el primero de una sucesión de padrinos que hasta hoy se recuerdan. Campesino de Ojinaga, de elevada estatura, Aranda se inició como contrabandista durante la Segunda Guerra Mundial, a los veintitantos años de edad. Escoltaba una caravana de mulas en las que transportaba llantas, azúcar y café, y todo cuanto pudiera estar racionado o escaseara en los Estados Unidos durante esos años, llegando incluso tan lejos como Fort Stockton. Con cuarenta, cincuenta y hasta cien mulas, avanzaba pesadamente durante la noche a través de los cañones del Gran Recodo de Texas; a fin de evitar ser visto por las patrullas, recurría a señales para comunicarse a grandes distancias. Los rancheros del área del Gran Recodo sabían lo que significaba la presencia de fogatas en lo alto de las montañas a altas horas de la noche o el reflejo distante de espejos durante el día.
Después de la guerra, Aranda salió de Ojinaga y se fue a establecer a Ivory Street en Portales, pueblo agrícola de las planicies del sudeste de Nuevo México. El racionamiento concluyó con la guerra y al igual que otros contrabandistas que se habían quedado sin trabajo, Aranda se dedicó a vender una nueva mercancía: la heroína, café, pastosa y modestamente refinada que provenía de las montañas. Teniendo a sus hijos como aprendices, contrabandeaba la heroína desde las sierras sureñas de Chihuahua hasta el Río Bravo, luego se enfilaba hacia el norte por las antiguas rutas de contrabando siguiendo los senderos privados de rancherías o caminos sin pavimentar. Evitaba ser capturado distribuyendo la mercancía entre mexicanos de su confianza, los que a su vez se la vendían principalmente a otros mexicanos. Desde su modesta vivienda en Portales desarrolló eficientes conexiones en Albuquerque e incluso tan lejos como Chicago.
Al principio, Aranda se especializó en el contrabando de heroína. Estaba al tanto de los mercados. Pero conforme empezó a florecer la generación pacifista consumidora de mariguana, se dedicó a negociar con este tipo de droga. Si nos apegamos a las normas de los años sesenta, era un próspero traficante de drogas.
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