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Joan Margarit - Para tener casa hay que ganar la guerra

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Joan Margarit Para tener casa hay que ganar la guerra
  • Libro:
    Para tener casa hay que ganar la guerra
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2018
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Para tener casa hay que ganar la guerra: resumen, descripción y anotación

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Agradecimientos

Agradecimientos

En primer lugar, a Mariona, por la inteligencia paciente con la que ha realizado todas las lecturas que he necesitado.

A Josep M. Rodríguez, por permitirme contar con su fuerza de poeta amigo.

A Mònica Margarit, por su tajante y negativa lectura inicial.

A Jordi Gracia, por su tajante y positiva lectura inicial.

A Esther Margarit, compartiendo su tristeza en la despedida de nuestras islas.

A Carles Margarit, por sus bondadosos sarcasmos.

A Izaskun Arretxe, por haberme empujado a escribir este libro.

1. El nombre perdido

El nombre perdido

Pisé por primera vez las tierras del Delta del Ebro cuando ya tenía nietos. Y no fui por ningún motivo remarcable. ¿Por qué me he sentido siempre tan lejos de mis orígenes maternos? Convoco los nombres: La Cala, Tortosa, Tarragona. Tantas veces oyéndola hablar de esos lugares con aquel acento cerrado que nunca perdió. Si algún vago sentimiento surge dentro de mí es el de una frialdad vecina al miedo. También me ocurre algo parecido con Castellbisbal, de donde era el padre de mi padre. Dos lugares sobre los que el olfato sentimental ya desde muy pequeño me advertía de que lo mejor era no buscar nada por allí. El tercero de los orígenes, la Sanaüja de mi abuela paterna, ha sido la roca a la que, al arrastrarme la riada del tiempo, he podido agarrarme. De ahí que sea el lugar donde empieza mi vida recordada.

Y, sin embargo, que siempre evitara pensar en ello no quiere decir que haya podido anular la influencia, poderosa quizá, de aquellos lugares y de aquellas personas sobre mí. Ahora que ya nadie, ni yo mismo, puede sospechar que el propósito al hablar del pasado más lejano sea mejorar de alguna manera un mañana con el que ya no cuento, puedo aventurarme en esta narración.

De mis visitas al Delta me quedó una sensación de permanente presencia de aire y agua. El agua salada extendiéndose hasta el horizonte, unida siempre a la luz de un cielo tan vasto como sólo he visto desde el Teidvere; el agua dulce cruzando, inundando y moteando una tierra plana, que apenas sobresale de la línea del horizonte del agua. Campos de arroz de un verde rotundo y sensual, extensiones de plantas de unos verdes más humildes y variados, con flores de sorprendente suavidad, una vegetación elegante y resistente cubriendo todo el espacio, desde las grandes ciénagas a la arena de las playas. Y poblando este escenario, las aves de colores brillantes y delicados, grandes como cigüeñas o minúsculas como petirrojos o chorlitos.

Pero ahora imaginemos el Delta del último tercio del siglo XIX y el primer tercio del XX, cuando ya están ahí los imparables cambios estructurales. Ha sido una región fronteriza, con gente llegada de todas partes, con una alta mortalidad a causa del paludismo endémico. Gente que ha vivido del pastoreo, la caza, la pesca o de actividades que van de la extracción de sal, o sosa, hasta el comercio de sanguijuelas, pasando por el cultivo de los campos de arroz desde la apertura, en 1860, del canal de riego de la Derecha del Ebro. Mi abuelo todavía vivía en Tortosa, ciudad donde nació. Si bien, todo apuntaba ya al otro canal, el de la Izquierda del río, que pronto se construiría.

Fue cuando el hombre joven que ya era mi abuelo decidió buscarse la vida y el futuro en La Cala, pueblo de topónimo duro y precioso por el que sus habitantes lo conocieron, al menos hasta la generación de mi madre. Después se impuso el actual nombre, Ametlla de Mar. Mi abuelo abrió allí una tienda que tenía un poco de todo, aunque primaban la ropa y los productos de farmacia, de ahí los nombres con los que popularmente se conocía el establecimiento: Cal Panyero o Cal Farmaciero. Se casará en La Cala con una muchacha procedente, también, de Tortosa. Y tendrán seis hijos, cuatro chicas y dos chicos. El Canal de la Izquierda se termina curiosamente en 1912, el año en que nace su hija menor: mi madre. En aquellas tierras ya ha empezado una revolución económica que incluirá la eliminación del paludismo, su terror ancestral. Entre la inauguración de los dos canales, la población ha crecido de tres a cuatro mil personas, y es el pueblo de Cataluña que tiene la flota más importante dedicada a la pesca del atún.

La pareja formada por el abuelo Josep Consarnau Balfegó y la abuela Trinidad Sabaté Nivera se instala en la casa grande y blanca, de tres pisos, en cuyos bajos han abierto la tienda. Frente al puerto. Nunca nadie me contó de dónde procedían las familias, pero se hace difícil no pensar en la relación entre Consarnau y la población bretona Conçarneau teniendo en cuenta que durante siglos las migraciones francesas hacia Cataluña fueron frecuentes. Como ya he apuntado, en La Cala nacieron sus seis descendientes: la primera hija en 1892 y la quinta, Milagros, en 1902. Mi madre llegaría diez años después.

No entré nunca en aquella casa. Recuerdo vagamente haberla visto —pero ya no pertenecía a ningún miembro de nuestra familia— mientras acompañaba a mi madre en el único viaje que hice con ella. Siempre habló con añoranza de su infancia, pero regresó muy pocas veces a su pueblo. Y de sus dos hermanos y dos hermanas vivos sólo llegué a tratar a Milagros, durante un par de años fugaces que duró la buena relación entre ellas. Este enojarse que lleva bruscamente al olvido, cerrando las etapas conflictivas de un portazo, forman parte también de mi carácter: soy nieto de los pañeros y farmacieros. Suelen ser cuestiones que no acostumbro a tratar con nadie, pero quienes me conocen saben que mi indiferencia es la actitud que disimula el rechazo insoportable de algún nudo sentimental que no sé o no tengo la paciencia o la tolerancia necesaria para poder deshacer, y que termino cortando —o sólo amenazo con hacerlo— en seco.

De aquella casa, que ya hace mucho tiempo que no existe, me llegan una limpieza y un orden que rayan peligrosamente con la violencia, pero que a la vez son responsables de una fortaleza imprescindible para la supervivencia como poeta. Una supervivencia de largo alcance que tiene mucho que ver con cuestiones que sólo en apariencia están lejos de la poesía, precipicios familiares, profesionales, sexuales, la fuerza para vivir con dos hijas muertas. Los poemas viven y surgen siempre entre cosas así.

Josep y Trinitat eran más viejos que mis abuelos paternos, y no los recuerdo. Quizá por eso mi madre me hablaba de ellos siempre que podía, para compensar la ventaja abrumadora de la familia de mi padre, mucho más reducida pero la única presente en mi infancia. Las fotografías de Josep Consarnau muestran a un hombre tan convencido de lo que debía hacer en la vida como de lo que no. Quién sabe si de ahí procedía esa tristeza oculta que uno descubre al contemplar su retrato con atención. Las fotografías de Trinitat Sabaté son las de una mujer menuda, con unas gafas también pequeñas y una cara seca y tensa, muy lejos de la sonrisa. Eran gente adusta —«no se reían nunca», solía decir mi padre—, conservadora y exigente. Pero a mi padre se le escaparon otros aspectos, por ejemplo, la imagen cariñosa que mi madre guardaba de aquel hombre. Ella era un juguete tardío que llegó a una casa donde había ya poco lugar para la permisividad y el desorden. Su padre, entrado en años, se permitió con aquella niña debilidades sentimentales que no se había permitido con sus otros hijos. Por eso, en su juventud, mi madre fue una mezcla de la dureza propia de La Cala con la inocencia e incluso un cierto temperamento caprichoso de la chica que de alguna manera ha sido consentida, razón que explica en parte su mala o inexistente relación con sus hermanos. Pero a las dos últimas chicas, Milagros y Trini, la pareja de Cal Pañero las obligó a estudiar para maestras. La familia se trasladó a Tarragona con ese fin. Hoy llevan el nombre de la mayor una calle y un Grupo Escolar de l’Hospitalet de Llobregat que ella dirigió.

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