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Rosario Castellanos - Mujer que sabe latín…

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Rosario Castellanos Mujer que sabe latín…

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A Luis Villoro

La mujer y su imagen

A LO LARGO de la historia (la historia es el archivo de los hechos cumplidos por el hombre, y todo lo que queda fuera de él pertenece al reino de la conjetura, de la fábula, de la leyenda, de la mentira) la mujer ha sido, más que un fenómeno de la naturaleza, más que un componente de la sociedad, más que una criatura humana, un mito.

Simone de Beauvoir afirma que el mito implica siempre un sujeto que proyecta sus esperanzas y sus temores hacia el cielo de lo trascendente. En el caso que nos ocupa, el hombre convierte a lo femenino en un receptáculo de estados de ánimo contradictorios y lo coloca en un más allá en el que se nos muestra una figura, si bien variable en sus formas, monótona en su significado. Y el proceso mitificador, que es acumulativo, alcanza a cubrir sus invenciones de una densidad tan opaca, las aloja en niveles tan profundos de la conciencia y en estratos tan remotos del pasado, que impide la contemplación libre y directa del objeto, el conocimiento claro del ser al que ha sustituido y usurpado.

El creador y espectador del mito ya no ven en la mujer a alguien de carne y hueso, con ciertas características biológicas, fisiológicas y psicológicas; menos aún perciben en ella las cualidades de una persona que se les semeja en dignidad aunque se diferencia en conducta, sino que advierten sólo la encarnación de algún principio, generalmente maléfico, fundamentalmente antagónico.

Si nos remontamos a las teogonias primitivas que tratan de explicarse el surgimiento, la existencia y la estructura del universo, encontraremos dos fuerzas que, más que complementarse en una colaboración armoniosa, se oponen en una lucha en que la conciencia, la voluntad, el espíritu, lo masculino, en fin, subyugan a lo femenino, que es pasividad inmanente, que es inercia.

Sol que vivifica y mar que acoge su dádiva; viento que esparce la semilla y tierra que se abre para la germinación; mundo que impone el orden sobre el caos; forma que rescata de su inanidad a la materia, el conflicto se resuelve indefectiblemente con el triunfo del hombre.

Pero el triunfo, para ser absoluto, requeriría la abolición de su contrario. Como esa exigencia no ocurre, el vencedor —que posa su planta sobre la cerviz del enemigo derribado— siente, en cada latido, una amenaza; en cada gesto, una inminencia de fuga; en cada ademán, una tentativa de sublevación.

Y el miedo engendra nuevos delirios monstruosos. Sueños en que el mar devora al sol en la hora del crepúsculo; en que la tierra se nutre de desperdicios y de cadáveres; en que el caos se desencadena liberando un enorme impulso orgiástico que excita la licencia de los elementos, que desata los poderes de la aniquilación, que confiere el cetro de la plenitud a las tinieblas de la nada.

El temor engendra, a un tiempo, actos propiciatorios hacia lo que los suscita y violencia en su contra.

Así, la mujer, a lo largo de los siglos, ha sido elevada al altar de las deidades y ha aspirado el incienso de los devotos. Cuando no se la encierra en el gineceo, en el harén a compartir con sus semejantes el yugo de la esclavitud; cuando no se la confina en el patio de las impuras; cuando no se la marca con el sello de las prostitutas; cuando no se la doblega con el fardo de la servidumbre; cuando no se la expulsa de la congregación religiosa, del ágora política, del aula universitaria.

Esta ambivalencia de las actitudes masculinas no es más que superficial y aparente. Si la examinamos bien, hallaremos una indivisible y constante unidad de propósitos que se manifiesta enmascarada de tan múltiples maneras.

Supongamos, por ejemplo, que se exalta a la mujer por su belleza. No olvidemos, entonces, que la belleza es un ideal que compone y que impone el hombre y que, por extraña coincidencia, corresponde a una serie de requisitos que, al satisfacerse, convierten a la mujer que los encarna en una inválida, si es que no queremos exagerar declarando, de un modo mucho más aproximado a la verdad, que en una cosa.

Son feos, se declara, los pies grandes y vigorosos. Pero sirven para caminar, para mantenerse en posición erecta. En un hombre los pies grandes y vigorosos son más que admisibles: son obligatorios. Pero ¿en una mujer? Hasta nuestro más cursis trovadores locales se rinden ante «el pie chiquitito como un alfiletero». Con ese pie (que para que no adquiriera su volumen normal se vendaba en la China de los mandarines y no se sometía a ningún tipo de ejercicio en el resto del mundo civilizado) no se va a ninguna parte. Que es de lo que se trataba, evidentemente.

La mujer bella se extiende en un sofá, exhibiendo uno de los atributos de su belleza, los pequeños pies, a la admiración masculina, exponiéndolos a su deseo. Están calzados por un zapato que algún fulminante dictador de la moda ha decretado como expresión de la elegancia y que posee todas las características con las que se define a un instrumento de tortura. En su parte más ancha aprieta hasta la estrangulación; en su extremo delantero termina en una punta inverosímil a la que los dedos tienen que someterse; el talón se prolonga merced a un agudo estilete que no proporciona la base de sustentación suficiente para el cuerpo, que hace precario el equilibrio, fácil la caída, imposible la caminata. ¿Pero quién, si no las sufragistas, se atreve a usar unos zapatos cómodos, que respeten las leyes de la anatomía? Por eso las sufragistas, en justo castigo, son unánimemente ridiculizadas.

Hay pueblos, como el árabe, como el holandés, como algunos latinoamericanos, que no conceden el título de hermosa sino a la obesa. El tipo de alimentación, el sedentarismo de las costumbres permiten merecer ese título. A costa, claro es, de la salud, de la facilidad para desplazarse y de la desenvoltura para moverse. Torpe, pronta a la fatiga, la mujer degenera de la molicie a la parálisis.

Pero hay otros métodos más sutiles e igualmente eficaces de reducirla a la ineptitud: los que quisieran transformar a la mujer en espíritu puro.

Mientras ese espíritu no hace compañía a los ángeles en el empíreo, está alojado, ay, en la cárcel del cuerpo. Mas para que la pesadumbre de ese estado transitorio no abata a su víctima hay que procurar que el cuerpo sea lo más frágil, lo más vulnerable, lo más inexistente posible.

No todas tienen la etérea condición que se les supone. Y entonces es preciso disimular la abundancia de carne con fajas asfixiantes; es preciso eliminarla con dietas extenuadoras. Sexo débil, por fin, la mujer es incapaz de recoger un pañuelo que se le cae, de reabrir un libro que se le cierra, de descorrer los visillos de la ventana al través de la cual contempla el mundo. Su energía se le agota en mostrarse a los ojos del varón que aplaude la cintura de avispa, las ojeras (que si no las proporciona el insomnio ni la enfermedad las provoca la aplicación de la belladona), la palidez que revela a un alma suspirante por el cielo, el desmayo de quien no soporta el contacto con los hechos brutales de lo cotidiano.

Las uñas largas impiden el uso de las manos en el trabajo. Las complicaciones del peinado y el maquillaje absorben una enorme cantidad de tiempo y, para esplender, exigen un ámbito adecuado. El que protege contra los caprichos de la intemperie: la lluvia, que deshace el contorno de las cejas, tan cuidadosamente delineado con un lápiz; que borra el color de las mejillas, tan laboriosa, tan artísticamente aplicado; que degrada los lunares, distribuidos según una calculada estrategia, en irrisorias manchas arbitrarias; que exhibe las imperfecciones de la piel. El viento, que desordena los rizos, que irrita los ojos, que arremolina la ropa.

El hábitat de la mujer bella no es el campo, no es el aire libre, no es la naturaleza. Es el salón, el templo donde recibe los homenajes de sus fieles con la impavidez de un ídolo. Una impavidez que no puede siquiera mostrar la fisura de una sonrisa de vanidad complacida porque el arreglo del rostro se quebraría en mil arrugas reveladoras de la declinación de un astro sujeto, a pesar de todo, a los rigores y avatares de la temporalidad.

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