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Juan Bolea - La melancolía de los hombres pájaro

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La melancolía de los hombres pájaro: resumen, descripción y anotación

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Francisco Camargo es un controvertido empresario español. Propietario de una naviera, una flotilla de aviones, una cadena de hoteles, otra de supermercados y varios bancos en España, tiene, además, grandes intereses económicos en la exótica Isla de Pascua. Allí ha iniciado las obras del hotel más lujoso de la isla y ha financiado un proyecto único cuyo fin es sacar a la luz una serie de “moais” de incalculable valor. En El Tejo, a escasos kilómetros de Santander, vive Jesús Labot. Cuñado de Camargo, Labot es un prestigioso abogado criminalista acostumbrado a defender a los peores y más corruptos criminales de la sociedad. Su apacible y acomodada vida dará, sin embargo, un vuelco definitivo cuando encuentren a su hija Gloria brutalmente asesinada. Varios días después de la trágica pérdida, con ocasión del eclipse total que acontecerá el 31 de diciembre y coincidiendo con la fecha de inauguración del hotel, Camargo reúne en la isla a Labot y su esposa Sara, a Martina de Santo, una afamada inspectora de Policía que trabaja en Homicidios, a Úrsula Sacromonte, una novelista de enorme éxito, y a José Manuel de Santo, el embajador de España en Chile y primo de Martina, entre otros invitados. Durante los escasos cinco minutos que dura el eclipse se cometerá un nuevo y misterioso asesinato… La leyenda del hombre pájaro, el enigma que rodea el yacimiento arqueológico donde se encontraron los moais, un hijo bastardo que podría arruinar la reputación de toda una familia, un críptico diario escrito por Gloria poco antes de morir y la conexión entre dos crímenes separados por diecisiete mil kilómetros de distancia, pondrán a prueba a Martina y a Labot en una novela de resolución magistral.

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Juan Bolea

La melancolía de los hombres pájaro

Martina de Santo V, 2011

«El alma de los antiguos hombres de Rapa Nui va penetrando en la mía a medida que contemplo en el horizonte el círculo soberano del mar. Comparto su angustia ante la enormidad de las aguas y comprendo que hayan acumulado a la orilla, en su tierra aislada, estas gigantescas figuras del Espíritu de las Arenas y del Espíritu de las Rocas, a fin de tener a raya, bajo sus miradas fijas, la terrible e inquieta potencia azul.»

PlERRE LOTI

Diario de un guardiamarina de La Flore:

isla de Pascua, 1872

PRIMERA PARTE

Capítulo 1

El cielo estaba cubierto. No hacía frío, aunque sí un viento cuya violencia podría arrojar ladera abajo cualquier elemento poco arraigado a la tierra.

En ningún caso, porque para eso habría hecho falta un tsunami, a los moais cuyos altares seguían protegiendo la isla de Pascua.

Empezó a llover. Las gotas se clavaban a la piel como en el probador de un sastre un pomo de alfileres al patrón de una solapa.

– Protéjase, don Francisco -aconsejó con prudencia el arqueólogo Manuel Manumatoma, ofreciendo al hombre que le acompañaba uno de los dos chubasqueros plegados en su mochila.

Francisco Camargo, un controvertido empresario español con intereses económicos en la isla de Pascua, lo desplegó e hizo pasar por su cabeza la abertura de un poncho de poliuretano, con capucha, sin mangas, largo hasta los muslos. En el acto lo agradeció. La ladera del volcán Rano Kau, que el profesor Manumatoma y él se disponían a ascender, era lisa, sin árboles ni rocas. Al carecer de un refugio donde guarecerse de la lluvia, ambos se habrían empapado en poco rato.

Horas antes, sin embargo, nada parecía indicar que el día fuese a estropearse. El cielo había amanecido azul, con el aire en calma y un sol diamantino iluminando el Pacífico.

Camargo había despertado junto a una de las pocas playas de la isla, la de Anakena, con una sensación de paz. Tras desayunar a base de frutas y una doble taza de café negro, se había puesto una fresca camisa de algodón y un pantalón de hilo para dirigirse a su cita con el arqueólogo.

De camino a Hanga Roa, la capital de la isla, había empezado a soplar un viento frío y cortado. Poco antes de que Camargo se reuniera con Manumatoma, y como si las arrastrasen invisibles cuadrigas, negras nubes habían oscurecido el cielo. Cuando el arqueólogo y el banquero avanzaban en el jeep del primero por la carretera de greda que comunicaba con el poblado de Orongo, ráfagas huracanadas habían hecho bandear el vehículo. Todos los espíritus de Polinesia, incluidos los malignos Aku Aku, parecían haberse puesto de acuerdo para soplar a la vez, barriendo con su furioso aliento los escasos ciento setenta y un kilómetros cuadrados de la isla más aislada y solitaria del planeta.

A la vista del mal tiempo, Manumatoma había consultado a su acompañante si deseaba aplazar la visita a las casas barco de Orongo y al volcán Rano Kau. Pero Camargo, que apenas disponía de unas horas antes de emprender su regreso a España, se había negado en redondo.

– Tengo la agenda repleta hasta diez minutos antes de que despegue mi avión. No hay tiempo que perder, ni excusa para hacerlo. Quiero ver Orongo y quiero verlo ahora.

El profesor había vacilado.

– Allá arriba el viento va a soplar con una fuerza terrible.

– También lo hizo días atrás y terminó amainando. Por estas latitudes no son frecuentes las tormentas, ¿no es así?

– Cierto.

– ¿Entonces?

– Nada me extrañaría que un aguacero tropical nos caiga encima.

– Le haremos frente -había decidido el banquero.

El arqueólogo se había resignado a obedecer, aunque no sin preguntarse en qué clase de fuente de energía recargaba su acompañante el impulso que parecía articular sus bruscos movimientos. Francisco Camargo era un hombre decidido, pero nadie hubiera dicho que tenía distinción. Sus rasgos no resultaban nobles. Tampoco eran de pianista sus manos, cubiertas de vello negro. Nada en la imagen de aquel hombre de gestos resueltos y voz dura invitaba a pensar que se trataba de uno de los empresarios más ricos de España, dueño de una fortuna que en los últimos veinte años no había hecho sino diversificarse y crecer.

Manuel Manumatoma había tratado con el banquero en dos breves reuniones, celebradas ambas en la metrópolis continental, Santiago de Chile. En ninguno de esos dos encuentros le había permitido Camargo llevar la voz cantante. El profesor había aprendido pronto lo estéril que resultaba contrariar a quien todos en la isla llamaban ya «el señor banquero».

– Usted manda, don Francisco.

– Así es -sonrió él.

Y, realmente, así era. Desde hacía un año y medio, el Grupo Camargo se había establecido en la isla de Pascua. Las gestiones para su implantación habían sido muy rápidas. Con un par de semanas al trimestre su presidente -el propio Francisco Camargo- había tenido tiempo suficiente para revolucionar aquel remoto peñasco del Pacífico, iniciando las obras de un hotel, un centro comercial y una entidad bancada. De los quinientos varones rapa nui en edad y condiciones de trabajar, más de un centenar lo hacía ya para él.

De manera estratégica, y en línea con sus intereses, Camargo había cultivado a las autoridades pascuenses. Entre sus promesas al gobernador Elías Christensen destacaban la de acabar con el desempleo entre la comunidad rapa nui y la de regalar a los jóvenes una serie de instalaciones deportivas. Su compromiso de construir un nuevo campo de fútbol con hierba artificial, graderío, vestuarios, marcador electrónico y focos para jugar de noche habría inclinado cualquier balanza. El gobernador Christensen se había plegado a prestarle todo tipo de ayuda.

En el ámbito de los negocios, Francisco Camargo no acostumbraba a expresarse a la ligera ni dar pasos atrás. Nacido para la dirección y el riesgo, le apasionaba enfrentarse a nuevos retos. Su vida empresarial era rica en episodios de superación.

Su constante forja se había traducido en la conquista de un monopolio tras otro. Era dueño de una naviera, de una flotilla de aviones, de una cadena de hoteles, otra de supermercados… y de varios bancos, al frente de cuyos consejos de administración ejercía una vasta influencia en diversos sectores financieros y en el ámbito de varios países.

Sus más estrechos colaboradores, que eran, a la vez, los principales directivos del Grupo, sostenían que, trabajando, don Francisco era tan aplastante y eficaz como una apisonadora. Los ejecutivos sabían por experiencia que, de implantar un pie su jefe a imponer su ley en el sector elegido para sus inversiones y a pasar por encima de cualquier competidor, como ese buldózer con que le comparaban, no solía transcurrir demasiado tiempo.

Una de las frases favoritas del magnate era: «Cuando alguien me dice que solo es cuestión de tiempo, me está dando la bienvenida, porque entiendo que solo es cosa de dinero».

Capítulo 2

El viento soplaba del noreste y la lluvia les pegaba de frente.

Manuel Manumatoma había decidido dejar el jeep en la falda del volcán, en cuya cumbre se arracimaban las casas barco de Orongo. Tras asegurar la capota, que las arremolinadas ráfagas flambeaban como si fuese de papel, había atacado el sendero que conducía a las ruinas, seguido por Francisco Camargo.

En los siglos XVII y XVIII, aquella ciudad de piedra había albergado misteriosas ceremonias cuyo sentido seguía discutiéndose. Entre los cultos que allí se habían celebrado, destacaba el rito del hombre pájaro.

– ¿Queda lejos el poblado? -preguntó el banquero, después de haber estado a punto de resbalar. La cortina de agua no le dejaba ver edificación alguna.

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