Nicolás Samper Camargo - Lo que el fútbol se llevó
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- Libro:Lo que el fútbol se llevó
- Autor:
- Editor:Planeta Colombia
- Genre:
- Año:2018
- Ciudad:Bogotá
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Lo que el fútbol se llevó: resumen, descripción y anotación
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© Nicolás Samper, 2018 Diseño de cubierta: | Primera edición: ISBN 13: 978-958-42-6945-4 Impreso por: |
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.
A María José, por quien podría escribir un millón de páginas. A mi
mamá, causante de que yo pueda escribir estas páginas.
A Cata Aldana, que me acompañó a escribir estas páginas.
INTRODUCCIÓN
E ra un muchachito apenas y apareció con cara de nervios cuando estuvo como portero de primera división en el Cali, y con razón: el día de su debut, en 1990, le tocó jugar contra Santa Fe en Bogotá, con todo lo que significaba equivocarse en la gran carpa, de donde mostraban la mayoría de imágenes en los resúmenes televisivos y el lugar en el que las crónicas de prensa parecían ser más largas que las del resto de plazas del país.
Allí se le vio comenzando esa historia que conduce a cualquiera que empieza a desandar el camino del fútbol con la intención de poderla coronar, si es posible algún día, en una copa del mundo. Porque ese resulta ser el deseo de cualquier tipo que se dedique a eso, más allá del disfrute personal, aunque al muchacho que resguardaba la portería esa vez solo le dieron 45 minutos. Lo sacaron para el segundo tiempo, historia recurrente en aquellos que trataron de llegar y no pudieron, quedándose entonces con eso en el recuerdo: 45 minutos de trayectoria.
La idea de un jugador es que a partir de esa felicidad tan genuina de poder derrochar talento en el debut, un mundial sea consecuencia de aquel camino trazado en un principio. Ya llegarán vicisitudes de esas que se ensañan con algunos —diga usted un Falcao García, al que, trabajando juicioso y serio, le tocó vivir la mala hora con la lesión de rodilla—.
Imagínese usted en los pies de Djibril Cissé antes de irse al Mundial de Alemania 2006: lo pusieron a jugar uno de esos amistosos que sirven para subir el ánimo de una tropa futbolera y fue la endeble selección de China el sparring de turno. Cissé tuvo que ir a disputar una pelota dividida con un jugador del que hoy no se tiene memoria y en el choque se vio cómo el tobillo se salió de su lugar con el hueso incluido.
Otros se quedaron lejos de la fiesta por causas que no dependieron de ellos. Por ejemplo, porque uno de los suyos les quitó a él y a una generación completa un mundial.
Cómo serían de grandes las ganas de Roberto ‘el C óndor ’ Rojas de ser titular en una copa del mundo, que a los 67 minutos de juego contra Brasil por eliminatorias se dio cuenta de que eso iba a ser imposible en la cancha y activó un plan que había pensado junto con su compañero de zaga, Fernando Astengo, y el entrenador Orlando Aravena: si las cosas llegaban a salir mal —es decir, perder en el Maracaná contra el vigente campeón de América— debían simular una agresión y retirar el equipo de la cancha para así conseguir un imposible, que era nada más y nada menos que decirles a los brasileños que con ellos, por primera vez en la historia, serviría aquello de reservarse el derecho de admisión por cuenta de un penoso incidente.
Para fortuna (o mejor, infortunio) de Rojas, en las graderías estaba sentada una mujer que, de acuerdo con su documento de identidad, se llamaba Rosenery Mello, linda y valiente como esas mujeres que veíamos con tanto asombro y admiración lanzar voladores con una mano y prenderlos con un cigarrillo. Rosenery parecía ser de esas, de lavar y planchar; entonces, envalentonada, decidió lanzar pirotecnia al verde césped del estadio de Río de Janeiro para celebrar lo que parecía ser el trámite natural de una clasificación de su país al torneo en el que siempre dijo presente.
La pólvora cayó a unos tres metros del portero chileno Rojas, quien al ver el papayazo, se lanzó al suelo como esos extras de las películas del Viejo Oeste que antes de sufrir los disparos de las flechas de los indios en su pecho o antes de que los balazos de un rudo vaquero los atravesaran, ya estaban convulsionando para hacer más dramática la escena. Si a Rojas lo hubiera visto en esa caída John Wayne, seguro que lo hacía contratar como doble de riesgo.
Las imágenes de la época muestran a Rojas salir en brazos de sus compañeros bañado en sangre, como Sissy Spacek en Carrie el día en que es elegida reina del baile y cae sobre ella un baldado de coágulos de cerdo que le echa a perder su única velada feliz.
Los ojos de rabia se dirigieron hacia Rosenery, que inicialmente subió los hombros como para decir que no había sido su intención, pero con la posibilidad de que Brasil perdiera en los tribunales y escritorios lo que ganó en cancha, las cosas se le pusieron muy duras a la mujer: era el enemigo público número uno. La empezaron a entrevistar de todas partes mientras que ella sollozaba, y era de verdad, no eran esas lágrimas-chantaje usadas por algunas mujeres para expiar culpas y delegarlas en sus parejas o para lanzar un capricho contenido. Este era llanto serio, de vergüenza, de arrepentimiento, de dolor, de angustia por sentirse observada cuando antes no era nadie: Rosenery había hecho daño sin intención, pero ya era demasiado tarde y Brasil, al unísono, empezaba a detestarla. Si no hubiera tirado esa maldita bengala al campo, podría salir a la calle sin miedo, tranquila.
Los exámenes a las heridas del portero descubrieron el entramado: no existía un solo rastro de pólvora en la chamba, y el guardameta no supo justificar por qué su llaga estaba limpia y pareja como la del corte de un filete. Al final se supo la verdad y todo radicó en una cuchilla que guardó celosamente Rojas entre sus guantes para utilizarla contra sí mismo en el instante indicado —igual a esos banqueros o políticos que cargan en el bolsillo de su camisa una pastilla de cianuro por si se pudre todo—.
Así, con esos dos ingredientes, pólvora y navaja, Rojas montó una de las más grandes escenas del teatro del absurdo en el fútbol. El castigo resultó duro por las circunstancias lógicas y porque el presidente de la FIFA era Jo ã o Havelange, tipo turbio si los hubo y nacido en Brasil. Por cuenta de ese caos, Rojas recibió una suspensión perpetua; Astengo y Aravena, cinco años por fuera del circuito, y como si fuera poco, la Federación de Fútbol de Chile no podía participar de las eliminatorias hacia Estados Unidos 1994.
Eso lo supo el mundo entero, pero ¿ qué sucedió con Rosenery Mello, la señalada instigadora inicialmente y que terminó pasando saliva después de semejante salvada? El país la empezó a querer a pesar de que en el fondo sí había pecado por imprudente, pero ya el indulto estaba firmado: perdón y olvido al inicio y fama posterior producto de la desfachatez cometida por ella. Era 1989 y el concepto actual de reality estaba lejos de las mentes sudamericanas, pero Rosenery fue pionera en eso de ganar toneladas de fama a partir de un hecho aislado, pero que envolvió a toda una nación.
Así fue como Mello —el apellido daría para infinidad de chistes del majestuoso y admirado Álvaro Lemmon— luego apareció en la portada de la Playboy Brasil
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