Lucas no se sentía muy bien porque, desde que había empezado lo del virus, casi no veía a sus padres. A veces estaba triste y otras veces muy enfadado. No le parecía justo que se preocuparan tanto por los demás y no pasaran más tiempo con él. Por suerte, su abuela Paula vivía con ellos desde hacía unos años.
—¿Qué miras por la ventana? —le preguntó ella.
—Nada, abuela, solo a ver si llegan papá y mamá —contestó en voz baja.
—Cariño, ya sabes que llegarán tarde del hospital, ahora tienen mucho trabajo. ¡Venga! ¡Ayúdame a preparar la cena!
Lucas la siguió a la cocina sin muchas ganas. Pensaba en qué pasaría si sus padres enfermaban, pero enseguida se puso a batir huevos y, al ver cómo su abuela cantaba y bailaba, sonrió.
—Abuela, tú no te pondrás mala, ¿verdad? —le preguntó de repente.
Ella soltó una carcajada y dijo:
—Conmigo no puede ningún bicho. Viví una guerra, pasé hambre, luego cogí una gripe muy mala y después el sarampión, y ya ves, aquí estoy con este cuerpo serrano, con ganas de cantar y dispuesta a aprender a manejar internet.
—Y ¿nunca tuviste miedo, abuela?
—Por supuesto, y mucho.
—Pues mamá dice que eres muy valiente.
—¡Y lo soy! ¿O es que piensas que ser valiente es no tener miedo? No, Lucas, ser valiente es enfrentarte a tus miedos, y yo lo hice, aunque para ello primero debes conocerlos.
Cuando terminaron de preparar la cena, la abuela le propuso un nuevo juego.
—Hoy jugaremos a descubrir nuestros miedos. Trae dos folios y dos lápices. Mira, empiezo yo: « Tengo miedo a enfermar ».
—¡Yo también, abuela!
—Pues pon la palabra « enfermar ».
La abuela siguió con su lista:
—Tengo miedo a la soledad.
Lucas miró al techo, dudó un poco y después dijo:
—Yo tengo miedo a que mis padres se contagien.
—Pues escribe « padres enfermos ». Y yo tengo un miedo raro en una persona mayor: tengo miedo a las tormentas.
—Pero, abuela… —dijo Lucas entre risas—, ¡qué tontería tener miedo a las tormentas!
Su abuela se puso muy seria y le dijo:
—Este juego es para descubrir los miedos, no para juzgarlos, no me gusta que digas que uno de mis miedos es una tontería, porque los tuyos tampoco lo son.
A Lucas le extrañó verla tan seria, pero siguieron jugando y escribiendo miedos hasta que oyó el sonido de la puerta y se levantó de un salto:
—¡Papá, mamá, ¿estáis bien? —preguntó, como todos los días.
—Sí, hijo, estamos bien —dijo su padre—, aunque muy cansados, ha sido un turno larguísimo. ¡Pero nos damos una ducha y cenamos juntos!
Durante la cena, hablaron poco. Lucas sabía que sus padres estaban deseando meterse en la cama. Antes, los dos se turnaban para leerle un cuento, pero ahora lo hacía la abuela.
—Esta noche te hablaré de los Familiares, ¿sabes quiénes son? —le preguntó ella.
—¡Claro, abuela: los tíos, los primos…!
Paula le interrumpió:
—¡No! No me refiero a esos, escucha y lo entenderás —dijo con voz misteriosa—. Cuenta la leyenda que en estas islas vivían hace siglos los Familiares. Eran una especie de duendes diminutos que podían ayudar a los humanos a conseguir sus deseos. Pero, para ello, era necesario pasar unas pruebas muy difíciles.
Su abuela Paula siguió contando la historia, pero Lucas se durmió antes de que terminara.
De pronto, se vio en medio de un frondoso bosque. Ante él apareció un pequeño duende que le dijo:
—Lucas, ¿estás preparado?
Él se asustó un poco. ¿Cómo sabía su nombre?
—¿Preparado para qué? —preguntó.
—Para superar las pruebas, ¿cómo crees si no que seré tu Familiar?
—Y ¿qué pruebas son esas?
—Deberás pasar tres pruebas. La primera consiste en ir a la Gran Cueva y bailar con tu sombra. La segunda prueba será conseguir sonreír sin tu boca. Y la tercera y más difícil: dominar al dragón apestoso. Yo estaré observándote, así que… ¡en marcha! Te deseo suerte.
Lucas se dirigió hacia la Gran Cueva pensando en cómo podría bailar con su sombra. Nada más entrar vio, sobre una roca, unas velas y unas cerillas y se le ocurrió una idea: recogió unas cuantas ramas e hizo una hoguera. Se puso a bailar a su alrededor y su sombra se reflejó en las paredes de la cueva, bailando como él.
—¡Prueba superada! —exclamó el duende.
La segunda era más difícil. ¿Cómo podría sonreír sin usar la boca? ¡Era imposible! Pero de pronto le vino la imagen de sus padres, sonriéndole con la mascarilla puesta y recordó sus ojos brillantes. Sacó una que llevaba en el bolsillo y le pintó con carbón una enorme sonrisa. Se la puso y sonrió.
—¡Prueba superada! —lo felicitó el duende—, ahora debes ir a la guarida del dragón apestoso, yo te daré las indicaciones.
Cuando llegó, Lucas estaba temblando de miedo, pero se llenó de valor y gritó con todas sus fuerzas:
—¡Dragón apestoso, ven!
El dragón apareció volando y aterrizó justo delante de él. ¡Era enorme!
—¿Quién me llama? ¿Qué quieres de mí? —gruñó, mientras lanzaba su asqueroso aliento.
—¡Quiero vencerte! —gritó de nuevo sin saber muy bien de dónde le venía tanta fuerza.
—No podrás, tienes muchos miedos de los que yo me alimento que ni siquiera conoces.
Entonces, Lucas se acordó de la lista que había hecho con su abuela y empezó a enumerar los miedos que había apuntado.
Cada vez que decía uno, el dragón se iba haciendo más y más pequeño, hasta que tuvo su misma estatura.
—Y ahora ¿qué? —le preguntó Lucas al duende, que apareció en una rama cercana.
—Has disminuido su tamaño, pero todavía debes subirte a su lomo y dominarlo.
Lucas dio un salto y abrió los ojos, aún temblando ¡Estaba en su cama! En ese momento apareció su madre:
—¿Qué pasa, hijo? Te he oído gritar.
—Solo era un sueño, mamá, no te preocupes.
Pronto se volvió a dormir, mientras un pequeño ser de color verde lo miraba sonriente escondido entre los cuentos de la librería. Ahora tendría que cumplir sus deseos, un trato era un trato.
A la mañana siguiente, Lucas se levantó muy temprano y ayudó a la abuela a poner la mesa para el desayuno. Junto a las servilletas de sus padres, dejó un sobre con una tarjeta y una mascarilla.
—Es un regalo para vosotros —dijo al ver su cara de sorpresa.
—¿Y eso? Hoy no es un día especial.
Lucas no contestó y se puso a desayunar mirándolos de reojo. En la tarjeta había escrito « SOIS MIS HÉROES » y en sus mascarillas había pintado una sonrisa.
Sus padres, emocionados, le dieron un fuerte abrazo.
—Gracias, cariño —le dijo su madre—, tú también eres nuestro héroe por comprender lo que estamos haciendo sin quejarte.
La abuela Paula se levantó a fregar los platos para que no la vieran llorar de la emoción, y Lucas le dijo: