Anna Sherman. Nació en Little Rock, Arkansas. Estudió griego y latín en el Wellesley College y en el Lincoln College de Oxford antes de mudarse a Tokio en 2001. Las campanas del viejo Tokio es su primer libro. «Cuando me mudé por primera vez a Japón, trabajé como investigadora para un arquitecto. Durante dos años recorrí la ciudad todos los días, especialmente sus barrios más antiguos, tomando notas sobre los espacios secretos de Tokio, sus historias ocultas. Aunque las guerras, los terremotos y los incendios han borrado gran parte del pasado de Tokio, hay muchas cosas que permanecen.»
Título original: The Bells of Old Tokyo. Meditations on Time and a City (2020)
© Del libro: Anna Sherman
© De la traducción: Victoria Pradilla Canet
Edición en ebook: octubre de 2022
© Capitán Swing Libros, S. L.
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ISBN: 978-84-12554-03-8
Diseño de colección: Filo Estudio - www.filoestudio.com
Corrección ortotipográfica: Victoria Parra Ortiz
Composición digital: leerendigital.com
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Sherman explora la ciudad de Tokio y sus habitantes y la relación individual y particular de la cultura japonesa, y su lengua, con el tiempo, la tradición, la memoria.
Un elegante y absorbente recorrido por Tokio y sus habitantes.
Durante más de 300 años, desde 1632 hasta 1854, los gobernantes de Japón restringieron el contacto con el extranjero, un casi aislamiento que fomentó una cultura notable y única que perdura hasta nuestros días. Durante su periodo de aislamiento, los habitantes de la ciudad de Edo, más tarde conocida como Tokio, confiaban en sus campanas públicas para dar la hora. En su extraordinario libro, Anna Sherman relata su búsqueda de las campanas de Edo, explorando la ciudad de Tokio y sus habitantes y la relación individual y particular de la cultura japonesa -y la lengua japonesa- con el tiempo, la tradición, la memoria, la impermanencia y la historia.
A través de los viajes de Sherman por la ciudad y de su amistad con el propietario de una pequeña y exquisita cafetería, que eleva la preparación y el consumo de café a una forma de arte, ‘Las campanas del viejo Tokio’ sigue voces inquietantes a través del laberinto que es la capital japonesa: una anciana recuerda haber escapado de las bombas incendiarias estadounidenses de la Segunda Guerra Mundial. Un científico construye el reloj más preciso del mundo, un reloj que no perderá un segundo en cinco mil millones de años. El jefe de la casa shogunal Tokugawa reflexiona sobre la destrucción de la ciudad de sus abuelos: "Una cosa perdida está perdida. Perseguirlo lleva a la oscuridad".
El resultado es un libro que no sólo aborda como ningún otro la sorprendente otredad de la cultura japonesa, sino que también marca la llegada de una deslumbrante nueva escritora al presentar una absorbente y seductora meditación sobre la vida a través de la exploración de una gran ciudad y sus gentes.
Índice
Tokio es un inmenso reloj. Sus pequeños callejones y sus grandes avenidas, sus canales y sus templos olvidados, forman la esfera de un gran reloj. Los meses y las semanas marcan el ritmo del tráfico que llega a la capital desde los arrozales del norte. Las horas, los minutos y los segundos de la ciudad se filtran entre los edificios derribados y los que se erigen en su lugar; en las tierras ganadas al mar. El tiempo se cuenta con varillas de incienso, con ledes y con relojes atómicos de celosía. Se mide con las vidas de todos los que se mueven en la línea de metro de Yamanote, que rodea el viejo corazón de la ciudad y, más allá, la llanura de Kantō.
Las campanas
del tiempo
S onó la campanada de las cinco, sus notas se extendieron por el parque Shiba. Todos los días, por toda la ciudad, los altavoces de Tokio emiten a las cinco en punto de la tarde lo que se llama el b ō sai musen inalámbrico.
La letra dice:
El ocaso teñido de rojo marca el irremediable paso del tiempo,
al oír el tañido de la campana del templo de la montaña
cogidos de la mano, volvemos a casa; también los cuervos.
Ya en casa los niños,
sale la luna grande y redonda;
en los sueños de los pájaros,
el brillo dorado de las estrellas impregna el cielo nocturno.
Los altavoces de la noche no estaban tocando «Yūyake Koyake», sino otra cosa. No reconocí la canción, y me estaba preguntando cuál sería cuando, enroscándose en la transmisión grabada, oí otro sonido: la campana de Zōjō-ji, el antiguo templo cercano a la Torre de Tokio.
Una sola campanada sonó casi como un acorde: una nota aguda que iba bajando de tono y haciéndose más grave. Busqué de dónde venía el sonido y fui hacia él. Al pasar por la triple puerta del templo, pude ver una enorme campana instalada en una torre de piedra abierta y a su tañedor ataviado con ropas de color añil oscuro. Era muy joven. Una gruesa viga de madera, shumoku , colgaba horizontalmente de una cuerda de hilos trenzados de color morado, rojo y blanco. El muchacho se colgó de la cuerda, balanceando el shumoku un poco hacia atrás, y luego otra vez, antes de golpearlo como un ariete contra la campana de bronce de tonos verdosos. Arrastrando la cuerda, el chico echó todo su peso hacia atrás, cayendo y cayendo hasta casi sentarse en el embaldosado de la torre; entonces el retroceso le hizo subir y subir de nuevo. Todo el movimiento parecía una grabación inversa; una caída invertida mágicamente.
Japón es un país de campanas. Cuando era pequeña, alguien me regaló una campana de viento japonesa, un objeto endeble en forma de pagoda: los cinco aleros de los tejados de tres niveles tintineaban con pequeñas campanas y con cinco cilindros huecos colgantes que sonaban cuando se golpeaban entre sí. El hilo de pescar mantenía el juguete. Tal vez porque los hilos eran transparentes, el carillón de viento siempre parecía que estaba a punto de salir volando.
Nadie nunca la colgó y, con el tiempo, los cabos se enredaron hasta no poder deshacerse: su tañido no llegaría a oírse nunca.
Pero la campana fue mi primer Oriente: el centelleo del metal, las notas brillantes, los vientos de la noche.
Después del último toque, el tañedor desenganchó el cordón multicolor, se lo echó al hombro y se dispuso a subir un largo tramo de escaleras hasta desaparecer en el salón principal de Zōjō-ji.
Una pequeña placa metálica en la torre rezaba: «Shiba Kirido shi. Una de las campanas del tiempo de Edo».
Antes de que Tokio fuera Tokio, se llamaba Edo. Desde principios del siglo XVII , Edo fue el centro político de facto de Japón, aunque Kioto siguió siendo la capital del país hasta 1868, como lo había sido desde el año 749. Al principio, solo tres campanas daban las horas en Edo: una en Nihonbashi, en el recinto de la prisión sito en el corazón de la ciudad; otra cerca del templo consagrado a la diosa de la misericordia; y la tercera en Ueno, barrio próximo a la Puerta del Demonio, en el norte de la ciudad. A medida que Edo crecía (en 1720, más de un millón de personas vivían en la ciudad), el sogún Tokugawa autorizó la colocación de más campanas para medir el tiempo. En Shiba, junto a la bahía de Tokio. Al este del río Sumida, en Honjo. En el distrito occidental de Yotsuya, en el templo del Dragón Celestial. Al suroeste del centro, en las colinas de Akasaka, donde ahora se encuentra el Sistema de Radiodifusión de Tokio. Al oeste, en Ichigaya, cerca del Ministerio de Defensa. Y al noroeste, en Mejiro, donde en 1657 se desató el peor incendio de la ciudad.
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