sé feliz para ti...
y, si no, más para ti.
PRÓLOGO
Diana había guardado minuciosamente toda su documentación y la del pequeño Quique en la lata de juguetes que el niño llevaba siempre en su mochila de Spiderman. Era la forma más segura de tenerlo preparado con discreción para el momento de la huida.
Las maletas estaban hechas. Poco a poco había ido guardando ropa, calzado, objetos de aseo y personales, cuando Miguel estaba trabajando o de cervezas con los amigos o con la mujer que tocara esa noche.
Las sacó del armario mientras el crío la observaba.
—¿Has cogido a Rubble? —le preguntó a su hijo, refiriéndose a su muñeco favorito de los dibujos de «Patrulla canina». Si lo perdían, éste no sería capaz de dormir tranquilo.
—Sí, mamá —contestó con voz asustada.
Diana sabía que tenía mucho miedo; ella también, pero era su única oportunidad.
Se arrodilló frente a él para ponerse a su altura. Le sonrió para transmitirle tranquilidad.
—Todo va a salir genial. Vamos a ir a un sitio precioso, donde vas a conocer a un montón de niños con los que podrás jugar todo el verano, ¿vale?
—¿Lo prometes, mamá? —replicó con los ojos llorosos.
—Lo prometo, mi vida —juró acariciando el moratón de su rostro, que ya estaba empezando a ponerse verdoso. Él la imitó, retirando sus gafas de sol para tocar el cardenal de su ojo, que tapaba muy cuidadosamente con maquillaje.
Hacía dos días de la última agresión y, por defenderla, el chiquillo también recibió un golpe. Por suerte no había sido fuerte y las consecuencias no eran graves, pero fue lo que precipitó la escapada. No podía esperar ni un día más.
—¿Recuerdas lo planeado? No te muevas de aquí mientras mamá baja el equipaje. No abras la puerta a nadie. Enseguida vengo a buscarte.
El niño asintió con dos golpes de cabeza con seguridad. Lo habían hablado muchas veces en los últimos días y había guardado el secreto como si de un tesoro se tratara.
Quería mucho a su padre... hasta que empezó a pegar a su mamá. Cuando lo agredió a él, el minúsculo vínculo que quedaba entre ellos se rompió... Ahora lo temía y no quería estar cerca de él.
La mujer bajó rápido los bultos, con cautela, para no encontrarse con nadie. Era por la mañana, y hacía dos horas que Miguel se había marchado al trabajo, igual que la mayoría de sus vecinos. Además, esa vez tenía una intervención fuera de la capital, era policía e iba a estar ausente como mínimo tres días. Eso les daba una gran ventaja, sobre todo porque él nunca llamaba a casa, decía que para no perder la concentración... A Diana le costó habituarse al principio, tenía miedo por él, por su relación, pero él siguió con la misma costumbre, y en ese instante ella lo agradecía.
En aquel barrio nuevo del extrarradio de Madrid, todo el mundo se marchaba a trabajar temprano y sólo había movimiento en las viviendas por las tardes o en las horas clave de entrada y salida de los colegios.
Las clases habían acabado por la tarde hacía una semana; la actividad se limitaba a ir al cole por la mañana, y el resto del día, al disfrute de las piscinas, parques y tiempo libre. Ella había avisado al colegio de que Quique no volvería más este curso porque sus vacaciones habían cambiado y se marchaban de viaje. Como por el trabajo de su marido ya había sucedido en otras ocasiones, a nadie le extrañó.
Guardó el equipaje en el coche, que estaba aparcado en el garaje para que el portero del edificio no los viera partir. No había cámaras de vigilancia, a pesar de que muchos vecinos, incluido su marido, insistían en ponerlas. Cogió de nuevo el ascensor y subió a su casa.
Abrió la puerta, esperando que el niño estuviese allí aguardando, pero no lo vio.
—¿Quique? —lo llamó avanzando por el pasillo para revisar habitación por habitación.
No contestaba.
Apresuró el paso. El perfume de Miguel lo delataba a kilómetros de distancia y allí no había ni rastro de él. Estaban solos. ¿Dónde se había metido el crío?
Respiró cuando lo encontró sentado en su cama, abrazando al peluche de Rubble.
Diana cogió aire.
Era muy triste tener que huir, pero, si seguían en aquella casa, las consecuencias serían muy graves.
—Cariño... —lo llamó en un susurro—, tenemos que irnos.
—Voy a echar de menos mi cama —declaró tocando el edredón con sus pequeñas manos—. No quiero irme de mi habitación.
La mujer se armó de valor. Era demasiado pequeño, tan sólo tenía seis años, como para comprender todo lo que estaba sucediendo a su alrededor, pero debían marcharse.
—Te prometo que volveremos —dijo con voz temblorosa—. Quique, te juro que volverás a tu habitación, que regresaremos a casa.
El niño la miró con una tímida sonrisa.
Si su mamá lo decía, así sería. Nunca le había mentido y siempre cumplía lo que prometía.
CAPÍTULO 1
Madrid, una hora después de la huida
Diana llegó al despacho de su abogado sin incidentes.
Había conseguido su objetivo. Nadie los había visto marcharse.
Con la mano de Quique bien cogida con la suya, subió la escalera hasta la puerta de entrada.
Llamó al timbre mientras le sonreía al pequeño.
—Sólo serán unos minutos, lo prometo. Después nos iremos a ese sitio tan chulo del que te he hablado.
Quique asintió.
La puerta se abrió. Esteban estaba al otro lado.
Su cara era seria, pero al ver al chiquillo, la cambió por otra más amable.
—¡Hola, campeón! ¿Qué tal estás? ¿Ya has conseguido hacer el cubo de Rubik? —le preguntó dejándolos pasar mientras se cercioraba de que nadie los había visto llegar. Cerró la puerta tras de sí.