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Elisabet Roig - Una receta para recordarte

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Elisabet Roig Una receta para recordarte

Una receta para recordarte: resumen, descripción y anotación

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La magia del amor se cocina a fuego lento. Una pastelera con el don de la evocación en sus tartas, un pintor atormentado que solo pinta en color verde. Y, de repente, un momento inesperado: dos personas que viven en mundos opuestos se dejan arrastrar por la magia de las plantas y los fantasmas que los acompañan. Bajo la luna que baña las tardes en la pastelería, aprenderán a descubrir la importancia de las pequeñas cosas, los amigos, las dudas, los retos personales y, sobre todo, el significado de haberse cruzado sus caminos. Una historia tierna y apasionada que te devolverá la confianza en el amor

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2021 Elisabet Roig

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una receta para recordarte, n.º 296 - junio 2021

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

I.S.B.N.: 978-84-1375-682-0

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice
Capítulo 1

La pastelería estaba ubicada en la mitad de una calle con una acera muy estrecha y un solar con varias hierbas altas delante. Aquel día, a primera hora de la mañana, fue Arlet quien abrió de par en par la verja negra, decorada con diferentes tirabuzones en forma de hoja. No había dormido demasiado. Se fijó en que a la parte de los tallos de hierro le hacía falta una mano de pintura, ya que algunos de los más pegados al suelo se estaban desconchando por la humedad.

Levantó la vista y sonrió al cartel de madera que, con la ayuda de Carmen, había colgado sobre la verja para que quedara al descubierto una bonita caligrafía en color granate. Simplemente decía: La pastelería . Y ya les parecía bien, porque nunca llegaron a ponerse de acuerdo en qué nombre quedaría mejor, y como fueron pasando los días y no anunciaban nada y nadie entraba a curiosear, se decidieron por lo más práctico.

Antes de abrir la pastelería, Arlet daba clases de cocina en una academia que no estaba lejos de allí. Un día decidió llevar varios de sus famosos bizcochos con aroma de mermelada y los repartió entre algunos de sus alumnos del curso de noche. Así fue como, unos días después, una tía segunda de uno de aquellos alumnos se puso en contacto con ella y le dijo que tenía una proposición que hacerle. Arlet nunca olvidaría el día en que conoció a Carmen.

—¡Arlet! ¡Arlet!

Alguien la llamó desde el primer piso y la sacó de sus recuerdos. Rochester, su perro, que iba a su lado atado con la correa, se puso a ladrar y a mover la cola, muy contento. La pastelería estaba en la planta baja de una antigua casa de pueblo de dos alturas. Arlet habitaba la parte más alta, que era también la más pequeña, y Carmen vivía en la primera planta.

—Hola, Carmen. Qué madrugadora has sido hoy —la saludó.

—¿Qué haces ahí pasmada mirando el cartel? ¡No me digas que las lluvias han podrido la madera o algo peor! ¡Las termitas!

Arlet sonrió.

—Ja, ja, ja. No, no, tranquila. Sabes que en esta ciudad apenas llueve y las termitas… Bueno, las termitas no tienen demasiado interés en este cartel, hay muchos árboles en esta zona. No, Carmen, simplemente estaba recordando algo…

Carmen fue ahora quien sonrió. Era una mujer de más de sesenta años con un rostro muy llamativo. Tenía el pelo largo y liso de color gris y siempre lucía unos enormes pendientes redondos de madera que le estiraban las orejas hacia los hombros. Arlet se preguntaba si aquello no debía de ser muy incómodo. Pero, al parecer, no lo era, porque fuera la hora que fuera, Carmen siempre los llevaba puestos y el balanceo de la madera se había convertido en su sonido habitual al pasar.

Alta, delgada, vestida de deporte con unas zapatillas de cordones naranjas, aquella mujer transmitía un positivismo que siempre le hacía estar con una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Muy bien, Arlet Usó! Voy a bajar ahora mismo a desayunar contigo. Por la cara que pones, tengo la sensación de que ayer te pasó algo diferente de lo habitual. ¿Tiene que ver con la entrevista en la pastelería del centro? ¿Nos van a encargar tartas para que nos salga el dinero por las orejas? ¿O te han propuesto ser la nueva gerente de esa pastelería? No puedes esconderme nada, amiga. Te lo noto en la mirada. Ve preparando el café, que ya voy. Rochester, vigila a tu ama, que hoy está un poco dispersa.

El pequeño perro, que era una mezcla de ratonero, siguió moviendo el rabo. Arlet se agachó un poco para acariciarle el antifaz negro y marrón de la cara y este le devolvió la caricia, afectuoso, lamiéndole los dedos. Entonces, la chica giró la llave en la puerta de madera, que estaba pintada de un blanco hueso y dejaba entrever el interior a través de un cristal un poco ahumado, y pasó a la pastelería. Cerró la puerta y soltó a Rochester, que se puso a dar vueltas.

La pastelería consistía en un mostrador en la parte izquierda donde se exhibían todos los dulces que Arlet preparaba durante la tarde. Tenían también una máquina de café, una tetera y una nevera pequeña con algunas bebidas. Ofrecían, en un cesto de mimbre muy grande, frutas de todo tipo que les traía Alejandro, un vecino cuyo padre todavía trabajaba algunos campos en la huerta cercana.

Frente al mostrador, tres mesas de mármol con patas en forma de tallos y hojas, como la verja, permanecían solitarias a la espera de que alguien se sentara a consumir. Un poco más al fondo, una puerta daba a un pequeño patio trasero, donde Rochester solía pasar el día feliz tumbado en el trozo de suelo que tocaba el sol. Alguna vez habían pensado en adecentar el patio y convertirlo en otra zona de consumición, pero nunca encontraban el momento para hacerlo. Habían acumulado allí decenas de macetas con plantas de todo tipo, además de diversas enredaderas: plantas de boniato, buganvillas, una hiedra e incluso una glicina todavía joven pero que prometía llenar de violeta las próximas primaveras.

Aun así, la cantidad de bártulos y trastos viejos que Carmen conservaba en aquel patio, y de los que no quería desprenderse todavía, dificultaban que quedara demasiado espacio para montar alguna mesa más.

Estaba Arlet sacando algunos dulces de la nevera que tenían en el patio cuando se abrió la puerta que comunicaba los pisos y apareció Carmen, tan radiante como siempre, haciendo tintinear sus pendientes. Rochester se subió sobre sus rodillas y Carmen le acarició el hocico.

—¡Bueno, bueno! Voy a preparar yo el café mientras tú cortas el mejor trozo de torta con almendras, porque quiero que no olvides ni una línea de lo que pasó ayer.

—Carmen, no pasó nada, de verdad. Como siempre, fue un fracaso.

—¡Un fracaso! No me gusta que digas eso.

—Pero es que es así. Me llaman, acudo y, una vez allí…, pues nadie quiere las mismas tartas de siempre. ¿Qué le voy a hacer? Yo no sé cocinar otra cosa. —Arlet se encogió de hombros mientras colocaba sobre la mesa un par de platos de cerámica amarilla con una flor azul en medio.

—¿Llegaron a probar tu tarta?

—No.

Carmen suspiró.

—Pues ese es el problema… —Luego carraspeó un poco. Más despacio, añadió—: Y quizás, Arlet, tampoco debería probarla según quién. No todo el mundo tiene el poder de la evocación.

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