Celebro mis bodas de oro con la repostería de un modo bastante insólito. (Artículo 270)
INTRODUCCIÓN
Celebro mis bodas de oro con la repostería de un modo bastante insólito.
Para la ocasión he preparado un gran milhojas de papel impreso; el relleno son mis recetas, consejos y trucos. Este inusitado «dulce» está destinado a todas las personas a quienes les guste «trastear» en la cocina y no desdeñen las golosinas. Siempre ha existido una extraña separación entre el pastel casero, sano y rico, pero no demasiado atractivo, y el de las grandes fiestas, decorado y compuesto de forma misteriosa por el pastelero. Sin embargo, colmar esta dicotomía es posible para muchos si se añade a la calidad de los ingredientes la inevitable habilidad sugerida por un pastelero con muchos años de experiencia. Gran parte del secreto consiste en la elección de los utensilios más idóneos; el uso de un instrumental adecuado a menudo revela la sencillez casi infantil de una preparación que parecía inaccesible a ojos del profano. A ello se añaden las dosis calibradas y ese «truquito» especial que lleva al ojo y al paladar a preferir el producto de pastelería, siempre dotado de ese «algo más».
Otro ingrediente del secreto, el que hace, de forma paradójica, a cada uno el mejor pastelero para sí mismo, es el amor con el que se procede a la manipulación del dulce, y en este punto toda ama de casa superará con creces incluso al pastelero más experto y enamorado de su oficio. El dulce siempre ha estado vinculado al cariño, a la celebración, a la alegría de estar juntos. Siempre ha sido sinónimo de fiesta, con un carácter sagrado que le proporcionaba, sobre todo en el pasado, un matiz de ritual, de tradición. En España, anima y acompaña la Navidad en forma de turrón, mantecados, polvorones, roscos de vino, alfajores…; la Epifanía, con el proverbial roscón, en el que se oculta una figurita, que señala al afortunado rey de la fiesta, y un haba, que indica al que tiene que pagar el postre; Todos los Santos, donde los buñuelos y los huesos de santo son los postres más populares, aunque muchas regiones tienen su propia repostería, como sucede en Cataluña con los panellets; y la Semana Santa con las típicas torrijas, postre elaborado a base de pan, huevos, azúcar, aceite, miel y canela. Por no hablar de la tarta de cumpleaños, adornada con velas, de la de boda o de la de bautizo, teñida con tenues colores. Todos los pueblos más o menos avanzados de la historia han inventado su propio dulce tradicional, con las inevitables variantes dictadas por el gusto, las necesidades y los productos disponibles.
Climas templados o mediterráneos dieron origen, en la Antigüedad, a una serie de preparaciones cuyos ingredientes, que hoy en día han vuelto a ponerse de moda (harinas integrales, semillas y frutos secos, queso, aceite, miel…), constituían los fundamentos de la alimentación local. En la Edad Media, la pastelería, como todas las cosas terrenales capaces de satisfacer los sentidos, sufrió un estancamiento; sólo los religiosos en los conventos siguieron preparando algunos dulces, que trataban de espiritualizar con nombres místicos. Sin embargo, pocos siglos más tarde, bajo la influencia de la refinada civilización árabe la repostería reanudó su movimiento. En el siglo XIII hacen su aparición los confites, las pastas de fruta, los pasteles rellenos y decorados, fundamento de la pastelería actual. De las tartas de estilo años treinta, muy decoradas, a las excesivamente dulces, casi empalagosas, después de los años «sin azúcar» de la guerra, de las vagamente exóticas de los años sesenta a los pasteles un tanto rústicos y de interés dietético de estos tiempos, la repostería ha seguido una línea de simplificación en la estética y la composición. Aunque ofrece las mismas virtudes que el dulce comprado (que me perdone el gremio de pasteleros), el de origen casero ofrece innegables ventajas respecto a su competidor: la posibilidad de controlar la calidad de los ingredientes, la posibilidad de modificar sus dimensiones según las necesidades familiares y de sustituir componentes concretos que no gusten o que sean incompatibles con la dieta individual, y, por último, el gran placer de preparar algo con las propias manos para los seres queridos.
Con los utensilios adecuados y un poco de buena voluntad, todo el mundo puede transformarse en aprendiz de pastelero. No hace falta decir que la perfección no se alcanzará hasta haber realizado unos cuantos intentos: también se pueden cometer errores. Sin embargo, Catullo el pastelero le asegura, incluso al ama de casa más inexperta y al más torpe de los hombres cocineros, que le saldrán los dulces presentados al menos de forma satisfactoria, y que con el tiempo alcanzará la perfección gracias a la valiosa experiencia que cada cual vaya adquiriendo poco a poco con la práctica. Como es natural, a condición de atenerse a los consejos y las dosis, de trabajar con método, paciencia y buen humor, pero sobre todo con la imprescindible dosis de amor que debería alimentar toda creación, de la más pequeña pastita a la más colosal obra humana.
LOS UTENSILIOS DEL OFICIO
Anilla para praliné. Pequeño utensilio formado por un mango y un alambre, provisto en el extremo de una anilla.
Boquillas. Pequeños conos metálicos de diverso tamaño que, unidos a la manga pastelera, permiten la salida de cantidades pequeñas y regulares de masa para la realización de galletas y pastas.
Papel absorbente. Es el clásico papel para secar los fritos, muy poroso para que pueda embeberse de la grasa sobrante.