Copyright © 2007 by Jacqueline Davies
Translation © 2014 by Houghton Mifflin Harcourt Publishing Company
Illustrations by Cara Llewellyn
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The Library of Congress has cataloged the print edition as follows:
Davies, Jacqueline, 1962–
The lemonade war / by Jacqueline Davies.
p. cm.
Summary: Evan and his younger sister, Jessie, react very differently to the news that they will be in the same class for fourth grade and as the end of summer approaches, they battle it out through lemonade stands, each trying to be the first to earn 100 dollars. Includes mathematical calculations and tips for running a successful lemonade stand.
[1. Brothers and sisters—Fiction. 2. Moneymaking projects—Fiction. 3. Arithmetic—Fiction. 4. Lemonade—Fiction.] I. Title.
PZ7.D29392Lem 2007
[Fic]—dc22
2006026076
ISBN: 978-0-618-75043-6 English edition hardcover
ISBN: 978-0-547-23765-7 English edition paperback
ISBN: 978-0-544-23022-4 Spanish edition hardcover
ISBN: 978-0-544-25203-5 Spanish edition paperback
eISBN 978-0-544-36496-7
v2.0319
Para Tom, Kim y Leslie.
Todos los caminos llevan atrás.
Capítulo 1
Temporada baja
temporada baja s. f. Caída en la actividad de un negocio o de la economía.
Acostado de espaldas en la oscuridad, Evan tiraba la pelota en línea recta hacia arriba y la recogía con las manos. Tamp,tamp. El sonido de la pelota en la palma de la mano le gustaba. Tenía las piernas abiertas en V, los brazos alzados hacia el techo. Pensar que si no acertaba, la pelota probablemente le rompería la nariz, hacía que el juego fuera lo suficientemente interesante para continuarlo.
Del piso de arriba le llegó el ruido de pisadas, las de su madre, y luego el fuerte sonido de algo que arrastraban raspando el piso. Dejó de tirar la pelota para escuchar. Su madre arrastraba algo pesado por el piso de la cocina. Posiblemente el aparato estropeado del aire acondicionado.
Hacía una semana, justo al principio de la ola de calor, el aire acondicionado de la oficina que tenía su madre en el ático se había roto. El empleado de Sears había instalado uno nuevo pero había dejado el viejo en medio del suelo de la cocina. Los Treskis habían estado evitándolo toda la semana.
Es-cra-ch. Evan se levantó. Su madre era fuerte, pero lo que estaba haciendo requería dos personas. Ojalá no le preguntara qué hacía escondido en la oscuridad. Con suerte Jessie no estaría en la cocina. Llevaba dos días evitando encontrarse con ella y cada vez se hacía más difícil. La casa no era tan grande.
Evan tenía la mano en la barandilla de la escalera cuando dejó de oírse el ruido. Oyó pisadas que se alejaban y luego, silencio. Su madre se había dado por vencida. Probablemente por el calor, pensó. Era un tiempo que invitaba a darse por vencido.
Volvió a acostarse en el suelo.
Tamp, tamp.
Entonces oyó que se abría la puerta del sótano. Schchch. Evan recogió la pelota y se quedó inmóvil como una estatua.
—¿Evan? —En la oscuridad, la voz de Jessie sonaba casi como un eco—. Evan, ¿estás ahí?
Evan contuvo la respiración. Se quedó completamente quieto. Lo único que se movía en su cuerpo era la punta de los dedos. Se sentían como si los estuvieran pinchando cientos de agujas.
Oyó que la puerta empezaba a cerrarse —soltó el aire contenido— pero luego volvió a abrirse. Pisadas en los escalones alfombrados. La silueta negra de Jessie parada en el último escalón rodeada de luz. Evan no movió ni un músculo.
—¿Evan? ¿Estás ahí? —Jessie dio un paso hacia el interior del sótano.
—¿Es...? —Se acercó poco a poco y luego le dio un puntapié con el pie descalzo.
—¡Oye! ¡Cuidado! —dijo Evan dándole un manotazo en la pierna. De pronto se sintió como un estúpido echado ahí en la oscuridad.
—Creí que eras un saco de dormir —dijo ella—. No veía nada. ¿Qué haces aquí abajo? ¿Por qué tienes apagadas las luces?
—Si enciendo las luces hace demasiado calor —le contestó. Habló en tono monótono, como si fuera la persona más aburrida del mundo. Si continuaba así, quizá Jessie se fuera dejándolo en paz.
—Mamá ha regresado a su oficina —dijo Jessie, acostándose en el sofá. Trabajando. —Gruñó mientras pronunciaba las palabras.
Evan no dijo nada. Volvió a tirar y recoger la pelota. Arriba. Abajo. Quizá el silencio haría que Jessie se marchara. Empezaba a sentir que las palabras se le amontonaban adentro, le oprimían los pulmones y forzaban el aire a salir. Era como si su pecho estuviera lleno de murciélagos aleteando en busca de una salida.
—Trató de mover el aire acondicionado, pero pesa demasiado —dijo Jessie.
Evan apretó los labios. Vete, pensó. Vete antes de que diga algo desagradable.
—Va a hacer calor toooooda la semana —continuó Jessie—. Va a estar en los noventa. Todo el tiempo, hasta fines de mes.
Tamp, tamp.
—Y, ¿qué quieres hacer? —preguntó Jessie.
Lárgate, pensó Evan. Jessie nunca se enteraba cuando le daba de lado. Seguía actuando como si todo estuviera perfecto. Se hacía difícil decirle que lo dejara tranquilo sin decirle DÉJAME EN PAZ. Cada vez que Evan se lo decía, se sentía mal.
—Y, ¿qué quieres hacer? —preguntó Jessie de nuevo, empujándolo con el pie.
Era una pregunta directa. Evan tenía que contestarla o explicar por qué no lo hacía. Y no quería entrar en eso. Era demasiado... demasiado complicado. Demasiado doloroso.
—Dime. ¿Qué quieres hacer? —preguntó por tercera vez.
—Lo que estoy haciendo —dijo Evan.
—No, anda. De verdad.
—De verdad —dijo él.
—Podemos ir en bici al 7-Eleven —dijo ella.
—No tengo dinero —dijo él.
—Abuelita te acaba de dar diez dólares por tu cumpleaños.
—Los gasté —dijo Evan.
—¿En qué?
—Cosas —dijo Evan.
—Bueno, yo tengo... bueno... —y la voz de Jessie se fue apagando hasta desaparecer.
Evan dejó de tirar la pelota y la miró diciendo: —¿Qué?
Jessie dobló las rodillas acercándoselas al pecho: —Nada —dijo.
—Bien —dijo Evan. Sabía que Jessie tenía dinero. Jessie siempre tenía dinero escondido. Pero eso no quería decir que lo iba a compartir. Evan continuó tirando la pelota. Sentía que una llamita de cólera le empezaba a quemar la cara.
Tamp, tamp.
—Podríamos construir un fuerte en el bosque —dijo Jessie.
—Mucho calor.
—Podríamos jugar Stratego.
—Muy aburrido.
—Podemos hacer una carrera con canicas.
—Muy tonto.
Una tela de araña de sudor le cubría la frente y se extendía hasta el pelo. Cada vez que tiraba la pelota se decía: No es su culpa. Pero sentía crecer su ira. Empezó a utilizar el codo para darle mayor impulso a la pelota. Estaba volando casi cuatro pies en el aire. Arriba. Abajo.
Pop. Tamp. Pop. tamp.
Los murciélagos que tenía en el pecho se estaban volviendo locos.
—¿Qué te pasa? —preguntó Jessie—. Estás muy raro desde hace dos días.
Ay, ay, ay, aquí viene.
—No quiero jugar un juego tonto como Stratego —dijo él.
—A ti te gusta Stratego. Sólo lo mencioné porque es tu juego favorito. Lo hice por ser amable, en caso de que no te hayas dado cuenta.
—Mira, sólo quedan seis días de verano y no los voy a pasar jugando un juego tonto. —Evan sintió que su pulso se aceleraba. Por una parte quería meterse un calcetín en la boca, por otra quería derribar de un golpe a su hermana. —Es un juego estúpido para bebés y yo no quiero jugar un estúpido juego de bebitos.