Tierras Lunares
Steven Savile
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Traducido por Tania Sofía Bernal Velasco
“Tierras Lunares”
Escrito por Steven Savile
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Traducido por Tania Sofía Bernal Velasco
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Tierras Lunares
Escrito por Steven Savile
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UNO
La malabarista
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L a manada de lobos irrumpió en la calles de Londres aullando. Había cinco de ellos, un Alfa liderándolos. Atravesaron por el portal en Golders Green, moviéndose con rapidez, siguiendo el olor de la chica. No había ni una sola estrella en el cielo de la ciudad, que brillaba con el resplandor reflejado de los faroles. Corrían mucho y por lo bajo, manteniendo sus cuerpos cerca del suelo. Sus fosas nasales se dilataban al olfatear a la chica.
Estaba cerca.
Muy cerca.
Pero el reloj corría contra ellos.
La luna estaba en cuarto menguante en el cielo púrpura.
Necesitaban encontrarla, matarla y regresar antes de que el Portal Lunar se cerrara. Era una misión sencilla.
Era un error creer que los Wolfen pudieran correr sólo con luna llena. Eso no era cierto. Los Wolfen podían moverse a placer, pero era más sencillo si la luna – cualquier luna – se encontraba en lo alto del cielo. Tenían siete de ellas en su propio cielo, lo que significaba que cualquier noche que merodeaban era noche de Wolfen.
Nadie estaba a salvo.
El portal que los lobos habían utilizado se encontraba en las tierras del viejo crematorio, cerca de los memoriales de algunos de los londinenses más famosos fallecidos. Era un portal como nunca antes se había visto. No era de hierro, acero ni madera. No tenía bisagras ni cerrojo. Era, de hecho, un portal sólo de nombre y a decir verdad debía haber sido llamada una debilidad, porque justamente de eso se trataba, de una debilidad entre los mundos. Era un traslapo: un lugar donde los Reinos de la Luna y el Lado Solar se encontraban entre sí.
Era un suceso poco frecuente, pero cuando las lunas se alineaban, esa debilidad se convertía en un portal que podía ser cruzado.
Esa noche, por primera vez en más de cien años, los Wolfen merodeaban las calles de Londres. No estaban solos. Aunque ya estaba oscuro, aún era temprano. Las noches llegaban rápido en época del solsticio de invierno. Sin embargo, Londres era el tipo de ciudad en que sucedían cosas extrañas de día y de noche e incluso mientras los Wolfen corrían por la calle Finchley Road, las personas que salían de la estación del subterráneo se detenían y se quedan viendo por un momento antes de continuar caminando, asumiendo que eran parte de una filmación que sucedía a su alrededor. Ésa era la esencia de la ciudad. Siempre sucedía algo mágico, pero la gente nunca se tomaba el tiempo para realmente verlo .
Blackwater Blaze olfateó el aire.
Su olor llegó a él.
La respiró.
Aulló hacia la luna.
Cuatro de la manada corrían en dos patas en lugar de en cuatro, sus cuerpos se alargaban, sus músculos se estiraban firmes y poderosos conforme corrían por la calla. El líder era una gran bestia negra con una línea blanca que atravesaba su ojo izquierdo. Él corría en sus cuatro patas. Blackwater Blaze comandaba su manada con garras de acero y perversos dientes filosos. Lo seguían sin cuestionamientos, adentrándose más en calles desconocidas.
¿Cómo pueden vivir así, tan apartados de todo? Blaze se lamentó. El asfalto bajo sus garras le bloqueaba todo excepto la más potente esencia del poder de la tierra conforme corría a través de él. Con razón están perdidos.
Los Wolfen vieron a una mujer delante de ellos con un largo abrigo de cuero atravesar corriendo las calles de la ciudad. Ella miró por encima de su hombro. Sólo un vistazo mientras corría. Había algo familiar en ella. Blackwater Blaze olfateó el aire. Estaba lleno de hedor y pestilencia y hediondez, todo completamente distinto a los olores que estaba acostumbrado: grasa de hamburguesa, sudor, grasa de papas fritas, petróleo, humo de escape, comida podrida y otros aromas llenos de putrefacción. No la mujer. Ella era diferente. Algo estaba mal. Ella no encajaba ahí.
Ella dejó de correr.
Blackwater Blaze se enderezó, estirándose para alcanzar su altura total y la encaró.
Ella sonrió. No había calidez en ello. Metió las manos en sus bolsillos profundos y sacó lo que parecían pelotas de malabarismo. Lanzó una al aire.
“Te conozco, Hada Targyn”, soltó el Wolfen. “¡Pensé que ya te había matado una vez! No cometeré el mismo error esta vez, créeme”. Sus palabras sonaron como si hubiera piedras que chocaran y se pulverizaran entre sí en su estómago para formarlas. “Enfréntame y muere por segunda vez”.
La manada de Wolfen se aglutinó alrededor de él.
Estaban desarmados por el Acuerdo de los Grimm. Armas de hadas, benditas, encantadas o alteradas de alguna otra manera por los Reinos de la Luna no podían atravesar los portales. Era imposible. Es por ello que Redhart Jax había enviado a los Wolfen, por supuesto. Ellos no necesitaban armas para lidiar con la chica. Ellos eran armas. Tenían dientes y garras y esas garras rozaban el asfalto de la calle, dejando profundos arañazos en él. No era difícil imaginar lo que podían hacer en la piel y los huesos.
Los Wolfen jadeaban, sus lenguas colgaban de sus hocicos, saboreando el aire, la vida en él y la inevitable subcorriente de muerte y putrefacción que se desplazaba con la brisa.
Esperaron a que Blackwater Blaze diera la orden.
“Ella está aquí, ¿no es cierto, Malabarista?” gruñó Blaze. “Puedo olfatearla”.
Ella.
La chica. La hija de la Reina de las Hadas. Su misión.
Podían llamarla como quisieran, pero eso no cambiaba el hecho que tuviera la sangre de Tanaquill y sólo por ello debía morir. Él era un soldado. Los soldados vivían para servir. Los soldados seguían órdenes. No las cuestionaban sin importar cuán incómodos los hicieran sentir esas órdenes.
Y esas órdenes hacían sentir a Blaze muy incómodo.
Pero él no podía fallarle a su rey.
Eso era impensable.
Ella estaba cerca. Al igual que la mujer frente a él, ella era diferente. No encajaba ahí. Así de simple. El heredero – al igual que el aire – olía a maldad.
“¡No puedes salvarla de mí, malabarista! Es su voluntad. ¡Ella debe morir!”. Blackwater Blaze echó la cabeza hacia atrás y aulló, sus aullidos aumentaron poco a poco hasta que ahogaron las sirenas policiacas y la música que salía de los pubs y cualquier otro sonido de la ciudad lo suficiente para que el grito de guerra alcanzara los oídos de su cantera. Ahora estaba cazando. Él quería que ella supiera que estaba tras ella. Quería que conociera el miedo. Él tenía el aroma de ella. Ahora no la perdería.
Había media docena de lugares rodeando la ciudad donde podían encontrarse los Portales Lunares: Aldgate, Bishopsgate, Cripplegate, Newgate, Moorgate y Ludgate. Eran los antiguos portales romanos de la Muralla, pero databan más allá de los tiempos de la invasión, hasta donde alcanzaban a llegar los recuerdos de la humanidad. Cada una de ellas se abría hacia un aspecto diferente de los Reinos de la Luna, ya fuera los bosques donde corrían los Wolfen, las altas fortalezas de piedra de los Parmigos, parientes y amigos, y su clan de demonios chupasangre de piel ceniza que evitaban todas las cosas del Lado Solar, o las profundas cuevas de la dimensión de demonios, Daemondim, donde saltaba y borboteaba lava que daba nacimiento a criaturas que ningún hombre en sus cinco sentidos querría ver, o las cadenas montañosas de los Cuebrosos, los tenebrosos hombres cuervo que volaban en círculos en lo alto, graznando y vigilando, o los lodazales donde los hombres de barro se retorcían en el cieno original. Los portales reunían todos los aspectos.
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