Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.
Lu z de Luna
Cuatro volcanes de México
Primera edición: julio 2018
ISBN: 9788417483111
ISBN eBook: 9788417483661
© del texto:
Jorge M. Mier
© de esta edición:
, 2018
www.caligramaeditorial.com
info@caligramaeditorial.com
Impreso en España — Printed in Spain
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright . Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Prefacio, Ciudad Condal
13 msnm
25 de noviembre del 2015
AQUEL DÍA LLEGUÉ TARDE a clase como siempre. La luz blanca del aula me cegó un segundo cuando abrí y atravesé con prisa el umbral de la puerta. Mi entrada, pude notar, era lo que había generado el silencio. Profesor y compañeros me observaban impacientes, esperando que pasara a ocupar mi lugar. Por un instante olvidé las palabras y, sin pedir permiso o perdón, corrí a la parte trasera del aula, donde estaba mi sitio de siempre. La clase siguió adelante.
A mi lado estaba mi compañero peruano Wong que, en cuanto me senté, puso el euro que cada día ponía sobre la mesa para recibir a cambio las mandarinas que siempre le compraba de camino a la universidad. Saqué la fruta y se la dejé delante. Me dio una palmada en la espalda y me susurró:
—¿Cómo andas, mexicano?
Le regresé la palmada y tomé aire para aliviar el jadeo por llegar corriendo. Saqué el cuaderno en blanco que siempre sacaba para fingir que tomaba apuntes y que la clase no me importaba una mierda.
—¿Quién es el profesor de hoy? —le susurré a Wong, que escuchaba con atención a lo que el docente decía y que ya estaba pelando una de las mandarinas por debajo de la mesa.
—¿Profesor? —me contestó—. No, huevón, este no es profesor. Este es maestro. El maestro.
Alcé la cabeza para observarlo por primera vez. Se había levantado de su silla. Estaba ahí delante, de pie, con las manos en los bolsillos, con los hombros caídos y el rostro serio, como si hubiera ido a ganarse unos euros a cambio de hablarles un ratito a unos idiotas. Era alto y daba la impresión de ser fuerte, con espaldas anchas. Más bigote que pelo, ambos blancos, y una frente arrugada encima de unas cejas tupidas; la nariz tosca, debajo de un coco liso y brillante. Argentino, de voz gruesa y áspera pero melodiosa.
—¿Por? ¿Por qué es el maestro? —le pregunté a Wong—. ¿Quién es?
—¿Nunca has leído a este tipo? Es buenazo, el hijo de puta. Teníamos que leer su libro para hoy —dijo, dándome el libro que estaba bocabajo a su lado.
Lacrónica era el título, así, con las dos palabras juntas. «Son décadas de recorrer el mundo y preguntarse cómo contarlo. Martín Caparrós va de la selva boliviana, donde se cuece la coca, a las playas de Sri Lanka, donde los niños se venden por monedas», decían las primeras dos líneas de la contraportada. Empecé a escuchar.
—Esto es un poco de lo que quiero hablarles hoy —decía Caparrós—. Como me parece que es difícil de definir, creo que lo mejor sería leerles algunos extractos del libro que he escrito justo con el fin de explicar qué es para mí esto que llamamos «crónica». La misma palabra es odiosa, me tiene cansadísimo. Cró ni ca. Se usa demasiado, no se sabe qué dice, se confunde, se enarbola, se babea. Para el partido de fútbol: crónica; la primicia del noticiero de la noche: crónica; Vargas Llosa e Isabel Preysler: crónica rosa . Hay hasta crónicas de colores. Pero creo, aun así, que hay que intentar definirla. Así que voy a leerles de la página 16, un poquito.
Wong abrió el libro y yo me asomé por encima de su mano para seguir con los ojos el texto al mismo tiempo que la voz del argentino nos contaba una historia. Una historia sobre cómo contar historias. «Después pasó el tiempo…», empezaba la primera frase. Era marzo del 91, contaba, Caparrós tenía 33 años, acababa de ser padre por primera vez y quería convertirse en «un hombre de bien», así que fue a pedirle trabajo como crítico gastronómico a un tal Jorge Lanata, que por aquel entonces era director de una revista que se llamaba Página/12 . Lanata no le dio el trabajo que quería, pero le ofreció, en cambio, que escribiera algo a lo que él llamaba «territorios».
Ahí se detuvo el maestro y explicó:
—No quiero que crean con esto que estoy diciendo que inventamos algo que no existía. El periodismo narrativo no era algo nuevo en América. En Argentina se había hecho mucho y muy bien: Tomás Eloy Martínez, Enrique Raab, Paco Urondo, Esther Gilio, Primera Plana , La Opinión , la revista Crisis ... Pero esto de escribir por «territorios» me intrigaba, era un poco diferente. Era abarcar, digamos, un lugar, un espacio, y narrar lo que se dice y lo que se hace. Sobre todo eso, narrar, detener por un rato el tiempo que se escapa y meter al lector en un punto geográfico. Por eso notarán que muchas de las crónicas en el libro tienen nombre de lugares: Bolivia, Lima, Sri Lanka, Hong Kong… Hay un periodista, que es el centro de la acción, y hay un suceder de los hechos en una línea temporal, pero hay un lugar. Y en ese sentido hay una investigación. Si hablásemos de Barcelona, por ejemplo, ¿a dónde iríamos? ¿Qué podríamos hacer para que, al narrarlo, el lector se transportara hasta allí? Esto me lleva al siguiente punto. Y es que para transportar al lector, y les tengo que insistir que esto no es algo nuevo, la crónica, que se podría catalogar como «no ficción», utiliza los mecanismos de la ficción. Si abrimos el libro en la página 43, hay un extracto que habla justo de esto:
Los alumnos pasaron las hojas y el argentino empezó a leer. Quité los ojos del libro de Wong y me dejé llevar por su voz:
—«Llamémosla lacrónica —leyó—. En Estados Unidos lo habían definido como nuevo periodismo o periodismo narrativo; a mí me gusta pensarlo como buen periodismo, el que me sucedía. Pero la idea estaba más o menos clara: retomar ciertos procedimientos de otras formas de contar para contar sin ficcionar. Es la máquina que fueron afinando, desde fines de los cincuentas, en distintos lugares de América Latina, Rodolfo Walsh o Gabriel García Márquez o Tomás Eloy Martínez o Carlos Monsiváis o Elena Poniatowska; es lo que armaron, con mayor capacidad de etiquetarlo, en Estados Unidos Truman Capote o Norman Mailer o Tom Wolfe o Gay Talese. Usaron, sobre todo, las formas de ciertos subgéneros americanos: la novela negra, la novela social de los años 30: mucha acción, mucho diálogo, palabras corrientes, frases cortas, ambientes oscuros. Aunque, por supuesto, cada uno le agregará su toque personal.
»Pero entonces siempre aparecerá alguien que te preguntará cuál es, en tal caso, la diferencia entre literatura y periodismo.
»«Se suele decir escritor y periodista, o periodista más que escritor o escritor más que periodista. Yo nunca he creído que haya posibilidad de hacer un distingo entre ambas funciones, porque para mí, el periodista y el escritor se integran en una sola personalidad», dijo, 1975, Alejo Carpentier, sin ir más lejos».
El maestro dejó de leer y guardó silencio. Wong hizo un apunte en su cuaderno, levantó la cabeza, se llevó un gajo de mandarina a la boca y suspiró:
—¿Qué pasó, al final sí te vas a ir a la montaña? —me susurró.