Servando Teresa de Mier - Memorias
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- Libro:Memorias
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1876
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Memorias: resumen, descripción y anotación
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Vida entre las más aventureras, llena de cárceles, fugas, persecusiones, notables estancias en la España imperial, en la Francia revolucionaria, en la papal Italia, en Portugal, invadida por Francia, en Inglaterra y los Estados Unidos, Fray Servando Teresa de Mier (1763-1827) no sólo fue uno de los precursores de la independencia hispanoamericana y mexicana sino un singularísimo escritor, dado a contar sus constantes peripecias en peculiares libros autobiográficos de los que en esta ocasión se comparten en ePubLibre.org sus alucinantes Memorias. Personaje continental, junto con Bolívar, Miranda o Simón Rodríguez, Lezama Lima lo hizo sujeto de un vibrante ensayo, así como Reinaldo Arenas lo convirtió en protagonista de una novela contemporánea.
Servando Teresa de Mier
ePub r1.1
Titivillus 01.02.16
Título original: Memorias
Servando Teresa de Mier, 1876
Presentación: Óscar Rodríguez Ortiz
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
«MI HISTORIA LE pareció una novela, y seguramente fingida», reconoce Servando Teresa de Mier (1763-1827) que tal fue la reacción de uno de sus interlocutores cuando le narró sus peripecias. Identificación entre la vida agitada y la «novela», entre ésta y lo que colinda con la mentira y la exageración. No era para menos cuando el relato central de lo vivido por este sacerdote mexicano lo confirma: el «cuento», casi increíble, de una serie de cárceles, sucesivas fugas, detenciones, las maniobras de una perpetua persecución y de una constante movilidad. Fábula y ficción en el más viejo sentido: en el de Simbad el Marino o Ulises. Sin embargo, hechos reales, acaso magnificados, desproporcionados, como el mismo género «novela» que es por sí mismo algo «creíble». Ya varios lectores han puesto en guardia sobre el exaltado «ego» de fray Servando, lo que no resta interés o importancia a sus hechos y a sus textos. Eterno ir de un sitio para otro, común, por otra parte, a otros latinoamericanos de su tiempo, miembros de la galería de los «precursores»: el peruano Juan Pablo Viscardo, el venezolano Francisco de Miranda.
España lo recibe en los peores calabozos: cómo eran de malos y cómo se fuga alcanzan el mejor humor de sus páginas. Pero la estancia en ese reino le depara tres tipos de conocimiento. Para un hispanoamericano de finales del siglo XVIII y primera mitad de la siguiente centuria —los días finales de la época colonial y comienzos de la Independencia— una aguda sensibilidad de «americano» o «indiano». Es más, sus pesares vienen de serlo y de la condición de súbdito de segunda categoría. De hecho, en España recibe ayuda de habaneros, colombianos, quiteños, mexicanos, a quienes considera compatriotas y lo exaspera la diferencia: en su patria, Anáhuac, era libre y feliz, en la Madre Patria es un eterno perseguido. Como va buscando «justicia», es decir, justificarse ante las autoridades, su actuación, que él dice bien intencionada, topa con los mecanismos burocráticos de las Cortes corruptas y venales. No queda entonces sino un paso para que sus páginas destilen un furibundo antiespañolismo, casi una «leyenda negra»: sólo encuentra paisajes yermos, pueblo ignorante y citadinos inmorales. Sus chispeantes descripciones de Madrid han sido comparadas con los dibujos, grabados y pinturas de Goya: «En ninguna parte de Europa tienen el empeño que las españolas por presentar a la vista los pechos, y las he llegado a ver en Madrid en el paseo público con ellos totalmente de fuera, y con anillos de oro en los pezones. Lo mismo que en los dedos de los pies, enteramente desnudos, como todo el brazo desde el hombro».
Perseguido, escapado, no le queda otra salida que huir a Francia, que en ese momento vive bajo la era del terror revolucionario. Una paradoja que más tarde novelará Alejo Carpentier en El siglo de las luces: por la ruta de los Pirineos escapan las víctimas de la monarquía y la inquisición española, hacia España emigran los monárquicos y los sacerdotes franceses espantados. Por esta razón, fray Servando sería párroco en París. En Francia entabla relación con el también itinerante venezolano Simón Rodríguez. De Lutecia se va, a pie, a Italia. Roma, la ciudad eterna, no edifica su moral. Sus narraciones de la península parecen un macabro cuadro barroco: supersticiones, ignorancia, pueblo dado al juego de la lotería y a carnavales estrepitosos, depravación, mujeres horribles, no deja de anotar este hombre de quien se desconoce su vida sentimental. «Ya dije —escribe— que las napolitanas son feas y morenas, las parmesanas son chatas y feas, las genovesas feas y triponas. Las romanas tienen mal pecho, pero buen cuerpo y bien puesta la cabeza». Su Nápoles se asemeja al que después ha contado Curzio Malaparte. En Roma y en Florencia se menciona una sola vez a Miguel Ángel: describe la utilidad o función de los templos pero no es sensible a la arquitectura, ni por lo visto a las artes. Como en lo que cuenta de España, aparte de numerosas observaciones de viajero acerca de las costumbres censurables, el texto está lleno de disputas doctrinales, erudición, frases latinas con o sin propósito, argumentaciones escolásticas: su modo es el de un discurso barroco y retórico, lleno por lo mismo de picardías y cosas macabras. Fray Servando era doctor en Teología, estaba formado en humanidades clásicas y en todo lugar exhibe sus méritos y hasta sus antecedentes nobiliarios. En Roma sería secularizado, es decir, exonerado de su condición de sacerdote.
Pero comete un error fatal: de Italia vuelve a España. De Barcelona —elogia a los laboriosos catalanes— regresa a nuevas cárceles y, otra vez, perseguido, a Portugal. En este reino termina el volumen llamado Memorias, escrito, otra vez preso, pero en México, en 1818, y publicado por primera vez en 1856: cubre su accidentada vida entre 1795 y 1805.
Sin embargo, fray Servando no se queda quieto ni las anteriores serán sus únicas cárceles o persecuciones. Cuando los ejércitos franceses invaden Portugal, el mexicano que tanto despotricara contra la Madre Patria, lucha al lado de los españoles en la resistencia contra el extranjero. Lo mismo haría el personaje de Carpentier: unirse al pueblo contra la invasión francesa del 2 de mayo. Desde luego, los franceses lo aprisionan y, claro, se escapa. Viaja después a Inglaterra, y porque en su patria ha estallado la Independencia, escribe sobre ella (ver el vol. 43 de Biblioteca Ayacucho, Ideario político). De Europa a Estados Unidos como miembro de una expedición guerrera que lo llevará directamente, no hay que decirlo, a la cárcel. Es remitido a España, fugándose hacia los Estados Unidos, para volver, ahora en condición de diputado del Congreso Constituyente mexicano, previa cárcel de las últimas autoridades españolas para conseguir nuevamente su ración de calabozo apenas el gobierno de su país adquiere forma «imperial». Por fin, tras alguna última fuga, vive libre por primera vez en su vida desde los treinta años, pero en esa apoteosis de consideración y reconocimiento hacia su persona muere a los 54 años. Esta última etapa ha sido contada por el autor en otro trabajo que llega hasta 1822.
El porqué haya sido tan sistemáticamente perseguido se contiene en otro libro suyo llamado Apología. Todo por causa de un sermón. Habiendo profesado como miembro de la orden de Santo Domingo, en cuyas manos estuvo la terrible Inquisición, fray Servando fue considerado pronto, asegura, un predicador notable. Prueba de su idoneidad doctrinaria, en época en que la oratoria era todavía parte de, la retórica y ésta, de la literatura, con gran complacencia del auditorio dijo varios sermones, es decir, piezas literarias y ortodoxas: cuando se supo en México que en Francia había caído la Bastilla, predicó contra Rousseau. Al regarse la mala nueva de que los reyes franceses habían sido decapitados, subió otra vez al púlpito para enfatizar el deber de la obediencia cristiana a los monarcas. Confiado y de éxito en éxito, en 1794 cometió el mayor error de su vida: habiéndole correspondido predicar el día de la Virgen de Guadalupe no tuvo más feliz idea que fundar su argumentación en la tesis de que el Evangelio había sido predicado en América antes de la llegada de los españoles. El Dios verdadero llegó antes de las naves de Colón: «Parece un absurdo en la misericordia del mundo todo, igualmente redimido por su sangre, haber dejado perecer entre las tinieblas de la infidelidad durante dieciséis siglos, la mayor parte del mundo». Sostiene también con una lógica que hoy suena ingenua pero en su época debía ser concluyente: «Decir que no se conocía entonces la América es un despropósito porque los apóstoles tenían ciencia infusa». «Un disparate teológico», lo califica, con gracia, Alfonso Reyes: le valdría en adelante la cárcel y el envío a España, desde donde relata las aventuras de sus
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