C. Virgil Gheorghiu - La hora veinticinco
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C. Virgil Gheorghiu
LA HORA VEINTICINCO
(1949)
La Historia, como el drama y la novela, es
hija de la mitología. Es una forma particular
de comprensión y de expresión, donde —igual que
en los cuentos de hadas de los niños y en los
sueños propios de los adultos sofisticados— no
está trazada la línea de demarcación entre lo
real y lo imaginario. Se ha dicho, por ejemplo,
de La Ilíada, que el que emprende su lectura
como relato histórico halla en seguida la
ficción, y que aquél que, por el contrario, la lee
como una leyenda, halla la historia.
Desde este punto de vista, todos los libros
de historia se parecen a La Ilíada, ya que
ninguno de ellos puede eliminar enteramente la
ficción. Ya que el simple hecho de escoger,
separar y presentar los hechos constituye una
técnica que. pertenece al dominio de ésta...
ARNOLD J. TOYNBEE
A Study of History
FANTANA
.-
—No puedo creer aún que vayas a marcharte —dijo Suzanna a Iohann Moritz, estrechándose contra él.
Posó sus manos sobre la cabeza del hombre y acarició su pelo negro. El retrocedió un paso.
—¿Por qué no puedes creerlo? —preguntó con voz dura—. Pasado mañana, al amanecer, me habré marchado.
—¡Ya lo sé! —murmuró ella.
Se hallaban de pie, al lado de la tapia. Hacía fresco. Era más de medianoche. Iohann cogió las manos de la mujer, las soltó en seguida, y dijo:
—Y ahora... ¡adiós!
Ella suplicó:
—Quédate un poco más.
—¿Por qué quieres que me quede? —preguntó Moritz con voz firme y decidida—. Se hace tarde y mañana tengo que trabajar.
Suzanna no respondió, pero se estrechó todavía más contra él. Entreabrió la camisa del hombre, apoyó la mejilla contra su pecho y levantó los ojos.
—¡Qué hermosas son las estrellas! —dijo.
Sin duda Moritz esperaba algo más importante y creía que Suzanna le había retenido para decírselo. En vez de eso le hablaba de las estrellas. Se separó y quiso alejarse. Pero en aquel mismo instante recordó que estaría por lo menos ausente durante tres años.
Y entonces, para darle gusto, levantó también la mirada hacia las estrellas.
—¿Es verdad que cada hombre tiene su estrella en el cielo? ¿Es verdad que cuando muere ésta cae?
—¡Yo qué sé! —respondió él, sintiéndose en aquel instante más dispuesto que nunca a alejarse.
—¡Adiós!
—¿También tenemos nosotros una estrella en lo alto? —insistió Suzanna.
—¡Como todo el mundo! En lo alto o en nosotros mismos —respondió Moritz.
Cogió la cabeza de la mujer entre sus manos y la apartó de su pecho. Luego echó a andar. Ella le acompañó hasta el camino. Contempló una vez más las estrellas y luego volvió la mirada hacia él.
—Te espero mañana por la noche —dijo ella.
—Si no llueve.
Suzanna hubiera querido seguir en su compañía, suplicándole que acudiera al día siguiente, aunque lloviera. Pero él se alejaba ya a grandes zancadas. Dobló el recodo del sendero y desapareció tras el jardín. Ella permaneció unos instantes inmóvil. Luego se pasó la mano por las caderas para alisarse el vestido y quitar las briznas que se habían quedado adheridas. Antes de penetrar en el patio echó una mirada al sitio bajo el castaño, donde habían estado tendidos uno junto a otro. La hierba estaba aún aplastada, y por unos instantes le pareció seguir aspirando el olor del cuerpo de Moritz; un olor a hierba aplastada, a tabaco y a aguardiente de cerezas.
Iohann Moritz atravesó el campo y se dirigió silbando hacia su casa. Llevaba pantalones negros de soldado y una camisa blanca, con el cuello desabrochado. Iba descalzo. De pronto interrumpió su silbido y bostezó. Luego pensó en la mujer que acababa de abandonar. Pensó en Suzanna. Hubiera deseado sonreír. Se dijo que las mujeres eran como niños. «Historias de estrellas... ¡Qué tontería! Se hacían a sí mismas montones de preguntas inútiles...» Dejó de pensar en Suzanna y trató de concentrar sus pensamientos en el viaje que iba a emprender dentro de dos días. Pensó en América. Luego, apartando sus pensamientos, se puso a silbar otra vez. Tenía sueño. Hubiera querido estar ya en su casa para poder dormir. Tenía que levantarse muy temprano. Aquélla sería su última jornada de trabajo... Iba ya a despuntar el alba. Dentro de algunas horas sería de día. Y Iohann Moritz apresuró el paso.
.-
Amanecía cuando se detuvo ante la fuente del pueblo. Abriendo ampliamente su camisa, cogió agua con las manos y se frotó la cara y el cuello. Luego se las secó pasándolas por el pelo. Se arregló el cuello de la camisa, aunque sin abotonarlo, y contempló el pueblo, medio oculto por una bruma lechosa. Era el pueblo de Fantana, en Rumania. Iohann Moritz había nacido en él hacía veinticinco años. Y en aquel instante, mientras lo contemplaba, con sus casas pequeñas y los tres campanarios de sus tres iglesias —la ortodoxa, la católica y la protestante—, se acordó de que Suzanna le había preguntado la víspera si no se consumiría de no verla. Él se había reído, regocijado por la pregunta, respondiéndole que era un hombre. Sólo las mujeres podían languidecer. Pero en aquel instante tenía la sensación de que le invadía un vago pesar. Silbó de nuevo y apartó los ojos del horizonte del pueblo.
La casa del sacerdote Alexandru Koruga se hallaba en las lindes de la carretera, no lejos de la iglesia ortodoxa. La puerta estaba cerrada. Iohann se inclinó y cogió la llave, escondida adrede debajo para que pudiera entrar por la mañana, cuando llegaba a trabajar. Abrió las pesadas hojas de roble y penetró en el patio sin detenerse. Los perros corrieron a su encuentro, saltando a su alrededor. Le conocían muy bien, pues Iohann Moritz trabajaba en casa del sacerdote Alexandru Koruga desde hacía seis años. Acudía diariamente y consideraba aquel hogar como el suyo propio. Pero aquel día sería su última jornada de trabajo. La pasaría enteramente recogiendo manzanas, luego cobraría su salario y anunciaría al sacerdote su partida. El anciano todavía no sabía nada.
Iohann Moritz entró en el troje y cogió las cestas, colocándolas luego en el carro. El sacerdote salió a la terraza. No llevaba más que una camisa de lienzo blanco y unos pantalones. Acababa de levantarse. Moritz le saludó con una sonrisa. Dejó la cesta, se frotó las manos, se encaramó hasta la terraza y cogió de las manos del viejo una palangana llena de agua.
—Espere... Voy a echársela.
Vertió el agua en las manos del sacerdote, contemplando al mismo tiempo sus dedos, aquellos dedos largos y afilados, como los de una mujer, de piel muy blanca. Contempló con gusto como el anciano se enjabonaba la barba, el cuello y la frente. Y con tanta atención le miró, que hasta se olvidó de echar el agua. El sacerdote aguardaba, con las manos extendidas y llenas de espuma. Y Moritz, al tropezar con su mirada, enrojeció.
El sacerdote Koruga era el «pope» del pueblo. No tenía más de cincuenta años, pero su barba y su pelo eran blancos como la plata. Su cuerpo, espigado y
escuálido, descarnado, parecía el de los santos que se veían en los iconos de las iglesias ortodoxas. El cuerpo de un verdadero anciano. Pero en su mirada, en su
manera de hablar, se reflejaba su espíritu joven. Cuando hubo terminado de lavarse, el sacerdote se secó la cara y el cuello con una toalla de grueso tejido. Moritz siguió delante de él, con la jofaina en la mano.
—Quisiera hablarle, padre —dijo.
—Aguarda a que me vista —respondió el sacerdote. Entró en la casa, después de coger la jofaina de manos de Iohann Moritz, y al atravesar el umbral, volvió la cabeza—. Yo también quiero hablarte —le dijo sonriente—. Quiero anunciarte algo que te alegrará. Sin embargo, por ahora más vale que sigas cargando las cestas en el carro.
Durante toda la mañana, Iohann Moritz y el padre Koruga estuvieron recogiendo manzanas. Hacían su trabajo en silencio, y sólo cuando el sol estuvo alto, el sacerdote se interrumpió. Extendió los brazos con un gesto de fatiga y después dijo:
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