Prólogo
Podría intentar contar una historia que acabara con una resolución, pero la única forma de conseguirlo sería mintiendo. Si mintiera, al final de esta historia habría alcanzado la plenitud. La plenitud sería posible. Superpondría la alienación en cada momento de mi vida que conduzca a la autoaceptación, como si la negación y la represión no fueran tan poderosas como para crear sus propias verdades. Entonces, al finalizar la narración, corregiría la condición de nunca haberme sentido como en casa en mi propio cuerpo. Hallaría el hecho de ser, de una vez por todas, una persona hospitalaria y armoniosa. Sería un individuo, un adulto, un hombre.
Pero, en muchos momentos, he creído ser una mujer. Y, por esa creencia, que no dejaba lugar a dudas, yo era una mujer. ¿Qué es, de todas formas, la feminidad más allá de una creencia construida?
Nunca habré nacido hombre. No propongo esto como una verdad universal. Algunas personas a las que quiero opinan de manera diferente. Puede que algún día pase por un hombre, pero sabré en mis entrañas que tuve que convencerme de que me tuvieron que otorgar esa aprobación, que me sacrifiqué por ella y que siento esa aprobación como hombre una traición hacia todo el mundo que alguna vez me quiso como mujer, por ser una mujer. Y quizás siempre me pregunte si es tan solo un truco, una mentira. El truco puede ser una verdad aún más profunda que la niña, la mujer o el hombre. El truco puede ser quien yo soy.
***
Mi nombre era Grace. Lo primero que recuerdo es una hermosa mañana púrpura a través de la ventana. Lo segundo que recuerdo son babosas en la pared de un cobertizo. Mi madre me tuvo cuando tenía cuarenta y dos años. Puso mucho empeño en tenerme. Tenía un papelito verde con todos los nombres que mis padres casi me pusieron. Mi madre quería llamarme Esther y mi padre quería llamarme Kay. Acordaron llamarme Grace. Solo pusieron un nombre de chico en la lista, Cyrus, que sonaba como Osiris, el dios egipcio de la resurrección.
Los antepasados de mi madre eran judíos y los antepasados de mi padre eran puritanos a los que imaginaba vestidos de negro y viviendo en casas de madera donde no había nada cómodo en lo que sentarse. Los puritanos tenían nombres como Hope (‘esperanza’), Mercy (‘piedad’) y Patience (‘paciencia’), que se parecían al mío. Eran ideas, no cosas que se pudieran tocar. Esta distinción se convirtió en algo muy importante para mí: Grace (‘gracia’) era un sustantivo abstracto , pájaro era un sustantivo concreto.
Mi madre fue a un médium cuando tenía problemas para quedarse embarazada de mí. Este le dijo que había un niño esperando para entrar en su familia y que el niño los había elegido porque había cosas que quería enseñarles. Mi madre me contaba esta historia a menudo. Me hacía enrojecer. Me preguntaba si ese niño era yo.
Mi madre es fotógrafa y mi padre es pintor. Mi padre y yo dibujábamos cada noche. Cuando terminábamos un dibujo, lo firmábamos en la esquina inferior derecha. Su firma empezaba por la letra C; parecía una boca abierta escupiendo el resto de las letras. Yo no sabía deletrear, así que copiaba su firma, solo que la mía empezaba por G, que escribía como una C con lengua. Me gustaba dibujar ges por toda la página con lenguas cada vez más pequeñas hasta que se convertían en ces. Me gustaba imaginarme como mi padre cuando era un niño pequeño. Miraba fotos antiguas de él en la playa y me imaginaba que yo estaba dentro de su cuerpo.
Mi hermana es seis años mayor que yo. Tenía el pelo rubio y ondulado y le gustaban las cosas que yo odiaba, como el maquillaje, los vestidos y las joyas. Ella tenía un montón de muñecas y yo, una caja con superhéroes. Me dio sus muñecas más viejas y usé las herramientas de mi abuelo para cortarles los brazos y las piernas, desatornillar sus cabezas y hacerles agujeros en los torsos. Hacía lo mismo con mis superhéroes y luego unía los trozos para hacer criaturas mitad muñeca, mitad superhéroe.
A mi hermana le gustaba pintarme la cara con sombra de ojos, colorete y pintalabios, vestirme y hacerme fotos. Ponía pegatinas de purpurina roja en mis pestañas. Las pegatinas tenían forma de labios, estrellas y corazones. Separaba los labios y aguantaba la respiración mientras ella hacía las fotos con una Kodak desechable que mis padres le habían comprado en la tienda.
Íbamos al Museo Metropolitano cada sábado por la mañana. Me gustaba la zona de armas y armaduras, con las interminables hileras de hombres de metal y caballos. Me gustaba que las armaduras fuesen grandes y pesadas, pero que a la vez tuvieran pequeños dibujos de flores en la superficie. Me imaginaba corriendo por un bosque con una armadura por piel.
Cuando íbamos en coche por otras partes de la ciudad, me gustaba que nos pillaran en rojo los semáforos para poder mirar a través de las ventanas en los pisos más bajos de los edificios de apartamentos. Después fantaseaba con las habitaciones que había visto e imaginaba que era parte de otra familia, pero como hijo en lugar de como hija. Me daba miedo poder ser solo una única persona toda mi vida. Aunque me reencarnara, no podría recordar quién más había sido.
En el colegio solo me gustaba estar con chicos. Los niños se reían de los chicos que solo jugaban con niñas y que avergonzaban a sus padres. Mis padres estaban orgullosos de mí porque era una clase de chica dura y especial.
Tenía el pelo corto, que peinaba hacia atrás con agua en el baño, y llevaba una pesada chaqueta de cuero que mi madre me compró en una tienda de segunda mano. Me sentaba con las piernas abiertas y me arrancaba las costras de las rodillas hasta que sangraban. En casa me ponía delante del espejo sin camiseta y con los brazos cruzados, levantando la barbilla, como los hombres de las revistas. Durante un tiempo, les dije a mis padres y a mi hermana que quería llamarme Jimmy, que era el apodo del actor James Dean y de uno de los mejores amigos de mi madre, al que nunca pude conocer porque murió de sida antes de que yo naciera. Nadie aceptó llamarme Jimmy, pero a mí me gustaba decírmelo en voz alta frente al espejo.
— Hey, mi nombre es Jimmy — decía, y lo repetía tres veces más para que fuese par — : Hey, mi nombre es Jimmy. Hey, mi nombre es Jimmy. Hey, mi nombre es Jimmy.
Durante el verano, dejábamos la ciudad y nos íbamos a una casa junto a un lago que estaba unido a otro lago. Los dos lagos eran conocidos como Twin Lakes, los lagos gemelos. Me gustaba el verano porque dejábamos las ventanas abiertas. Podía oír los grillos por la noche y los pájaros por la mañana. Cuando podía oír el exterior a través de la ventana, no me sentía en una jaula o como si fuera a morir, aunque supiera que todo iba a morir en algún momento, incluso el Sol. Mi padre me había contado que algún día el Sol iba a explotar y a hacerse tan grande que se tragaría la Tierra. Después encogería y se volvería rojo. Finalmente se enfriaría, se oscurecería y desaparecería. Pero, para entonces, todo lo que yo conocía y amaba habría sido destruido.
En Twin Lakes había dos chicas mayores que vivían cerca y que me solían invitar a su casa. Jugaban a que yo era su novio o su marido, lo que implicaba que me tenía que quitar la camisa, dejarme los pantalones puestos y tumbarme encima de ellas moviendo las caderas hacia delante y hacia detrás mientras ellas hacían ruiditos. Me ponía la mano entre las piernas como si fuera un pene. Por la parte baja de la espalda me crecía un cosquilleo que se extendía al resto de mi cuerpo. Otra chica del barrio tenía un hermano adolescente con pelo corto teñido de rubio platino y un descapotable rojo. Pasaba a toda velocidad por la noche hasta el final de la calle donde vivían. Cuando me quedaba a solas en el jardín de atrás, me subía las mangas de la camisa y caminaba de un lado a otro fingiendo ser él.
Fui a un campamento cerca de Twin Lakes en el que una de las monitoras tenía un pelo largo y ondulado y unas tetas enormes. Me pegué a ella y le preguntaba qué opinaba de sus padres, de sus amigos y de los chicos. Me dijo que se me daba bien escuchar y que podía hablar conmigo de una forma diferente a como hablaba con otras personas. Me encantaba escucharla. Me hacía sentir importante. Me dejaba quedarme con ella mientras los otros niños realizaban actividades. Nos inventábamos excusas, como que me encontraba mal o que me necesitaba para ayudarla con algo. Una vez que llovía me dejó recostarme en su pecho dentro de una tienda de campaña vacía. Me susurró al oído cuatro veces lo especial que era. «Eres tan especial», me dijo. Especial. Especial. Especial. Especial.
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