Melissa Broder
So Sad Today
Ensayos íntimos
Traducción
Manu Berástegui
ALBA
Para Nicholas
Jamas se descubriría nada si nos consideráramos satisfechos con lo ya descubierto.
Séneca
Cómo no estar nunca satisfecha
Traer un hijo al mundo sin pedir su consentimiento me parece poco ético. Salir del útero me parece sencillamente una locura. El útero es el nirvana. Es flotar en una esfera eterna fuera del continuo espacio-temporal. Es una rave cálida y húmeda en el centro de la tierra, en la que tú eres el único asistente. No hay ningún guía de la Nueva Era. Ni música tecno de mierda. Estás a solas con el infinito.
Nací con dos semanas de retraso porque no quería abandonar el útero. Cuando por fin consiguieron sacarme de allí me puse en plan «venga, no me jodas». Desde entonces no he dejado de intentar volver allí.
Mi primer día en el mundo descubrí lo que supone no estar nunca satisfecha. Según mi madre, el médico que la asistió en mi parto dijo que yo era guapa. Estaba deseando creerle, adoro sentirme aprobada. La aprobación de los demás es el peor de mis malos rollos. Pero no era uno de esos bebés dispuestos a aceptar un cumplido. Si hubiera tenido el don de la palabra, le habría respondido con otro cumplido a mi vez, para mitigar la culpabilidad implícita en que mi propia existencia se regodeara con los halagos. Por el contrario, creé una atribución externa.
Las atribuciones externas existen para hacer que te sientas como una mierda. Es una herramienta útil mediante la cual percibes cualquier cosa positiva que te suceda como un error, algo subjetivo y/o nunca como resultado de tus propios méritos. Por otro lado, todo lo negativo es la verdad objetiva. Y es siempre culpa tuya.
La perspectiva del médico no era más que una opinión equivocada. Evidentemente, tenía un gusto deplorable en cuestión de bebés. Si hubiera dicho que yo era fea, me habría pasado el resto del tiempo que estuve en el hospital tratando de convencerle de que era una belleza. Pero le gustaba. Definitivamente, algo no le funcionaba bien del todo.
Si has decidido no estar nunca satisfecha, tienes que encontrar la manera de volver siempre los cumplidos en tu contra, reconvertirlos en una prisión, que es exactamente lo que hice. Decidí que tenía que estar guapa el resto de mi vida. Si me ponía fea sería por mi culpa. No bajes la guardia. No la jodas. Y yo, casi seguro que la iba a joder.
Probablemente, acto seguido, me metieron en una sala con, no sé, otros veinte bebés. Estoy segura de que enseguida empecé a compararme con todos ellos y perdí. Lo más seguro es que los otros bebés mostraran una actitud bastante relajada respecto a estar en el mundo. Se cagaban en los pañales como si tal cosa. Era como si supieran asumir la existencia sin el menor esfuerzo. En cambio a mí me dejaba hecha polvo estar viva. ¿Por qué estaba allí? ¿Qué significaba todo aquello? Las cosas no tenían muy buena pinta.
Era mi primer día en la tierra y ya estaba pensando en la muerte. Un montón. Probablemente pensaba en la muerte lo suficiente para negar cualquier logro, cualquier relación o cualquier cosa que pudiera llegar a amar en el futuro con pensamientos como ¿qué sentido tiene? o ¿para qué molestarse? Al mismo tiempo, sigo sin poder aceptar que inevitable y definitivamente voy a morir algún día, ya que esto me podría llevar a aceptar la idea de que más me valdría disfrutar de mi única y corta vida, y quién quiere eso.
La situación empeoró todavía más cuando mi madre anunció que no me podía dar el pecho. Como me dijo más tarde, yo la estaba «matando». Matar a tu madre cuando eres un bebé es la prueba de la superabundancia de uno. En el contexto de la comida y el consumo, la superabundancia es equivalente a no estar nunca satisfecha en otros campos: tus apetitos son demasiado grandes para el planeta y, en consecuencia, quizá no deberías estar aquí.
Estaba «matando» a mi madre porque chupaba demasiado fuerte. Menos de veinticuatro horas en el planeta y ya estaba intentando llenar mis múltiples agujeros internos con material externo. Intentaba saciar el miedo existencial causado por el «qué coño está pasando aquí» con leche. Yo mamaba y mamaba, pero no había leche suficiente. Nunca habría leche suficiente. Una teta es demasiado y mil no son suficientes. Lo que realmente necesitaba era una teta cósmica. Tan omnisciente que pudiera llenar todos mis agujeros. El mundo ya no era suficiente y, por supuesto, yo tampoco lo era. Empezaron a darme biberón.
Como consecuencia de todo aquel chupeteo, acabé teniendo un peso superior al que correspondía a mi altura. Esto era un problema, porque los padres de mi madre eran obesos. Esta necesitaba un objeto en el que proyectar su ansiedad. ¡Yo era perfecta para eso! La comida no tardó en convertirse en la religión de la casa: ellos prohibiéndomela y yo comiéndola a escondidas.
Una de mis comidas favoritas para comer a hurtadillas era yo. En mi afán por ser suficiente, empecé a consumir partes de mi propio cuerpo. Me comía las uñas de las manos y de los pies. Me las comía absolutamente todas. Me gustaba mordérmelas y jugar con ellas en la boca, deslizar las deliciosas medias lunas ricas en calcio entre los dientes hasta que me sangraban las encías. Intenté disfrutar de la cera de mis oídos, pero la cera de los oídos es un gusto adquirido. Años más tarde me hice una gourmet de mis propias secreciones vaginales. La gama de su variedad era asombrosa. La vagina siempre está marinando algo.
Sin embargo, lo que más me gustaba era hurgarme la nariz y comerme los mocos. En el colegio, durante la hora en que nos contaban un cuento, formaba un «escudo» con la mano izquierda para cubrirme la nariz y poder así disfrutar de un pequeño refrigerio privado. Entonces me aplicaba a fondo en su interior con la mano derecha. Algunos de los días más felices de mi infancia los pasé detrás de aquel escudo hecho con la mano. Me sentía autosuficiente, satisfecha y llena de mí. Los otros niños sabían lo que hacía y se reían de mí, pero no me importaba. La felicidad era demasiado grande.
Por desgracia, esa felicidad no iba a durar siempre. Seamos sinceros, la felicidad duraría cuatro minutos o hasta que se me acabaran los mocos de la nariz. Pero, padres, si vuestra hija se está comiendo a sí misma, tenéis que dejarla. Dejad que vuestra hija se devore entera. Aunque desaparezca por completo, animadla a volatilizarse. Dejad que vuestra hija se coma la mierda que sale de ella y que vuelva a cagarse a sí misma. Dejad que se coma eso también.
No hay muchas maneras de encontrar consuelo en este mundo. Tenemos que conseguirlo como podamos, hasta en los lugares más oscuros y repugnantes. Nadie pide nacer. Nadie firma un papel que dice: «te doy permiso para hacerme existir». Los niños nacen porque los padres sienten que ellos mismos no son suficiente. Por eso, padres, nunca nos condenéis por tratar de llenar los agujeros de nuestra existencia, cuando no somos más que el fruto de vuestros vanos intentos de llenar los de la vuestra. Para empezar, es culpa vuestra que estemos aquí y tengamos que enfrentarnos al vacío.
El amor en los tiempos de los chacras
He tenido relaciones sexuales con un montón de gente asquerosa. He tenido sexo con tanta gente asquerosa que considero que, en la mayor parte de las ocasiones, deberían haberme pagado. Aunque nunca me han pagado por tener relaciones sexuales con ninguna de esas personas asquerosas, he sido una especie de trabajadora sexua yonil.
Mi primer trabajo de oficina fue como auxiliar administrativa de una asociación tántrica sin ánimo de lucro que vamos a llamar «El yoni eléctrico». Este tipo de lugar existe, y existe justo al norte del puente Golden Gate, al otro lado del túnel arcoíris, donde se glorifican los casoplones construidos en serie en la Ruta Estatal Número 1 de Marin County, California.