Índice
A Carlota.
A Paula, a Mario, a Lucía, a Carlos.
A César, a Marina, a Daniela.
Y a todos los niños que quizá de adultos tengan
que lidiar con los intolerantes.Ojalá este libro
les sirva de bálsamo llegado el momento.
Hace unas semanas leí el reportaje «de amores iguales», sobre una pareja gay que se casará cuando la nueva ley entre en vigor. Desde entonces no me lo he podido quitar de la cabeza. Tengo 24 años, soy homosexual y sólo lo sé yo. Hace un tiempo que he dado el paso de aceptar mi verdadera condición sexual, pero aún me falta el de dar la oportunidad a mis amigos y familia a que también lo hagan. […] Para los que vivimos nuestra homosexualidad en la más absoluta soledad es de gran ayuda saber que existen muchas personas, entre ellas las que integran el gobierno de tu país, que estarán a tu lado cuando decidas dar ese paso que no siempre es tan fácil como se refleja en las series de televisión.
Carta al director de El País Semanal
PRÓLOGO
Homosexualidades y familias
Se acabó, por fortuna, el tiempo de las generalizaciones. La homosexualidad no puede ser caracterizada como una esencia unívocamente determinada para todos los casos, ni la familia tampoco. Esta polisemia de ambos conceptos (homosexualidad y familia) resulta realmente endiablada a la hora de reflexionar en abstracto sobre el asunto. Por eso la mayoría de los escritores y los homosexuales serios que reflexionamos sobre este asunto, tratamos a veces, mediante un no del todo legítimo zoom, presentar un cuadro implícita o explícitamente autobiográfico del asunto. Yo mismo he hablado de la homosexualidad y de la familia con frecuencia y gran número de páginas en muchas novelas mías. Esto, por supuesto, no me autoriza a citarme ahora. Pero sí a tratar de extractar conceptualmente lo que en mis libros aparece contado con todo detalle, en carne viva. No sólo hay homosexualidades y familias diferentes entre sí, sino que además hay poderosas diferencias cronológicas entre las homosexualidades y las familias de mi generación y las generaciones siguientes. En la excelente película titulada Far from Heaven (Lejos del cielo) tenemos un retrato del asunto de la homosexualidad, su problemática y su tragedia (unida por lo demás al racismo y clasismo de la época) dentro del seno de una familia americana convencional. En la interesante serie, también americana, titulada Cinco hermanos, el panorama es ya completamente distinto: la homosexualidad aparece integrada por lo menos en las familias estadounidenses progresistas (votantes del Partido Demócrata e incluso del Republicano). Hay miles de películas sobre este asunto. Yo menciono estas dos para trazar un esquema seco y claro. Cuando mi generación (1939) andábamos entre los 10 y los 20 años, no había ninguna posibilidad de pacto entre homosexualidad y familia, ni de mínimos ni, por supuesto, de máximos. Los más piadosos lo consideraban una enfermedad, los más virulentos (entre ellos la Iglesia católica española) una aberración biológica y un pecado. Quiere decirse que no había ningún «salir del armario», como no fuese que te metieran en la cárcel y alguien tuviera que ir a buscarte allí. Ser maricón se consideraba un sambenito terrible que implicaba a toda la familia y del que no se libraba nadie. Lo más grave, en mi opinión, y lo más injusto de esta situación era que se consideraba que el amor, la ternura y la convivencia en pareja sólo tenían sentido en las relaciones heterosexuales, por consiguiente había que tener sentimientos que no se sentían, fingir que se sentían. He desarrollado este asunto de los sentimientos impostados en todas mis novelas. Aún hoy en día, para asombro de algún amigo muchísimo más joven que yo, hablo con frecuencia de tener que sentir esto o lo otro, y me acojo al imperativo categórico kantiano en un inconsciente esfuerzo por justificar (no obstante lo absurdo y cruel que aquello fue) la estricta disciplina sentimental en que me eduqué. Yo nunca cedí. Nunca fingí tener novias y tontear con las chicas ni por supuesto casarme (lo cual no significa que yo sea misógino, todo lo contrario), pero sentí con gran frecuencia la violencia de tener que hacerme violencia a mí mismo para sentir lo que creía debía sentir porque era lo que sentía en mi grupo social y en mi familia.
Ésta es mi colaboración para una empresa colectiva de reflexión acerca de la homosexualidad y la familia en nuestros días, en 2009. Confío haber aportado alguna sugerencia menor pero verdadera al debatido y complejo asunto de las homosexualidades y las familias, que sigue siendo en estos días, y a pesar de los extraordinarios avances legales —que debemos a los socialistas—, un asunto en el que aún queda mucho por pensar y por hablar.
Á LVARO P OMBO
Presentación
Aquí empieza todo
Madrid, jueves 30 de junio de 2005. Marce y Pablo están comiendo en la cocina del ático del barrio de Chueca que comparten como pareja desde hace nueve años. Pasta fresca con soja y vino blanco. Esa mañana el Congreso de los Diputados ha aprobado la ley que permitirá el matrimonio y la adopción a parejas del mismo sexo.
Ha sido muy emocionante, Pablito. A las diez hemos puesto la tele en la redacción con la sesión del Parlamento y hemos subido el volumen. Un momento increíble ha sido el discurso de Zapatero. Montse ha empezado a aplaudir, se ha levantado, me ha abrazado, nos hemos besado… Después de hablar contigo, no han parado los mensajes y las felicitaciones. Mariola y Violeta me han llamado llorando. Le he enviado a todo el mundo un sms: «Por fin somos ciudadanos de primera. Gracias por vuestro cariño y apoyo. Os espero a todos en la mani del sábado». En fin, ha sido alucinante, y por cierto, ahora todo el mundo me dice que cuándo vamos a casarnos. Me ha dicho Montse que tiene unas ganas locas de ponerse la mantilla, así que este verano tenemos que preparar los papeles.
Suena el teléfono. Lo coge Pablo. Es la madre de Marce, que le pregunta por él. Pablo le dice que están comiendo. Durante el tiempo que dura la escueta conversación telefónica, Marce piensa: «¿Llamará mi madre por ser hoy el día que es? Hostia, como me diga algo… ¿Lo habrá oído en la radio? ¿Lo habrá visto en la tele? ¿Se habrá acordado de mí al oírlo?…». Nervioso, a sus 41 años, Marce coge el auricular que le pasa Pablo.
—Te llamo para decirte que nos vamos a la playa antes de lo previsto —dice su madre, al otro lado del hilo telefónico.
—…vale, mamá, te llamo después, que estamos comiendo.
Habría sido un sueño para Marce escuchar a su madre felicitarlo por ese logro social que lo convertía, como siempre había reivindicado, en un ciudadano de primera. Le habría gustado no tener que vivir solo, sin ellos, sin su familia, un momento tan definitivo, tan trascendente. Le habría gustado oír a su madre decir:
—Marce, cariño, me alegro tanto… Sé que este día es muy importante para ti, para Pablo, para todos tus amigos…
No habría hecho falta más para que Marce se hubiera sentido acompañado de veras. Frente a eso sólo estaba Pablo, su nueva familia, la que él había creado junto a los suyos, a los más cercanos. Para Pablo, de 43 años, que a los 17 les dijo a sus padres que era gay, y que encontró en ellos, sobre todo en su madre, María, un apoyo absoluto, lo que esa mañana se había aprobado en el Congreso era algo más que una ley: era lo que él había perseguido durante toda su vida desde que descubrió que era homosexual. Pablo había batallado en todos los frentes, había reivindicado la igualdad de derechos con ferocidad, había sido tenaz en su empeño y precursor en sus ideas. Sin duda la ley le pertenecía un poco, como a tantos otros.
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