Te voy a contar un descubrimiento muy sencillo que hice hace no mucho tiempo. Yo lo llamo el hábito de chocarte esos cinco y te ayudará a mejorar la relación más importante que hay en la vida: la relación contigo mismo. Voy a contarte la historia, la investigación y cómo puedes utilizar este hábito para que tú también cambies tu vida.
Todo empezó una mañana cuando me estaba cepillando los dientes en el baño y me vi reflejada en el espejo. Pensé:
Buff.
Empecé a notar todo lo que no me gusta de mí: las ojeras, la barbilla puntiaguda, el hecho de que mi pecho derecho es más pequeño que el izquierdo, la piel que me cuelga en la barriga... Me empezaron a inundar los siguientes pensamientos: «Tengo un aspecto terrible. Tengo que hacer más ejercicio. Odio mi cuello ». Con cada pensamiento me sentía cada vez peor.
Miré la hora: mi primera reunión por Zoom empezaba en 15 minutos. «Tengo que despertarme más temprano.» Recordé la entrega que tenía. El acuerdo que estaba a punto de cerrar. Los correos electrónicos y los mensajes que no había respondido. El perro que se tenía que sacar a pasear. Los resultados de la biopsia de mi padre. Todo lo que mis hijos necesitaban que hiciera hoy. Me sentí completamente abrumada y aún no me había puesto el sujetador ni me había tomado un café.
Buff.
Lo único que quería hacer esa mañana era servirme una taza de café, espachurrarme delante de la tele y olvidar todo lo que me fastidiaba... Pero sabía que eso no era lo correcto. Sabía que no vendría nadie a mi rescate ni que nadie me solucionaría mis problemas, ni acabaría los proyectos que tenía en la lista, ni haría ejercicio por mí, ni se encargaría de esa conversación difícil que tenía que tener en el trabajo.
Solo quería... una pausa... en mi vida.
Llevaba unos meses que tela marinera. El estrés era constante. Había estado muy ocupada cuidando y preocupándome por todos y por todo. ¿Y quién me cuidaba a mí? Seguro que, de una forma u otra, te suena esta situación. En momentos así, cuando las exigencias de la vida se amontonan y tu actitud tira la toalla, puedes crear una espiral negativa.
Necesitaba que alguien me dijera: «Tienes razón, es muy duro. No te lo mereces, no es justo. Y si hay alguien que pueda con todo esto, eres TÚ». Esto es lo que quería oír. Necesitaba consuelo y una charla motivacional. Y a pesar de ser una de las personas más exitosas del mundo dando discursos motivacionales, no se me ocurría nada que decirme.
No sé lo que me cogió. O por qué lo hice. Pero por algún motivo desconocido, plantada en el baño, en ropa interior, levanté la mano y saludé amablemente a mi reflejo. «Te veo —era todo lo que quería decir—. Te veo y te quiero. Venga, Mel. Tú puedes.»
Me di cuenta, mientras hacía ese gesto, que con ese saludo me estaba chocando la mano a mí misma. Un gesto tan reconocible, inequívoco y común como un apretón de manos. Todos la hemos chocado y nos han chocado la mano infinitas veces en la vida. Incluso puede que esta acción tenga un punto cursi. Pero allí estaba yo, sin sujetador, sin cafeína, inclinada sobre el lavabo, chocándosela a mi propio reflejo.
Sin decir ni mu, me estaba diciendo algo que necesitaba oír como agua de mayo. Me estaba afirmando que lo podía hacer, fuera lo que fuese. Estaba aplaudiendo y animando a la mujer que había en el espejo para que levantara la cara y siguiera adelante. En cuanto toqué el espejo con la mano y me conecté con mi reflejo, sentí que me subían los ánimos un poco. No estaba sola. Me tenía a mí. Fue una acción sencilla, un acto de amabilidad hacia mí misma. Algo que necesitaba y me merecía.
Automáticamente, sentí que me había quitado un peso de encima, recoloqué los hombros y esbocé una sonrisa por lo cursi que debió parecer la escena pero, de repente, ya no se me veía tan cansada, no me sentía tan sola y esa lista de tareas pendientes no parecía tan sobrecogedora. Seguí con mi día.
A la mañana siguiente, me sonó el despertador. Los mismos problemas y el mismo agobio. Me levanté, hice la cama. Fui al baño y me volví a encontrar con mi reflejo: «Hola, Mel». Sin pensarlo, sonreí y volví a chocármela en el espejo.
A la tercera mañana, me levanté y me di cuenta de que mi pensamiento y mi deseo estaban puestos en el momento de plantarme delante del espejo para chocármela. Sé que suena cursi pero es la pura verdad. Me hice la cama un poco más rápido de lo habitual y me fui al baño con un entusiasmo que nadie debería tener a las 6.05 de la mañana. La única forma de describirlo es que:
Me sentía como si fuera a ver a una amiga.
Ese día me puse a reflexionar sobre las veces en la vida en las que me han chocado la mano. Evidentemente pensé en los deportes de equipo en los que participaba cuando era más joven. Pensé en las carreras que me echaba con mis amigas. O en los partidos de béisbol a los que íbamos en Fenway Park y cómo el estadio se llenaba de gente chocándose las manos cuando marcaba el Red Sox. O cuando la chocaba con alguna amiga porque la habían ascendido en el trabajo, porque había cortado con ese pringado o porque había ganado una mano en un juego de cartas.
Y entonces recordé uno de los hitos de mi vida: correr la maratón de Nueva York en 2001, justo dos meses después de que los atentados terroristas del 11 de septiembre se llevaran la vida de 2.977 personas y destruyeran las Torres Gemelas.
Durante 42,195 km, las aceras estaban abarrotadas de gente y se veían una infinidad de banderas norteamericanas colgando de todas las ventanas de todos los edificios a lo largo de todo el recorrido por los cinco distritos que conforman Nueva York.