Graham Joyce - Amigos nocturnos The Tooth Fairy (Linea Maestra) (Spanish Edition)
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- Libro:Amigos nocturnos The Tooth Fairy (Linea Maestra) (Spanish Edition)
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- Año:2009
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Amigos nocturnos The Tooth Fairy (Linea Maestra) (Spanish Edition): resumen, descripción y anotación
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Amigos nocturnos The Tooth Fairy (Linea Maestra) (Spanish Edition) — leer online gratis el libro completo
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© Graham Joyce, 1996
Ilustración de portada: © blacksheep
Diseño de colección: Alonso Esteban y Dinamic Dúo
Derechos exclusivos de la edición en español:
© 2009, La Factoría de Ideas. C/Pico Mulhacén, 24. Pol. Industrial «El Alquilón». 28500 Arganda del Rey. Madrid. Teléfono: 91 870 45 85
informacion@lafactoriadeideas.es www.lafactoriadeideas.es
ISBN: 978-84-9800-500-4 Depósito Legal: B-27398-2009
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Energía,ll-27
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El verano estaba en su esplendor. Las palomas arrullaban con delicadeza en los árboles, y la familia de Clive merendaba en las cercanías. Dos chicos mayores pescaban percas a unos treinta metros de donde se encontraban. Sam vio el lucio durante solo un segundo. Al principio creyó que era un tronco sumergido. Flotaba a unos centímetros de la superficie, absolutamente inmóvil, como si estuviese atrapado en hielo. Era un fantasma verde y dorado, un espíritu de otro mundo. Sam intentó murmurar una palabra de advertencia, pero la aparición del lucio lo tenía hipnotizado. Relampagueó en la superficie del agua al ascender y arrancar de un bocado dos pequeños dedos del pie izquierdo de Terry.
El ser había desaparecido antes de que Terry comprendiera qué había pasado. Sacó el pie del agua lentamente. Allí donde habían estado sus dos dedos ahora brillaban dos pequeñas perlas carmesíes. Terry se giró hacia Sam con una sonrisa de perplejidad como si le estuviesen gastando una broma. Cuando la herida comenzó a doler, la sonrisa se desvaneció y comenzó a gritar.
La madre y el padre de Clive, que estaban a cargo de los niños aquella tarde, estaban tumbados sobre la hierba, él con la cabeza sobre el regazo de ella. Sam corrió hacia ellos. El padre de Clive alzó la cabeza para ver a qué venía tanto alboroto.
—A Terry le ha mordido un pez verde -dijo Sam.
El padre de Clive se puso de pie y corrió por la orilla. Terry aún estaba gritando mientras se agarraba el pie. El señor Rogers se arrodilló para separar las manos de Terry al tiempo que su rostro se quedaba lívido. De forma instintiva, se llevó el pequeño pie de Terry a la boca y succionó la herida.
La madre de Clive acudió rápida adonde se encontraba su marido. Los dos chicos que estaban pescando abandonaron las cañas y se acercaron para echar un vistazo.
—¿Qué ha pasado? ¿Se ha caído al agua?
Clive aún estaba al otro extremo del estanque. Sam lo llamó. El señor Rogers, con las manos temblorosas, pidió con voz entrecortada un pañuelo. Lo ató alrededor del pie ensangrentado, cogió en brazos a Terry y corrió de vuelta hacia la urbanización.
Clive llegó sin aliento.
—¿Qué pasa?
—Vamos -dijo su madre con sequedad, como si fuese culpa de Clive.
Recogió la manta de la merienda y a los chicos y abandonaron el lugar de recreo. Los dos mayores aún preguntaban qué había pasado, pero ella no dijo nada.
Sam iba detrás, pensando en que Terry tan solo tenía cinco años y la vida le había arrancado dos dedos del pie, casi seguro que para siempre. Él esperaba tener más suerte en la vida.
El padre de Clive corrió los ochocientos metros que lo separaban de la caravana de Terry. Allí vivía Terry con su madre y su padre y sus dos hermanos gemelos, que aún no tenían nueve meses. La familia Morris vivía en una caravana Bluebird toda oxidada en medio del jardín trasero de una casita de campo. Pagaban un pequeño alquiler por el solar al dueño, un anciano que nunca salía de su hogar. Sam vivía en una hilera de casas adosadas más arriba de la casa del anciano, a siete números de Terry.
La caravana se asentaba sobre pilas de ladrillos rojos que ocupaban el lugar donde debían haber estado las ruedas. Estaba encajada contra un seto tan lejos de la casa como era posible. El seto tenía un montón de agujeros hechos por animales y niños de los alrededores, tras el cual se extendía un trecho de solar lleno de hierbajos.
El estatus que el señor Morris había perdido por vivir en una caravana lo intentaba recuperar con un coche deportivo que se había comprado. El padre de Sam, de hecho, no podía permitirse un coche por aquel entonces, ni tampoco el viejo de Clive. A los chicos les parecía una injusticia que los padres de Sam y Clive trabajaran en una fábrica de coches y no tuvieran uno, mientras el padre de Terry, cuyo trabajo resultaba un misterio para todo el mundo, era el orgulloso dueño de un mg descapotable con ruedas de radios que destellaban en el jardín junto a la caravana oxidada.
Esa tarde de domingo, Eric Rogers llevó en brazos a un Terry aún lloroso desde el estanque hasta la caravana y abrió de golpe la puerta para encontrar a los Morris en mitad de un acto privado. Los gemelos dormían en su cuna. El señor Morris profirió un improperio y el señor Rogers retrocedió con su compungida carga mientras gritaba que deberían ocuparse de su hijo. Chris Morris emergió con los ojos desorbitados mientras luchaba con la cremallera de los pantalones. Unos momentos más tarde metió a Terry en la parte de atrás del mg y encendió el motor. La señora Morris, toda sonrojada por la situación, salió de la caravana con un camisón de seda descolorido, con los rizos de color caoba derramándose por todas partes, e insistió en ir con ellos. Entonces recordó que los gemelos dormían en la cuna. El señor y la señora Morris comenzaron a gritarse antes de que el señor Morris saliera a toda velocidad hacia el hospital.
Pero ¿qué se podía hacer? En la sala de heridos vendaron el piececito de Terry y le pusieron una inyección antitetánica. Le acariciaron sus dorados cabellos y le dijeron que tenía que ser valiente como un soldado. No le podían ofrecer dedos de repuesto.
—¿Un lucio? — repitió el doctor con incredulidad-. ¿Un lucio, dice?
Nev Southall, el padre de Sam, vio como el MG verde volvía del hospital. Tras oír a Sam contar la historia se quedó unos quince minutos sin saber qué hacer y finalmente se marchó a ver qué le pasaba al chico. Se encontró a un Chris Morris muy nervioso que estaba atando un cúter al palo de una escoba.
—¿Cómo está el muchacho, Chris?
—Durmiendo.
—¿Qué haces?
—Voy a salir a pescar a ese lucio.
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