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George Eliot - Las novelas tontas de ciertas damas novelistas

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George Eliot Las novelas tontas de ciertas damas novelistas
  • Libro:
    Las novelas tontas de ciertas damas novelistas
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1856
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Las novelas tontas de ciertas damas novelistas: resumen, descripción y anotación

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Punzante entretenidísima y profundamente lúcida George Eliot parodia las - photo 1

Punzante, entretenidísima y profundamente lúcida, George Eliot parodia las tópicas novelas que dominaban los listados de ventas de su tiempo, con sus encantadoras y hermosas heroínas, y sus previsibles y azucarados finales.

Sin cortapisas, sin reservas impuestas por los convencionalismos sociales y culturales de su tiempo, con un sarcasmo feroz y la agudeza intelectual que le es propia, George Eliot pasa implacable factura en Las novelas tontas de ciertas damas novelistas a los desaciertos de la narrativa más ramplona de algunas afamadas escritoras de su época. En el que fuera su ensayo más célebre, cuyo tema sigue despertando polémica en nuestros días, la genial autora inglesa plantea sus tesis con un toque de ironía a partir de ejemplos representativos de los argumentos predecibles, los personajes falseados, los estilos remedados y los diálogos inverosímiles que ciertas damas novelistas pusieron al servicio de sus pretensiones moralizantes, prosaicas o, directamente, jactanciosas.

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George Eliot

Las novelas tontas de ciertas damas novelistas

ePub r1.1

Titivillus 14.5.15

Título original: Silly Novels by Lady Novelists

George Eliot, 1856

Traducción y prólogo: Gabriela Bustelo

Diseño de cubierta: Titivillus

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

El género de las Novelas Tontas Escritas por Mujeres tiene muchas subespecies - photo 3

El género de las Novelas Tontas Escritas por Mujeres tiene muchas subespecies que, según la calidad concreta de la tontería que predomine en ellas, pueden ser superficiales, prosaicas, beatas o pedantes. Pero la amalgama de todas estas subespecies variopintas produce un género —basado en la fatuidad femenina— donde pueden incluirse la mayoría de estas novelas, que podríamos llamar del estilo de «artimaña y confección». La protagonista suele ser una heredera, a menudo una aristócrata de buena familia, con un séquito de amantes que incluye a un barón siniestro, a un duque bonachón y al irresistible hijo menor de un marqués. Todos ellos aparecen en primer término; en un segundo plano tenemos un cura y un poeta que suspiran por sus huesos; y en el trasfondo se agita una multitud de admiradores indefinidos. La heroína deslumbra a su público con la mirada y el ingenio; tiene la nariz tan inmaculada como las costumbres; el intelecto tan afinado como la voz de contralto; el gusto tan divino como la fe religiosa; y, por si esto fuera poco, baila como una ninfa y lee la Biblia en todos los idiomas originales. Sin embargo, puede suceder que la protagonista no sea una heredera, en cuyo caso el rango y la riqueza son sus únicas deficiencias; en cualquier caso, nuestra infalible heroína logra entrar en la alta sociedad, donde triunfa al rechazar a un buen número de pretendientes y casarse con el mejor; y al final luce una joya de familia, o algún objeto similar, que le confiere la necesaria redención. Los hombres libertinos se muerden los labios de rabia y desconcierto ante las ingeniosas respuestas que ella les da o hacen penitencia por sus reproches que, cuando la ocasión lo requiere, alcanzan elevadas cotas retóricas; en general, la heroína muestra una propensión al discurso y cuando se retira a su dormitorio tiende, en mayor o menor grado, a la rapsodia. Si en las conversaciones públicas asombra por su elocuencia, en las privadas fascina por su lucidez. Se le atribuyen un entendimiento capaz de desentrañar a la primera las ramplonas teorías de los filósofos y un instinto que sirve de brújula a quienes se dejan guiar por él, pues les permite funcionar como un reloj. A su lado, los hombres desempeñan un papel muy subordinado. La insinuación esporádica de que estos caballeretes puedan tener algún amorío nos recuerda que la rutina cotidiana del mundo sigue existiendo pese a todo, cosa que sirve de consuelo, aunque la verdadera meta de estos señores parezca ser la de poder acompañar a la heroína en su carrera estelar. Al verla en un baile, quedan deslumbrados; en una exposición de flores, fascinados; en un paseo a caballo, hechizados ante su noble porte de amazona; en misa, sobrecogidos por la melosa solemnidad de su conducta. Es la mujer ideal, por sus sentimientos, sus virtudes y sus gestos. Pese a ello, a menudo se casa con el hombre equivocado, sufriendo terriblemente debido a las tretas y las intrigas del cruel barón; pero hasta la muerte tiene debilidad por semejante personaje, solucionando los tropiezos de nuestra heroína en el momento más preciso. El barón siniestro suele morir en un duelo y el marido cargante fallece de una enfermedad, no sin antes rogar a su esposa que le haga el gran favor de casarse con el hombre a quien realmente ama, pues ya se ha encargado de enviar una nota al amante para informarle del grato acuerdo. Antes de llegar a este agradable desenlace, sin embargo, debemos pasar por el trance de ver a nuestra noble, hermosa y perspicaz heroína metida en grandes apuros, pero nos satisface saber que sus lágrimas van a parar a pañuelos bordados a mano, que su cuerpecillo se desmaya sobre las mejores tapicerías y que, por muchas vicisitudes que pueda sufrir, desde verse obligada a saltar de su coche hasta tener que afeitarse la cabeza por una fiebre, siempre supera los contratiempos con la piel más luminosa y los tirabuzones más frondosos que antes.

Es justo confesar un grave error de juicio, enmendado al descubrir que las novelas tontas transcurren casi todas en el entorno de una alta sociedad de enorme elegancia. Pensábamos que las mujeres necesitadas se hacían novelistas, como se hacen institutrices, porque ambas ocupaciones permiten ganarse el pan de un modo bien visto por la sociedad. Por ello, la sintaxis imprecisa y los argumentos inverosímiles nos producían cierta ternura, como los acericos superfluos y los absurdos gorros de noche que venden los ciegos por las calles. Si la mercancía literaria parecía un estorbo inútil, era un consuelo saber que el dinero serviría para aliviar las penurias de gentes necesitadas, por tratarse de mujeres solas que tenían que procurarse el sustento, o de esposas e hijas dedicadas a producir el «material» por puro heroísmo, tal vez para pagar las deudas del marido o comprar las medicinas del padre enfermo. Este convencimiento disuadía de criticar toda novela publicada por una mujer: por mal que escribiera, sus motivos parecían irreprochables; por poca imaginación que tuviera, su paciencia se antojaba infinita. Bajo la mala literatura había un estómago vacío; bajo la tontuna, un mar de lágrimas. ¡Pero no! La observación de la realidad hizo necesario relegar aquella teoría, como tantas otras teorías bonitas. A tenor de los hechos, podemos asegurar que las novelas tontas femeninas se escriben en circunstancias bien distintas. Huelga decir que sus bienintencionadas autoras jamás han cruzado palabra con un tendero, salvo desde la ventana de su carruaje; están convencidas de que la clase trabajadora la componen unos «subordinados»; piensan que ganar quinientos al año es una miseria; creen en dos verdades primordiales: el barrio de Belgravia y los salones de los barones; y para despertar su interés, un hombre tiene que ser como mínimo un gran terrateniente, aunque siempre es preferible un primer ministro. Como era de esperar, escriben en un elegante saloncito, en tinta de color violeta y con una pluma engarzada de rubíes; la contabilidad editorial es un asunto que les resulta ajeno y su única relación con la pobreza es la de su pobre cerebro. Si en sus narraciones produce un asombro constante la falta de verosimilitud de esa alta sociedad en la que aparentan vivir, tampoco parecen tener trato con ninguna otra forma de vida. Si los caballeros y damas que retratan son improbables, sus hombres de letras, sus comerciantes y sus campesinos son imposibles; y tienen un intelecto peculiarmente dotado para reproducir con imparcialidad tanto lo que han visto y oído, como lo que no han visto ni oído, ambos con idéntico desacierto.

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